El papa Francisco y sus enfermedades
Publicamos un fragmento del libro “La salud de los papas”, del periodista y médico argentino Carlos Castro.
Especial para El Espectador *
—¿Extraña la Argentina?
—No, no la extraño. Viví allí 76 años. Lo que me aflige son sus problemas.
—Quienes lo conocimos como arzobispo de Buenos Aires lo recordamos con un rostro adusto y de preocupación muy diferente al que le hemos visto desde su ascenso al trono de Pedro. ¿Estuvo deprimido alguna vez?
—Deprimido, no. Triste, sí.
—¿Qué cosas o hechos le producen tristeza?
—Tristezas hay muchas a lo largo de la vida de una persona. Están aquellas que podríamos llamar naturales. Son las producidas, por ejemplo, por la muerte de los padres o de los seres queridos. Pero están las otras que, en mi caso, se produjeron por las difíciles circunstancias por las que debió atravesar la Argentina. Sentí -y siento- tristeza cuando un cura abandona los hábitos. La injusticia me produce tristeza e indignación. (Más: Video del papa y su arriesgado viaje a Irak este año).
—¿Y pudo manejar esas situaciones difíciles?
—No siempre. La verdad es que, a veces, ellas me manejaron a mí. El sufrimiento es una vivencia muy dura. Uno tiene que entender que es imposible superar ese dolor de un momento para el otro. Hay que comprender que reconocer y aceptar ese sufrimiento es lo que nos va a llevar a la cura. Eso lleva tiempo, y al tiempo no se le puede apurar.
—De no haber sido elegido papa, su vida sacerdotal se encaminaba hacia su fin. ¿Le producía esa circunstancia tristeza o depresión?
—Por el contrario. Esperaba mi retiro sacerdotal con alegría. Tanto es así que ya había reservado la que iba a ser mi habitación en el hogar sacerdotal del barrio de Flores (se trata del Hogar Sacerdotal Monseñor Mariano Espinosa, ubicado en la calle Álvarez Condarco 581, en la ciudad de Buenos Aires. La habitación reservada para el entonces cardenal Bergoglio era la número 13). Era una habitación simple y austera. Es sabido que a mí me gusta mucho confesar, de forma tal que ya me había preparado para ir a confesar a la basílica de San José de Flores. (Más: El papa Francisco y su más reciente decisión sobre las finanzas del Vaticano).
“Y así fue como me vine a Roma. Con mi retiro a la vista. No sabía que el destino tenía guardado para mí el hacer realidad la frase de Caminito (famoso tango): “Desde que se fue, nunca más volvió”…
—En aquel momento histórico, ¿lo dominó la ansiedad?
—Para nada. Durante todo el cónclave me embargó un sentimiento de absoluta paz. Ni sabía ni me imaginaba que iba a ser elegido. El mecanismo del cónclave es complejo. Siempre hay varios candidatos, por lo que la primera votación es muy dispersa. Así que la noche antes de mi elección dormí muy tranquilo. Me di cuenta de que algo raro estaba pasando después de la segunda votación de la mañana del miércoles 13. Durante el almuerzo vinieron a verme varios cardenales para consultarme sobre algunos temas. Yo había sido uno de los oradores en las horas previas a la votación. Ya en la segunda votación de la tarde la elección comenzó a definirse. Por suerte tenía al lado a mi amigo, el arzobispo emérito de São Paulo y también prefecto emérito de la Congregación del Clero, cardenal Claudio Hummes, quien, cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, me confortaba. Y así llegamos a la tercera votación de la tarde, que fue la definitiva. Los votos empezaron a subir sin parar y cuando llegaron a los dos tercios -y aún se seguían contando-, como es costumbre, los cardenales comenzaron a aplaudir festejando mi elección, Hummes me abrazó, me besó y me dijo: “No te olvides de los pobres”. Y esas palabras quedaron resonando en mi mente y en mi corazón. Entonces, mientras proseguía el escrutinio hasta completarlo pensé en las guerras y sus miserias. Y ahí me surgió el nombre de Francisco. San Francisco de Asís es el hombre de la paz que entró en mi corazón.
—Y una vez electo, ¿tuvo temores o ansiedad?
—No. —¿Duerme bien?
—Sí, profundamente, como un tronco.
—¿Necesita o alguna vez necesitó medicación para dormir?
