Estados Unidos en Afganistán, un final inevitable
¿A qué se fue a ese país? Ya no importa. Desde hace tiempo para Washington D. C. lo importante era retirarse, no lograr algo.
Miguel Benito Lázaro
Los talibanes han tomado el control de Kabul. Esta frase valía en 1996 y vuelve a valer ahora. Han pasado 25 años y muchas cosas. Escribo delante de varias pantallas, que me lanzan imágenes de Afganistán. De hace más de 30 años. De hace más de una década. De ahora mismo. Las imágenes se mezclan entre ellas y con algunos recuerdos.
Recuerdos de hace un cuarto de siglo
Hacia el final de la década de los noventa, los pocos que hablaban de estas cosas, que aún eran pocos, se preguntaban quiénes eran los talibanes. Aún no se había publicado el libro de Ahmed Rashid, que ha sido una referencia inevitable desde 2001, y, en ausencia de un mejor conocimiento, se decía que eran extremistas, islamistas radicales y gentes que lucharon contra los soviéticos poco tiempo antes. La palabra yihadismo empezó a hacerse importante.
¿Ya está enterado de las últimas noticias en el mundo? Lo invitamos a ver las últimas noticias internacionales en El Espectador.
Algunos se preguntaban qué debía hacer la comunidad internacional con un régimen que no trataba a las mujeres como seres humanos plenos. Las respuestas eran condescendientes. No había que preocuparse por ese vestigio arcaico en el tiempo de la extrema modernidad. Los afganos verían en sus televisores las imágenes de la prosperidad universal del nuevo mundo y, sin más, se sumarían a la globalización. Era inevitable.
Los años noventa del siglo XX se enjaularon en La trampa del optimismo, de la que habla Ramón González Ferriz en un reciente libro. Los optimistas creyeron que la comunidad internacional era y podía. Y su trampa fue pensar en la inevitabilidad; si algo iba a pasar, ¿por qué preocuparse en hacerlo pasar?
Pero el colapso talibán, aunque en teoría inevitable, no llegó. Y la comunidad internacional observó con consternación la destrucción de los Budas gigantes de Bamiyán, casi causando más protestas que las violaciones diarias de los derechos humanos, especialmente crueles con las afganas.
El feminismo no era entonces lo que es hoy, aunque resulta paradójico encontrar entre algunos de actuales adalides, casi promotores de una suerte de “intervencionismo feminista” contra el regreso de los talibanes, a gentes que hace años pensaban Afganistán como la molesta piedra en el zapato del capitalismo y de la homogeneización cultural globalizadora. Una anécdota. Salvo si eras afgano, claro. ¿O no?
Recuerdos del 11/S y de una guerra justa contra el yihadismo
Pues no. Los recuerdos se hacen más claros al llegar a 2001, porque muchos tenemos en la cabeza esta pregunta: ¿Dónde estabas tú cuando las Torres Gemelas se desplomaron?
Le puede interesar: ¿Podría Colombia recibir a 4.000 refugiados de Afganistán?
La globalización había llegado a los talibanes, pero no los había desmovilizado. Habían acogido a Osama Bin Laden, el líder de Al-Qaeda. La globalización para el régimen talibán fue apoyar a una red terrorista, con el resultado de que lo que se planificaba en Kabul se creaban escombros en Nueva York. El mundo interconectado e interdependiente no empujaba a Afganistán al progreso, más bien Afganistán funcionaba como un agujero negro de la modernidad global.
El Consejo de Seguridad de la ONU autorizó la intervención militar. Estados Unidos contaba con una coalición inacabable de aliados. El mundo entero contra los talibanes y Al Qaeda. La victoria era inevitable. Aunque a algunos les vinieron a la cabeza las historias de las catástrofes imperiales británica y de la derrota soviética en la llamada tumba de los imperios, otros soñaron que la invasión encendería una yihad global contra Occidente.
No hubo yihad global. Ni hubo un gran fiasco militar de la OTAN y Estados Unidos. Los talibanes y sus aliados de Al Qaeda quedaron arrinconados en los confines del país. Pero el presidente Bush olvidó el 11/S. De nuevo, por la ilusión de lo inevitable. Era cuestión de tiempo que los talibanes y Al Qaeda desapareciesen y que Bin Laden fuera capturado o abatido. Era el momento americano. Era el momento de rehacer Oriente Medio. Los recursos militares y económicos fluyeron desde Afganistán hacia Irak. La unanimidad en apoyo de Estados Unidos se evaporó. Aquel nuevo frente en la guerra contra el terrorismo empezó con la derrota en la ONU. Afganistán desapareció de nuestra mirada. Y volvió a ser ese oscuro rincón donde lo que se ha creído inevitable nunca pasa.
