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En Halabja hay dos monumentos con forma de manos que se abren hacia arriba. Se diría que esperan un don divino, el maná, pero en realidad ruegan para que nada más caiga del cielo. El monumento original, en un parquecito triangular, queda llegando a la calle Hiroshima, la ciudad hermana. El otro, en las afueras, está en el techo de un museo. En los alrededores hay varios tanques de guerra que se ha ido comiendo la maleza. Un militar parado en la entrada dice que los van a dejar ahí, que son un símbolo de la guerra que ganaron.
Pero los kurdos no la ganaron; apenas, como suele pasar con las guerras, la sobrevivieron.
Lo mismo pasa con un caza de la fuerza aérea iraquí, un Sukhoi de fabricación rusa, que también comienza a oxidarse. Lo trajeron desde la ciudad de Kirkuk hace unos meses, diciendo que fue uno de los que pasaron sobre la ciudad el 16 de marzo del 88, sobre un fondo de cielo azul brillante.
En épocas mejores, todo mundo habría estado preparándose para el Newroz, el año nuevo kurdo que se celebra con el comienzo de la primavera. Ese año todo mundo se estaba escondiendo.
“Las escuelas habían cerrado meses atrás, pero desde que los iraníes entraron en la ciudad, se intensificaron los bombardeos y la vida se detuvo”, dice Qayssar Ahmed, hoy en día director de una emisora comunitaria y en ese entonces estudiante de colegio.
A diez kilómetros de la frontera, Halabja no sólo era una posición estratégica para los dos bandos de la guerra Irán-Irak, sino un chivo expiatorio perfecto para Saddam Hussein, que ya había lanzado la última etapa de la operación Anfal, su genocidio en contra los kurdos, que constituían la mayoría de los pobladores de la ciudad.
“La gente quería irse, pero las guerrillas peshmergas bloqueaban las rutas de salida de un lado y el ejército de Hussein las del otro. Cuando el 15 de marzo los iraníes se retiraron, tuvimos la esperanza de que la situación se iba a calmar”, dice Qayssar.
Pero ese mismo día volvieron a pasar los helicópteros, tan bajito que se podía ver a los soldados tomando fotografías, y los niños los saludaban desde abajo mientras sus padres los llamaban para que se metieran en los sótanos. Como no todas las casas tenían, en algunos se acumulaban treinta o cuarenta personas. A las once de la mañana del 16, los aviones regresaron. Sukhoi y MIG rusos y Mirage hechos en Francia. Venían de las bases de Mosul, Kirkuk y Saladahim en escuadrones de ocho. Las primeras bombas cayeron sobre Sarai, el barrio norte de la ciudad.
“Entonces la gente empezó a decir: ‘Aunque se fueron los iraníes, nos siguen dando. Van acabar con todo. Salgamos como sea’, y otros: ‘Mejor quedarse. Esto tiene que terminar, y si ven gente en los caminos los van a bombardear también’”, recuerda Qayssar.
Su familia tomó la ruta del sur. Los que decidieron huir no podían imaginar que pasarían dos años antes de que pudieran regresar a las ruinas de su ciudad.
Ellos fueron los que corrieron con suerte.
Humo amarillo, olor de manzana
La casa de Wais Kamil Abdulqadr también está cerca de la calle Hiroshima. Aunque los andenes son polvorientos, los árboles de los patios sobrepasan los muros y dan algo de sombra. Junto a su cama hay una máquina para hacer fisioterapia, un televisor en el que pasa el canal de noticias Rudaw y un tanque de oxígeno para ayudarles a unos pulmones que se quemaron por dentro y funcionan al quince por ciento de su capacidad. Su familia pensó que quedarse sería más seguro que intentar escapar a las montañas.
Wais no recuerda cómo se tomó la decisión. Estaba en un sótano. Dice que después de cuatro horas de ataque aéreo empezaron a caer unas bombas que “sonaban diferente”.
“Ya no explotaban. Era como si se regaran balines en el suelo”.
No todos los testimonios mencionan que a las columnas de humo negro las siguieron columnas de humo amarillo, pero siempre regresa el recuerdo de un olor de manzana. Los gases de las armas químicas son más pesados que el aire para que puedan entrar a los refugios subterráneos. Los que no se asfixian adentro, sufren de pérdida de visión y desorientación al salir a la calle.
“Lo primero que a uno le pican son los ojos y la piel. No es como en las películas. No es una nube que viene hacia uno. Más tarde sí, una bruma, pero al principio lo que uno veía era que la gente que iba corriendo, huyendo de los incendios, se caía al piso. Y luego también la gente que iba adelante. Y se reía. Un ataque de risa y luego un vómito, y nada más”, dice Wail, que casi a tientas logró encaramarse en un tractor. Cuando recuperó el conocimiento estaba en un hospital de Teherán.
Nunca volvió a ver a sus padres ni a ninguna de sus cinco hermanas.
La huida de los ciegos
Loqman Abdelqadir, presidente de la Asociación de Víctimas de Halabja, ha pasado los últimos veinte años recopilando testimonios de los sobrevivientes del ataque, de los que él mismo hace parte. Dice que la gente comprendió rápidamente que se trataba de armas químicas.