—Por fortuna, nunca. Me acuesto todas las noches a las nueve. Leo una hora hasta las diez. A esa hora apago la luz y me quedo rápidamente dormido. Duermo de corrido hasta las 4 a. m. Tengo puesto el despertador, pero siempre me despierto tres minutos antes de que suene. Se ve que el reloj biológico me funciona muy bien.
—¿Tiene sueños? ¿Pesadillas?
—Sueños sí, a veces. Pesadillas, nunca. Cuando sueño, sueño con cosas lindas. Suelo recordar los sueños. En general son sueños vinculados con cosas lindas del pasado. Por suerte, no sueño con hechos o cosas que me torturen.
—¿Qué lo aflige o altera?
—El dolor humano. Me duele cuando leo las noticias que informan sobre los niños que mueren de hambre. Y me indigna cuando esas muertes se producen en países que poseen suficientes riquezas como para que nadie sufra hambre. Junto con el problema de la niñez, me afligen mucho los padecimientos de los ancianos y mucho más cuando son abandonados.
—¿Se enoja?
—Me enrabio. A veces me pregunto por qué pasan ciertas cosas que podrían ser evitadas y entonces me invade el enrabio, que es siempre pasajero. Cuando me sucede eso, o me lo callo o le dedico un rezo y al momento se me pasa. No me gusta andar por ahí destilando enojo o hablando mal de alguien. Sé que hacer eso sería dañino.
—¿Es rencoroso?
—No. Gracias a Dios no soy de guardar rencores.
—¿Somatiza?
—A veces sí. Lo más frecuente es un dolor de cabeza. Yo me doy cuenta de que es a causa de alguna situación que me tensiona y altera. Afortunadamente, se me va con una aspirina.
—En algún momento se lo vio con sobrepeso.
—Sí, es verdad. Pero luego de una serie de análisis, se detectó dónde estaba el origen del problema y se lo solucionó.
—¿Cuál era esa causa?
—Según me explicaron los médicos, el problema radicaba en un desequilibrio entre el funcionamiento del páncreas y del hígado. El diagnóstico que me dieron es esteatosis hepática o hígado graso. Eso me generó un sobrepeso que, entre otras cosas, era nocivo para mi corazón. Diagnosticado el caso, el médico me prescribió una dieta que me permitió adelgazar y normalizar el funcionamiento del hígado. La verdad es que me siento mucho mejor.
—¿Cómo es la historia del médico chino que lo atendió?
—Fue en Buenos Aires, cuando era arzobispo. A causa de mis problemas de columna, yo padecía fuertes dolores de espalda. Me hablaron entonces de él, porque hacía acupuntura. Era un hombre muy agradable que, además, había sido campeón de taekwondo. Me atendía con él dos veces por semana. El tratamiento funcionó muy bien porque los dolores se aliviaron en su totalidad. Cuando fui electo papa, vino a saludarme y me propuso venir a atenderme aquí, cosa que no fue posible.
—¿Qué problema tiene en su columna?
—Tengo una estrechez del espacio intervertebral entre la cuarta y la quinta vértebra lumbar, y entre esta y el sacro. Le cuento una anécdota: durante el chequeo físico que me hicieron al asumir el papado, me realizaron radiografías de toda la columna vertebral, que el médico del Vaticano llevó a un especialista de mucho prestigio. Al verlas, dijo: “Esto es muy serio. El paciente necesita un tratamiento intensivo a base de kinesiología, rehabilitación postural y gimnasia. Entiendo que estamos hablando de una persona que se encuentra en silla de ruedas”. Quien le hizo la consulta no hizo ningún comentario y, cuando dio a conocer que se trataba de mí, el prestigioso especialista quiso venir a verme. Según me explicaron, los especialistas sacaron la conclusión de que, con el correr de los años, los músculos paravertebrales se fortalecieron de tal manera que contuvieron la columna y evitaron un aplastamiento total. El tratamiento a base de fisioterapia fue muy importante.
—¿Sigue haciendo fisioterapia?
—Sí. Eso es sagrado. Dos veces por mes me trata un fisioterapista de gran prestigio, quien además de ser un profesional de primer nivel, es una muy buena persona. Según me explicó, él trabaja sobre la duramadre (la meninge exterior que envuelve y protege el cerebro y la médula espinal) y lo que busca es elongar para que la columna se mantenga en su lugar.
—¿El tratamiento le dio buen resultado?
—Totalmente. Hace años que ya no sufro de dolores de la columna.
—A veces se lo ve con una leve cojera. ¿A qué se debe?
