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El 3 de noviembre de 1991, a las 22:30, una camioneta negra con cristales opacos estacionó frente a una casa en Barrios Altos, Lima, a sólo treinta metros de la Dirección de Inteligencia de la Policía Nacional. Alrededor de ocho encapuchados bajaron del vehículo y se dirigieron a una fiesta que se celebraba en un primer piso. Llevaban pistolas y ametralladoras. Mientras cruzaban la calle, un niño les preguntó quiénes eran. Uno de ellos respondió: “somos la orquesta”.
Segundos después, los encapuchados tumbaron la puerta del inmueble a culatazos y patadas. Uno de los invitados a la fiesta, Manuel Isaías, de 33 años, se adelantó a preguntar qué ocurría. La primera ráfaga lo alcanzó en el pecho. Aterrado, su hijo de ocho años se abrazó a él. La segunda ráfaga acabó con el niño. El resto fue sólo pólvora y explosiones, y no duró más de cinco minutos. Murieron quince personas y fueron heridas cinco más. 133 casquillos de bala quedaron regados por el suelo. El capitán del grupo, Santiago Martín Rivas, increpó a uno de sus hombres por la muerte del niño. El asesino respondió: “El jefe ha dicho que no queden huellas”.
El fiscal del proceso que se realiza desde diciembre en una sala penal especial trata de demostrar que “el jefe” era en última instancia el propio presidente de la República, Alberto Fujimori. O al menos, que la masacre de Barrios Altos formaba parte de una estrategia contrasubversiva planeada, aprobada e incluso premiada desde el palacio de gobierno. La evidencia es aplastante. Los autores materiales de las muertes eran militares y entrenaron para sus sanguinarias misiones en instalaciones castrenses. Sus acciones fueron cubiertas por la prensa, y aún así, Fujimori firmó personalmente una felicitación para ellos en 1992. Más adelante, en 1994, el gobierno aprobó una ley que trasladaba al fuero militar los procesos contra el escuadrón de la muerte. Y en 1995, los asesinos gozaron de una amnistía.
Contra la demoledora acusación, la defensa es sorprendentemente débil. El ex presidente argumenta que firmó la felicitación sin leerla, que no leyó los medios de prensa que publicaron la información, o no “reparé en ese aspecto”, que el jefe de Inteligencia Vladimiro Montesinos nunca le comentó lo que ocurría y que él no sabía nada de lo que hacían los militares, quienes no le hablaban por ser japonés. De todo ello, la prueba más sólida que sus abogados han esgrimido es una copia de su primer programa electoral que propone privilegiar las acciones no militares sobre las militares. En realidad, para sostener su alegato, más que un documento oficial, necesitaría un certificado psiquiátrico de autismo.
El derrumbe de Fujimori
Conforme se derrumba la defensa legal, también se viene abajo la salud del ex presidente. Otrora sonriente y seguro de sí, Fujimori inauguró las sesiones del proceso con un ataque de hipertensión, y continuó con problemas de narcolepsia, molestias en las piernas que le impiden usar calcetines, una gastroenterocolitis y una leucoplasia en la lengua. Sus críticos sospechan que sólo maniobra para retrasar una sentencia en la que podrían caerle treinta años (aparte de los seis que ya figuran en su cuenta y los que le esperan en otros cinco procesos por corrupción). Pero todo parece indicar que simplemente el ex presidente se está cayendo a pedazos.
La desesperación de Fujimori se debe a que no consigue explicarse por qué nadie lo apoya. Hace dos años, cuando abandonó su exilio japonés, daba por sentado que la población saludaría su regreso con euforia y desestimaría sus causas pendientes como iniciativas de sus enemigos políticos. Hoy, no hay grandes manifestaciones populares ante la cárcel policial que lo retiene, ni sus seguidores llaman a la insurrección. Incluso la gran arma política del fujimorismo, la televisión, se ha vuelto en su contra: tres veces por semana, un canal de cable transmite en directo la decadencia del acusado y la contundencia de los testimonios en su contra.
Todo esto muestra que Fujimori es cínico, pero los peruanos lo somos aún más. Los televidentes que hoy nos horrorizamos ante la pantalla también fuimos actores de esta película, o por lo menos, generosos auspiciadores. Nosotros tampoco leímos las noticias sobre las masacres, o tampoco “reparamos en ese aspecto”, y reelegimos a Fujimori en 1995, del mismo modo que reelegimos a Alan García en 2006, aunque la lista de muertes durante su primer gobierno es mucho más larga que la de Fujimori.