“Aunque la información circulaba poco, ya había rumores de otros ataques a pequeña escala en la región, algunos con víctimas mortales. Hoy sabemos que fueron al menos veinte”.
Tanto el ministro de Defensa de Francia, Jean-Pierre Chevènement, como el secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, dudaron de las primeras denuncias y se negaron a reaccionar. Incluso después del ataque, los Estados Unidos continuaron oficialmente dudando del tipo de armas utilizadas y los responsables de haberlas lanzado.
Aún hoy no se sabe con certeza en qué proporciones se utilizaron el agente neuroquímico Vx, el gas mostaza y el tabun. El uso de diferentes sustancias explica por qué algunas personas murieron de inmediato, mientras otras se revolcaron de dolor durante horas. El periodista de la BBC John Simpson, que llegó al lugar en un helicóptero iraní, recuerda “una mujer cuyo cuerpo estaba doblado como un círculo, con la parte de atrás de la cabeza tocándole los pies. Había sangre y vómito en su ropa, su rostro deformado por la agonía”. A pesar de que en Halabja vivían médicos con experiencia en terrenos de combate, nadie conocía los procedimientos para limitar la contaminación.
“Hubo casos de autos que pasaban por encima de la gente, sólo para estrellarse más allá porque el conductor quedaba ciego. Las madres trataban de no soltar de la mano a sus hijos y en ocasiones los seguían arrastrando aunque no respiraban más”, dice Loqman, evocando las tentativas de abandonar la ciudad ante el miedo de nuevos bombardeos.
Mientras en las rutas de las montañas las víctimas continuaban colapsando, los sobrevivientes que seguían en el pueblo fueron rescatados por militares iraníes que los evacuaron hacia hospitales en el interior de su país. Los hombres de Hussein entraron a la ciudad menos de una semana después, llevando trajes antiquímicos. Varios de los que en camino hacia el pueblo tomaron frutas de los árboles, sufrieron de llagas en la boca. Los tanques y buldózeres arrasaron la mayoría de las casas que seguían en pie.
Los huérfanos del veneno
Dentro del cementerio de Halabja pasean niños en bicicleta, uno de ellos con una bandera del Barcelona. Un grupo de jóvenes con uniforme de obreros hace un día de campo bajo los árboles. Hay un tercer monumento: una mujer sin brazos con dos manos, también abiertas hacia el cielo, marcadas sobre su vestido. Qayssar me muestra las placas que marcan las fosas comunes. La primera dice 24 cuerpos, la segunda 1.500, la tercera 440. Durante la operación Anfal fueron destruidas 4.500 ciudades, y millones de kurdos fueron dispersados por la fuerza por todo el territorio. Ciento cincuenta mil kurdos murieron durante los seis meses que duró el genocidio, 5.000 cayeron en Halabja en un solo día.
Sus nombres están inscritos en lápidas individuales en un jardín al fondo del cementerio. En siete de ellas el nombre ha sido borrado. Qayssar muestra la del penúltimo de ellos: Zmnako Muhammad. Zmnako tenía tres meses cuando el ataque, y (ahora se sabe) lo llevaron en avión a la ciudad de Mashad, en Irán. Cuatro años después de la muerte de su madre adoptiva decidió regresar a Halabja y encontró a su madre biológica: la única sobreviviente de toda su familia. Él mismo borró, mal, como pudo, su nombre de la lápida.
En la semana en la que se conmemoraban los veinte años murió de complicaciones respiratorias Abed al Rashid, que ayudó a enterrar las víctimas. Hace una semana, cuando se preparaban las conmemoraciones del trigésimo aniversario, fue Layla Habibulah. Es la centésima víctima en morir desde que la asociación comenzó a llevar las cuentas en el 2003.
“Aún hay más de 300 desaparecidos de quienes tal vez no sepamos nada. Y está también esa rabia de saber que, excepto en período de elecciones, cuando hay que sacar a relucir la ‘ciudad mártir’, ni las autoridades iraquíes, ni las kurdas, colaboran con lo que falta de la reconstrucción o con las víctimas, que se mueren porque no tienen cómo pagarse los cuidados médicos que requieren las secuelas”, dice Loqman.
Wais cambia el canal de noticias por un programa de música y retira el tubo que le entra por la nariz. Hace cinco años, junto con otras veinte víctimas, interpuso una demanda internacional contra tres empresas francesas que suministraron precursores químicos y construyeron las instalaciones en las que se fabricaron los gases que envenenaron Halabja.
“Todos sabían”, dice. “Los iraníes reportaron el uso de armas químicas, pero Hussein era entonces el dictador bueno y laico, el aliado de Occidente”.
Shyhar, su hijo, lo mira sentado en una esquina de la habitación. Cuando nació, la ciudad ya había comenzado a ser reconstruida. El proceso aún no termina. Ahora tiene la edad que su padre tenía cuando el ataque. Le pregunto qué piensa su generación de todo esto.
“Tratamos de no pensar en eso”, contesta. “¿Cómo podríamos vivir si pensáramos en esas cosas?”.