—Es un problema en uno de los pies. Padezco de pie plano. Es una afección que con los años se ha acentuado. Cuando me ven caminar como una gallina clueca es a causa de esa afección. Por eso uso zapatos con plantilla. En los años ochenta el doctor Okama, un especialista muy renombrado en Argentina, me quiso operar. Me hizo un estudio muy bueno y me dijo que había que proceder a la realización de una intervención quirúrgica para solucionar el problema. Naturalmente acepté la indicación del especialista. La operación se iba a hacer en el Sanatorio San Camilo. Entonces, concurrí un día para hacerme el chequeo prequirúrgico y luego ver al doctor Okama para fijar la fecha de la intervención. Había allí una monja italiana -ya mayor- que se ocupaba de organizar todos los preparativos para la operación. Una vez acabada su tarea, salió del consultorio del especialista y me aguardó en el pasillo. Cuando, unos minutos después, yo salí de la consulta con el traumatólogo, ella me abordó y me dijo: “No lo tome a mal. Le voy a dar un consejo de abuela: no se deje tocar los pies. Los pacientes quedan peor de lo que estaban antes de la operación”. La miré sorprendido e inmediatamente me acordé de otra monja que me había atendido en el hospital Sirio Libanés cuando tuve la afección pulmonar. Se llamaba Cornelia Carallo, una religiosa dominica que había sido profesora en Grecia y que, además, era enfermera. Uno de los procedimientos curativos era el de administrarme una combinación de penicilina y estreptomicina según las dosis indicadas por el médico. Cuando, luego de dar la indicación, el médico se retiraba, la hermana Cornelia se acercaba y le decía al enfermero: “No le administre la dosis que le indicó el doctor sino esta otra que es mejor”. Conclusión: nunca más volví a ver al doctor Okama y nunca me operé los pies.
—¿Quién es el médico que ahora está a cargo del cuidado de su salud?
—Hay un profesional designado. Su cargo es el de arquiatra pontificio. Se trata del doctor Fabrizio Soccorsi. Es uno de los hepatólogos más renombrados de Italia. Es un médico jubilado.
—¿Dónde lo atiende?
—Acá. Él viene, me hace la revisión y un extraccionista me toma las muestras de sangre para los análisis. Viene cuando se le llama, porque los médicos son muy buenos, pero hay que tenerlos lo más lejos posible.
—¿Les teme a los médicos?
—No. Pero lo mejor es que el médico esté en su casa y yo en la mía. ¡Ja, ja, ja! Es una broma, por supuesto. No soy filomedicinista. Cuando necesito sus servicios, lo llamo. Esto, al margen del chequeo exhaustivo que me hacen cada seis meses. A propósito del chequeo, le cuento otra anécdota: usted sabe que los análisis nunca van a mi nombre. Entonces, en uno de los primeros chequeos que me hicieron el jefe del laboratorio donde se llevan las muestras de sangre lo llamó al médico y le dijo: “Mire, los resultados de los análisis están todos dentro de los parámetros de la normalidad. Eso sí, preste más atención a la edad. Usted puso 78 años y los análisis corresponden a los de un hombre de unos 45”.
—¿Es un buen paciente?
—Sí, lo soy. Pero pongo límites. Luego de haber sido elegido papa, me hicieron una revisión detallada que incluyó análisis de todo tipo y una radiografía de pulmón. En la placa apareció una pequeña imagen sospechosa en el pulmón izquierdo, es decir, el sano. Los médicos decidieron que me debían hacer una resonancia nuclear magnética con contraste. Al comunicármelo, les dije que eso no sería posible debido a mi ya comentada alergia al yodo, que es la sustancia que se inyecta como contraste. Sorprendido ante la firmeza de mi negativa, el radiólogo le preguntó al médico del Vaticano: “Y ahora, ¿qué hacemos?”. El médico, entonces, respondió: “Mire, con el genio que tiene este papa, no le sorprenda que se levante y se vaya. Mejor no le hagamos nada por ahora”. Parece que les di la impresión de tener mal genio. ¡Ja, ja, ja!
—¿Se enoja con sus médicos?
—Nunca me enojo.
—¿Lo cansa su trabajo?
—Disfruto mi trabajo y a la noche llego molido. Como usted sabe, mi día es muy intenso.
—¿Le gusta viajar?
—¡Para nada! No me gusta viajar. Lo hago porque es una obligación que el papa debe cumplir. —Sin embargo, en los viajes se lo ve pleno y con una gran energía.
—Es que es algo que hay que hacer y, a pesar de no gustarme los viajes, los hago con alegría.