La respuesta más frecuente a esta acusación es que Alan García fue un gobernante democrático. Pero es que el 3 de noviembre de 1991, a las 22:30, Alberto Fujimori también lo era. Y cinco meses después, cuando dio un golpe de Estado, la población lo recibió alborozada. Y cuando propuso la pena de muerte para los terroristas, los sondeos de opinión le daban un respaldo abrumador. Lo más aterrador de todo este proceso es que Fujimori hizo lo que los peruanos le pedimos. Democráticamente, demandamos al gobernante transgredir todos los límites de la democracia. Y hoy, lo juzgamos según las normas que le ordenamos ignorar.
El paso del tiempo
Los mismos hechos tienen efectos y lecturas diferentes en el tiempo. Los atentados del Estado contra los derechos humanos a principios de los años ochenta sólo sirvieron para legitimar a un grupúsculo radical como Sendero Luminoso y convertirlo en un ejército con decenas de miles de soldados. Pero una década después, con un Sendero desbocado, volando instalaciones civiles y dinamitando cadáveres, con 70.000 muertos a cuestas y la subversión controlando provincias enteras, la población peruana asumió el estado de guerra. Y las medidas autoritarias fueron recibidas como la única cura posible. Hoy en día, disipado el fantasma del terrorismo, a los peruanos nos consuela pensar que el monstruo es ese hombre sin calcetines que padece ataques de hipertensión, y pensamos: “Qué horror, cómo pudo hacer esas cosas”. Pero nos cuesta tomar conciencia de que la pantalla de la televisión es sólo nuestro espejo.
Los nuevos líderes de la guerrilla colombiana deben estar tomando nota cuidadosamente de lo que ocurre en esa sala penal para trasladarlo a su propio escenario. Y es que, aunque buena parte de su cúpula esté muerta, capturada o rendida, las Farc saben que aún les queda una carta. Incluso si sufren una derrota militar total e inapelable, como la que sufrió Sendero Luminoso, incluso si todos sus líderes terminan presos o arrepentidos, Uribe necesitará que firmen un acuerdo comprometiéndose a cancelar el pasado. Y van a vender cara esa firma.
El presidente colombiano también está sacando sus conclusiones. Hoy en día, una inmensa población colombiana, harta de las Farc, exige medidas contundentes. Demandan comprensión si sus soldados atraviesan una frontera nacional. Y están dispuestos a tolerar los vínculos entre miembros del Gobierno y grupos paramilitares. Millones de esos ciudadanos aplaudirían un cambio constitucional que garantice la reelección de su líder. Pero Uribe es cuidadoso y mide las consecuencias de cada paso, porque sabe bien lo que Fujimori no podía saber: que dentro de unos años, según por donde soplen los vientos de la política, todos esos colombianos podrían estar sentados frente al televisor, viendo a un hombre desesperado en un tribunal y pensando: “Qué horror, cómo pudo hacer esas cosas”.
Escritor peruano. Autor de “Abril Rojo”, un libro que descubre las oscuras redes del gobierno de Alberto Fujimori.
Las masacres
Barrios Altos (1991). En un barrio popular de Lima, seis individuos armados y encapuchados entraron a un edificio en el que se celebraba una fiesta. Sacaron sus armas y sin decir nada dispararon contra la gente que se encontraba en el lugar. Quince personas fueron asesinadas y cuatro más quedaron heridas.
La Cantuta (1992). Dos días después de la explosión de un carrobomba en Miraflores, miembros del Servicio de Inteligencia del Ejército, muchos de los cuales pertenecían al Grupo Colina, se llevaron a un profesor universitario y a nueve estudiantes de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (conocida como La Cantuta). Fueron torturados y asesinados.
En cifras
2000
En este año se destapó la red de corrupción del gobierno Fujimori. Fue extraditado en 2007 desde Chile y ahora es juzgado en Perú.
4’000.000
De dólares se calcula que es el costo que tendrá que pagar el ex mandatario por su defensa en los estrados judiciales peruanos.
Los males de Alberto Fujimori
1. Leucoplasia
El juicio fue suspendido por ocho días debido a leucoplasia, unas manchas blancas que le aparecieron en la boca. Según su hija Keiko, son lesiones cancerígenas; los resultados negaron esta posibilidad.
2. Alta tensión
En medio de una audiencia, el ex presidente se desmayó por alta de tensión. Duró varios minutos inconsciente y fue llevado a su celda. La defensa argumentó que Fujimori no comía bien.
3. Sueño
En otra diligencia del juicio Fujimori quedó profundamente dormido, obligando al juez a despertarlo y llamarle la atención. Los médicos dijeron que el ex presidente padece hipertensión.
4. Edemas
Llegó a una audiencia con sandalias y sin medias. Resultó que tenía edemas en los tobillos. Los abogados pidieron aplazamiento de la diligencia, mientras su hijo Kenji acusó al Gobierno de querer matarlo.
5. Ataque de risa
En una declaración de sus edecanes, que confesaron espiralo, el ex presidente sufrió un ataque de risa. Durante varios minutos rió a carcajadas. Le llamaron la atención.