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Este viernes se cumplen 19 años de los ataques del 11 de septiembre de 2001 y en este punto de la historia es difícil ignorar que la respuesta de Washington a ese tenebroso episodio ha causado más mal que bien, o eso es lo que apuntan expertos y analistas políticos estadounidenses.
El martes, para no ir lejos, la Universidad de Brown publicó un informe en el que se señala que la guerra contra el terrorismo impulsada por Estados Unidos tras el 9/11 ha generado el desplazamiento forzado de 37 a 59 millones de personas en todo el mundo.
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Esta estimación se logró al contar las solicitudes de refugio y a los refugiados en los ocho países a los que Estados Unidos más ha atacado tras los eventos del 9/11, siendo Afganistán, Irak, Yemen, Pakistán y Siria los más afectados.
Además del dramático desplazamiento humano, la destrucción inflingida por las tropas estadounidenses en más de 24 países ha dejado incalculables pérdidas materiales y humanas: muertos que se cuentan por millares y heridos que se cuentan por millones, incluidos miembros del personal estadounidense.
Pero la gran desgracia oculta de esa guerra contra el terrorismo, sin duda, ha sido el golpe contraproducente que tuvo ese conflicto para el propio desarrollo de Estados Unidos.
No solo problemas más urgentes para la nación, como el cambio climático, la desigualdad económica y el racismo estructural, quedaron invisibilizados por el discurso de la guerra contra Al Qaeda, y más tarde contra el Estado Islámico, sino que este discurso pavimentó dos décadas de caos político y social en el país que permitió, de cierta manera, que un personaje como Donald Trump llegara a la presidencia.
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“(Trump) no podría haberse convertido en presidente sin la arquitectura de los medios de comunicación de derecha, principalmente Fox News, que florecieron después de los ataques del 11 de septiembre. La mentira que dice de que los musulmanes en Nueva Jersey celebraron la caída de las Torres Gemelas completa la distorsión de ese día, de cómo un momento de propósito común estadounidense pasó a ser una expresión de identidad blanca contra un ‘otro’ invasor”, escribió Ben Rhodes, exasesor adjunto de Seguridad Nacional de Barack Obama en la revista The Atlantic.
Desde el discurso de George W. Bush en el Congreso en 2001 en respuesta a los ataques, la ira, el nacionalismo y el racismo se han multiplicado en Estados Unidos. Ese, además, fue el origen de una tenebrosa campaña de desinformación que se extiende y se ha fortalecido hasta la actualidad.
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Los republicanos se obsesionaron con la “seguridad nacional” y el discurso del miedo; pero hay que destacar que casi dos décadas después el Partido Republicano y la administración Bush no han respondido por muchos vacíos y mentiras en la historia del 9/11, como en la campaña de tortura de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la posterior guerra en Afganistán e Irak que sucedieron a los ataques. Y en medio de la campaña de desinformación su conservadurismo se fue radicalizando.
Los ataques en Nueva York, Washington y Pensilvania continuaron marcando la política del país siete años más tarde, cuando Barack Obama fue electo presidente.
“Obama no habría sido elegido como el 44º presidente de los Estados Unidos si no hubiera sido por el 11 de septiembre, que puso en marcha la cadena de acontecimientos que condujeron a la guerra de Irak. Su oposición a este conflicto antes de la invasión y su promesa de ponerle fin proporcionaron un contraste con Hillary Clinton en las primarias demócratas”, destaca Rhodes.
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Y luego volvieron a marcar las elecciones ocho años después de Obama, cuando Donald Trump supo aprovechar todas esas divisiones que se formaron dentro del país, la campaña de desinformación y la retórica de Bush para catapultarse a la Casa Blanca. El odio hacia un “otro invasor”, hacia los musulmanes, los migrantes, los negros, hacia todo aquello diferente, además del conservadurismo extremo, las noticias falsas y las verdades a medias han hecho parte de su “éxito electoral”.
Ahora el discurso de la guerra contra el terrorismo vuelve a cobijar otra carrera a la presidencia, solo que el escenario ha cambiado sustancialmente. La administración Trump ha promovido una nueva retórica: la guerra contra el terrorismo doméstico que quiere destruir a Estados Unidos desde el interior.
Para el presidente, los terroristas ahora son todos los manifestantes que protestan contra la policía o los derechos civiles, y todos los opositores a su gobierno. El enemigo y la estrategia para justificar la violencia siguen siendo los mismos que hace dos décadas: el “otro invasor”, el diferente al que quiere dibujarse como un radical, el que “quiere destruirnos”.
Entonces, ya no se trata de una guerra en Afganistán, sino en “Antifastán”, como bautizaron los trumpistas a una zona de Seattle que fue tomada por manifestantes que protestaban contra la policía tras el asesinato de George Floyd. Y esto hace que todo sea más preocupante para los estadounidenses, porque la violencia se desencadenó en su propia casa.
Ahora, con Trump en el poder, la mayor amenaza de seguridad son los grupos de supremacistas blancos, que han desarrollado a lo largo de esta última década una red de operación como la de los yihadistas, pues se ven fortalecidos, alentados y respaldados por el propio gobierno. Como resultado de eso, los grupos supremacistas ahora patrullan las calles estadounidenses, atacando a manifestantes e incluso asesinándolos ante la vista gorda de los agentes de la policía. Trump, presenciando el caos que ha fomentado, ahora manifiesta falazmente que es el único que puede regresar la estabilidad al país.
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Entre tanto, EE. UU. ha visto un declive en su liderazgo mundial y, mientras hay caos en el interior, Al Qaeda y el Estado Islámico lucen fortalecidos. La campaña contra el terrorismo que comenzó en 2001 solo ha traído malos resultados para Estados Unidos. El odio, la división, el deterioro de los medios de comunicación y la mezquindad de uno de los partidos políticos más tradicionales es producto de un evento que hoy hace 19 años acabó trágicamente con la vida de casi 3.000 estadounidenses y continuará marcando la vida política del país por muchos gobiernos más.