Recuerdos de guerras en Washington D.C. y una foto
Recuerdo de carteles electorales. Barack Obama era el hombre del momento. Candidato que hablaba de dos guerras: una buena, la que se libraba en Afganistán y que no iba bien, y otra mala, la de Irak, que, tras el envío de más tropas, parecía estabilizarse.
Obama dejó de ser candidato y fue presidente, y Joe Biden su vicepresidente. Y en la Casa Blanca empezó a parecerles que la de Afganistán tal vez fuese la guerra buena, pero era tan costosa e impopular como la mala. Solicitaron planes de reducción gradual de la presencia militar estadounidense y de retirada. Abandonar la contrainsurgencia y centrarse en el contraterrorismo.
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Obama quería una guerra distinta, pero se encontró con la resistencia en casa. Para hacer la guerra que Obama quería, primero debía ganar la batalla de Washington D.C., y doblegar al Pentágono, cuyos máximos responsables creían que la estabilización de Afganistán pasaba por enviar más soldados y más dinero durante más tiempo.
Las guerras de Obama, como el título del libro de Bob Woodward, eran las que tenía que librar ante un grupo de veteranos en política exterior que desconfiaba de la determinación del nuevo e inexperto presidente. Obama acabó ganando la pelea en Washington D.C. con un arma inesperada: la revista Rolling Stone, en la que se publicó un reportaje, General a la fuga, instrumento muy útil para ir prescindiendo de todos aquellos que le hicieron parecer ante la prensa como un líder débil. Victoria a base de destituciones y renuncias.
Y Obama pudo rehacer la política afgana y obtener lo que buscaba: una fecha de retirada. Antes habría que enviar más tropas, que bajo el mando de David Petraeus tendrían un par de años para mejorar las condiciones de seguridad del país. Al mismo tiempo que se aumentaban las operaciones con drones y con grupos de operaciones especiales, una de esas operaciones dio muerte a Bin Laden en Pakistán.
Y pareció que la política afgana de la Casa Blanca podía funcionar. A pesar del presidente Karzai y aceptando cierto equilibrio inestable con los talibanes. En los meses siguientes a la muerte de Bin Laden, Robert Gates reconoció que se habían establecido conversaciones con los talibanes para diseñar un proceso de reconciliación afgana. La salida estadounidense de Afganistán pasaba de ser un deseo a un proyecto, que requería a los talibanes como interlocutores.
El mundo giró. Y Obama nunca pudo concluir la retirada, aunque sí pudo declarar el fin de la guerra en 2014. Trump heredó de Obama algo que no era una guerra y un proceso negociador con los talibanes. Y, por extraño que parezca, siguió con el plan. De nuevo, como Obama, el establishment militar discrepaba con el Despacho Oval y planteaba que una nueva revisión de la estrategia para Afganistán. Pero Trump quería dejar Oriente Medio, así que, de nuevo, como Obama, procedió a despedir a un consejero de Seguridad Nacional tras otro, y encargó al secretario de Estado, Mike Pompeo, que avanzase la negociación con los talibanes.
No escarmentado con el fiasco de la cumbre de 2018 con Kim Jong-un, el gran aporte de Trump fue una foto, la de Mike Pompeo en Doha iniciando conversaciones de paz con los talibanes en 2020. La administración Trump había sido diligente en la ejecución del plan heredado, aunque abandonando el proceso de reconciliación nacional para convertirlo en una entrega del poder a los talibanes. ¿A estas alturas le quedaba alguna autoridad del gobierno afgano?
Recuerdos de hoy
Y el presidente Biden ha concluido con la presencia estadounidense en Afganistán. En el fondo, ejecuta el plan por el que abogó cuando fue vicepresidente. ¿A qué se fue a Afganistán? Ya no importa. Desde hace tiempo para Washington D. C. lo importante era retirarse, no lograr algo. El proyecto de Estado afgano ha desaparecido. Sus instituciones, incluidas las fuerzas armadas, se han venido abajo. Los talibanes se encuentran de vuelta en Kabul antes de lo previsto. De paso reciben el equipamiento que Estados Unidos entregó al nuevo ejército afgano. No ha habido grandes derrotas, pero la aventura afgana es una gran derrota. Por cierto, Al Qaeda sigue existiendo.