—¿Hace alguna actividad física?
—Ninguna. Soy una persona sedentaria.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.
—¿Extraña la Argentina?
—No, no la extraño. Viví allí 76 años. Lo que me aflige son sus problemas.
—Quienes lo conocimos como arzobispo de Buenos Aires lo recordamos con un rostro adusto y de preocupación muy diferente al que le hemos visto desde su ascenso al trono de Pedro. ¿Estuvo deprimido alguna vez?
—Deprimido, no. Triste, sí.
—¿Qué cosas o hechos le producen tristeza?
—Tristezas hay muchas a lo largo de la vida de una persona. Están aquellas que podríamos llamar naturales. Son las producidas, por ejemplo, por la muerte de los padres o de los seres queridos. Pero están las otras que, en mi caso, se produjeron por las difíciles circunstancias por las que debió atravesar la Argentina. Sentí -y siento- tristeza cuando un cura abandona los hábitos. La injusticia me produce tristeza e indignación. (Más: Video del papa y su arriesgado viaje a Irak este año).
—¿Y pudo manejar esas situaciones difíciles?
—No siempre. La verdad es que, a veces, ellas me manejaron a mí. El sufrimiento es una vivencia muy dura. Uno tiene que entender que es imposible superar ese dolor de un momento para el otro. Hay que comprender que reconocer y aceptar ese sufrimiento es lo que nos va a llevar a la cura. Eso lleva tiempo, y al tiempo no se le puede apurar.
—De no haber sido elegido papa, su vida sacerdotal se encaminaba hacia su fin. ¿Le producía esa circunstancia tristeza o depresión?
—Por el contrario. Esperaba mi retiro sacerdotal con alegría. Tanto es así que ya había reservado la que iba a ser mi habitación en el hogar sacerdotal del barrio de Flores (se trata del Hogar Sacerdotal Monseñor Mariano Espinosa, ubicado en la calle Álvarez Condarco 581, en la ciudad de Buenos Aires. La habitación reservada para el entonces cardenal Bergoglio era la número 13). Era una habitación simple y austera. Es sabido que a mí me gusta mucho confesar, de forma tal que ya me había preparado para ir a confesar a la basílica de San José de Flores. (Más: El papa Francisco y su más reciente decisión sobre las finanzas del Vaticano).
“Y así fue como me vine a Roma. Con mi retiro a la vista. No sabía que el destino tenía guardado para mí el hacer realidad la frase de Caminito (famoso tango): “Desde que se fue, nunca más volvió”…
—En aquel momento histórico, ¿lo dominó la ansiedad?
—Para nada. Durante todo el cónclave me embargó un sentimiento de absoluta paz. Ni sabía ni me imaginaba que iba a ser elegido. El mecanismo del cónclave es complejo. Siempre hay varios candidatos, por lo que la primera votación es muy dispersa. Así que la noche antes de mi elección dormí muy tranquilo. Me di cuenta de que algo raro estaba pasando después de la segunda votación de la mañana del miércoles 13. Durante el almuerzo vinieron a verme varios cardenales para consultarme sobre algunos temas. Yo había sido uno de los oradores en las horas previas a la votación. Ya en la segunda votación de la tarde la elección comenzó a definirse. Por suerte tenía al lado a mi amigo, el arzobispo emérito de São Paulo y también prefecto emérito de la Congregación del Clero, cardenal Claudio Hummes, quien, cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, me confortaba. Y así llegamos a la tercera votación de la tarde, que fue la definitiva. Los votos empezaron a subir sin parar y cuando llegaron a los dos tercios -y aún se seguían contando-, como es costumbre, los cardenales comenzaron a aplaudir festejando mi elección, Hummes me abrazó, me besó y me dijo: “No te olvides de los pobres”. Y esas palabras quedaron resonando en mi mente y en mi corazón. Entonces, mientras proseguía el escrutinio hasta completarlo pensé en las guerras y sus miserias. Y ahí me surgió el nombre de Francisco. San Francisco de Asís es el hombre de la paz que entró en mi corazón.
—Y una vez electo, ¿tuvo temores o ansiedad?
—No. —¿Duerme bien?
—Sí, profundamente, como un tronco.
—¿Necesita o alguna vez necesitó medicación para dormir?
—Por fortuna, nunca. Me acuesto todas las noches a las nueve. Leo una hora hasta las diez. A esa hora apago la luz y me quedo rápidamente dormido. Duermo de corrido hasta las 4 a. m. Tengo puesto el despertador, pero siempre me despierto tres minutos antes de que suene. Se ve que el reloj biológico me funciona muy bien.
—¿Tiene sueños? ¿Pesadillas?
—Sueños sí, a veces. Pesadillas, nunca. Cuando sueño, sueño con cosas lindas. Suelo recordar los sueños. En general son sueños vinculados con cosas lindas del pasado. Por suerte, no sueño con hechos o cosas que me torturen.
—¿Qué lo aflige o altera?
—El dolor humano. Me duele cuando leo las noticias que informan sobre los niños que mueren de hambre. Y me indigna cuando esas muertes se producen en países que poseen suficientes riquezas como para que nadie sufra hambre. Junto con el problema de la niñez, me afligen mucho los padecimientos de los ancianos y mucho más cuando son abandonados.
—¿Se enoja?
—Me enrabio. A veces me pregunto por qué pasan ciertas cosas que podrían ser evitadas y entonces me invade el enrabio, que es siempre pasajero. Cuando me sucede eso, o me lo callo o le dedico un rezo y al momento se me pasa. No me gusta andar por ahí destilando enojo o hablando mal de alguien. Sé que hacer eso sería dañino.
—¿Es rencoroso?
—No. Gracias a Dios no soy de guardar rencores.
—¿Somatiza?
—A veces sí. Lo más frecuente es un dolor de cabeza. Yo me doy cuenta de que es a causa de alguna situación que me tensiona y altera. Afortunadamente, se me va con una aspirina.
—En algún momento se lo vio con sobrepeso.
—Sí, es verdad. Pero luego de una serie de análisis, se detectó dónde estaba el origen del problema y se lo solucionó.
—¿Cuál era esa causa?
—Según me explicaron los médicos, el problema radicaba en un desequilibrio entre el funcionamiento del páncreas y del hígado. El diagnóstico que me dieron es esteatosis hepática o hígado graso. Eso me generó un sobrepeso que, entre otras cosas, era nocivo para mi corazón. Diagnosticado el caso, el médico me prescribió una dieta que me permitió adelgazar y normalizar el funcionamiento del hígado. La verdad es que me siento mucho mejor.
—¿Cómo es la historia del médico chino que lo atendió?
—Fue en Buenos Aires, cuando era arzobispo. A causa de mis problemas de columna, yo padecía fuertes dolores de espalda. Me hablaron entonces de él, porque hacía acupuntura. Era un hombre muy agradable que, además, había sido campeón de taekwondo. Me atendía con él dos veces por semana. El tratamiento funcionó muy bien porque los dolores se aliviaron en su totalidad. Cuando fui electo papa, vino a saludarme y me propuso venir a atenderme aquí, cosa que no fue posible.
—¿Qué problema tiene en su columna?
—Tengo una estrechez del espacio intervertebral entre la cuarta y la quinta vértebra lumbar, y entre esta y el sacro. Le cuento una anécdota: durante el chequeo físico que me hicieron al asumir el papado, me realizaron radiografías de toda la columna vertebral, que el médico del Vaticano llevó a un especialista de mucho prestigio. Al verlas, dijo: “Esto es muy serio. El paciente necesita un tratamiento intensivo a base de kinesiología, rehabilitación postural y gimnasia. Entiendo que estamos hablando de una persona que se encuentra en silla de ruedas”. Quien le hizo la consulta no hizo ningún comentario y, cuando dio a conocer que se trataba de mí, el prestigioso especialista quiso venir a verme. Según me explicaron, los especialistas sacaron la conclusión de que, con el correr de los años, los músculos paravertebrales se fortalecieron de tal manera que contuvieron la columna y evitaron un aplastamiento total. El tratamiento a base de fisioterapia fue muy importante.
—¿Sigue haciendo fisioterapia?
—Sí. Eso es sagrado. Dos veces por mes me trata un fisioterapista de gran prestigio, quien además de ser un profesional de primer nivel, es una muy buena persona. Según me explicó, él trabaja sobre la duramadre (la meninge exterior que envuelve y protege el cerebro y la médula espinal) y lo que busca es elongar para que la columna se mantenga en su lugar.
—¿El tratamiento le dio buen resultado?
—Totalmente. Hace años que ya no sufro de dolores de la columna.
—A veces se lo ve con una leve cojera. ¿A qué se debe?
—Es un problema en uno de los pies. Padezco de pie plano. Es una afección que con los años se ha acentuado. Cuando me ven caminar como una gallina clueca es a causa de esa afección. Por eso uso zapatos con plantilla. En los años ochenta el doctor Okama, un especialista muy renombrado en Argentina, me quiso operar. Me hizo un estudio muy bueno y me dijo que había que proceder a la realización de una intervención quirúrgica para solucionar el problema. Naturalmente acepté la indicación del especialista. La operación se iba a hacer en el Sanatorio San Camilo. Entonces, concurrí un día para hacerme el chequeo prequirúrgico y luego ver al doctor Okama para fijar la fecha de la intervención. Había allí una monja italiana -ya mayor- que se ocupaba de organizar todos los preparativos para la operación. Una vez acabada su tarea, salió del consultorio del especialista y me aguardó en el pasillo. Cuando, unos minutos después, yo salí de la consulta con el traumatólogo, ella me abordó y me dijo: “No lo tome a mal. Le voy a dar un consejo de abuela: no se deje tocar los pies. Los pacientes quedan peor de lo que estaban antes de la operación”. La miré sorprendido e inmediatamente me acordé de otra monja que me había atendido en el hospital Sirio Libanés cuando tuve la afección pulmonar. Se llamaba Cornelia Carallo, una religiosa dominica que había sido profesora en Grecia y que, además, era enfermera. Uno de los procedimientos curativos era el de administrarme una combinación de penicilina y estreptomicina según las dosis indicadas por el médico. Cuando, luego de dar la indicación, el médico se retiraba, la hermana Cornelia se acercaba y le decía al enfermero: “No le administre la dosis que le indicó el doctor sino esta otra que es mejor”. Conclusión: nunca más volví a ver al doctor Okama y nunca me operé los pies.
—¿Quién es el médico que ahora está a cargo del cuidado de su salud?
—Hay un profesional designado. Su cargo es el de arquiatra pontificio. Se trata del doctor Fabrizio Soccorsi. Es uno de los hepatólogos más renombrados de Italia. Es un médico jubilado.
—¿Dónde lo atiende?
—Acá. Él viene, me hace la revisión y un extraccionista me toma las muestras de sangre para los análisis. Viene cuando se le llama, porque los médicos son muy buenos, pero hay que tenerlos lo más lejos posible.
—¿Les teme a los médicos?
—No. Pero lo mejor es que el médico esté en su casa y yo en la mía. ¡Ja, ja, ja! Es una broma, por supuesto. No soy filomedicinista. Cuando necesito sus servicios, lo llamo. Esto, al margen del chequeo exhaustivo que me hacen cada seis meses. A propósito del chequeo, le cuento otra anécdota: usted sabe que los análisis nunca van a mi nombre. Entonces, en uno de los primeros chequeos que me hicieron el jefe del laboratorio donde se llevan las muestras de sangre lo llamó al médico y le dijo: “Mire, los resultados de los análisis están todos dentro de los parámetros de la normalidad. Eso sí, preste más atención a la edad. Usted puso 78 años y los análisis corresponden a los de un hombre de unos 45”.
—¿Es un buen paciente?
—Sí, lo soy. Pero pongo límites. Luego de haber sido elegido papa, me hicieron una revisión detallada que incluyó análisis de todo tipo y una radiografía de pulmón. En la placa apareció una pequeña imagen sospechosa en el pulmón izquierdo, es decir, el sano. Los médicos decidieron que me debían hacer una resonancia nuclear magnética con contraste. Al comunicármelo, les dije que eso no sería posible debido a mi ya comentada alergia al yodo, que es la sustancia que se inyecta como contraste. Sorprendido ante la firmeza de mi negativa, el radiólogo le preguntó al médico del Vaticano: “Y ahora, ¿qué hacemos?”. El médico, entonces, respondió: “Mire, con el genio que tiene este papa, no le sorprenda que se levante y se vaya. Mejor no le hagamos nada por ahora”. Parece que les di la impresión de tener mal genio. ¡Ja, ja, ja!
—¿Se enoja con sus médicos?
—Nunca me enojo.
—¿Lo cansa su trabajo?
—Disfruto mi trabajo y a la noche llego molido. Como usted sabe, mi día es muy intenso.
—¿Le gusta viajar?
—¡Para nada! No me gusta viajar. Lo hago porque es una obligación que el papa debe cumplir. —Sin embargo, en los viajes se lo ve pleno y con una gran energía.
—Es que es algo que hay que hacer y, a pesar de no gustarme los viajes, los hago con alegría.
—¿Hace alguna actividad física?
—Ninguna. Soy una persona sedentaria.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.