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En una de las pantallas que hay frente a mí, una periodista pregunta a un grupo de talibanes si su próximo gobierno garantizará los derechos democráticos de todos los afganos y un trato igualitario para las mujeres. Empiezan a reírse. Tengo la sensación de que el futuro se parece mucho al pasado. Me parece inevitable. Y lo siento.
* Historiador – Internacionalista / @mbenlaz
Los talibanes han tomado el control de Kabul. Esta frase valía en 1996 y vuelve a valer ahora. Han pasado 25 años y muchas cosas. Escribo delante de varias pantallas, que me lanzan imágenes de Afganistán. De hace más de 30 años. De hace más de una década. De ahora mismo. Las imágenes se mezclan entre ellas y con algunos recuerdos.
Recuerdos de hace un cuarto de siglo
Hacia el final de la década de los noventa, los pocos que hablaban de estas cosas, que aún eran pocos, se preguntaban quiénes eran los talibanes. Aún no se había publicado el libro de Ahmed Rashid, que ha sido una referencia inevitable desde 2001, y, en ausencia de un mejor conocimiento, se decía que eran extremistas, islamistas radicales y gentes que lucharon contra los soviéticos poco tiempo antes. La palabra yihadismo empezó a hacerse importante.
¿Ya está enterado de las últimas noticias en el mundo? Lo invitamos a ver las últimas noticias internacionales en El Espectador.
Algunos se preguntaban qué debía hacer la comunidad internacional con un régimen que no trataba a las mujeres como seres humanos plenos. Las respuestas eran condescendientes. No había que preocuparse por ese vestigio arcaico en el tiempo de la extrema modernidad. Los afganos verían en sus televisores las imágenes de la prosperidad universal del nuevo mundo y, sin más, se sumarían a la globalización. Era inevitable.
Los años noventa del siglo XX se enjaularon en La trampa del optimismo, de la que habla Ramón González Ferriz en un reciente libro. Los optimistas creyeron que la comunidad internacional era y podía. Y su trampa fue pensar en la inevitabilidad; si algo iba a pasar, ¿por qué preocuparse en hacerlo pasar?
Pero el colapso talibán, aunque en teoría inevitable, no llegó. Y la comunidad internacional observó con consternación la destrucción de los Budas gigantes de Bamiyán, casi causando más protestas que las violaciones diarias de los derechos humanos, especialmente crueles con las afganas.
El feminismo no era entonces lo que es hoy, aunque resulta paradójico encontrar entre algunos de actuales adalides, casi promotores de una suerte de “intervencionismo feminista” contra el regreso de los talibanes, a gentes que hace años pensaban Afganistán como la molesta piedra en el zapato del capitalismo y de la homogeneización cultural globalizadora. Una anécdota. Salvo si eras afgano, claro. ¿O no?
Recuerdos del 11/S y de una guerra justa contra el yihadismo
Pues no. Los recuerdos se hacen más claros al llegar a 2001, porque muchos tenemos en la cabeza esta pregunta: ¿Dónde estabas tú cuando las Torres Gemelas se desplomaron?
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La globalización había llegado a los talibanes, pero no los había desmovilizado. Habían acogido a Osama Bin Laden, el líder de Al-Qaeda. La globalización para el régimen talibán fue apoyar a una red terrorista, con el resultado de que lo que se planificaba en Kabul se creaban escombros en Nueva York. El mundo interconectado e interdependiente no empujaba a Afganistán al progreso, más bien Afganistán funcionaba como un agujero negro de la modernidad global.
El Consejo de Seguridad de la ONU autorizó la intervención militar. Estados Unidos contaba con una coalición inacabable de aliados. El mundo entero contra los talibanes y Al Qaeda. La victoria era inevitable. Aunque a algunos les vinieron a la cabeza las historias de las catástrofes imperiales británica y de la derrota soviética en la llamada tumba de los imperios, otros soñaron que la invasión encendería una yihad global contra Occidente.
No hubo yihad global. Ni hubo un gran fiasco militar de la OTAN y Estados Unidos. Los talibanes y sus aliados de Al Qaeda quedaron arrinconados en los confines del país. Pero el presidente Bush olvidó el 11/S. De nuevo, por la ilusión de lo inevitable. Era cuestión de tiempo que los talibanes y Al Qaeda desapareciesen y que Bin Laden fuera capturado o abatido. Era el momento americano. Era el momento de rehacer Oriente Medio. Los recursos militares y económicos fluyeron desde Afganistán hacia Irak. La unanimidad en apoyo de Estados Unidos se evaporó. Aquel nuevo frente en la guerra contra el terrorismo empezó con la derrota en la ONU. Afganistán desapareció de nuestra mirada. Y volvió a ser ese oscuro rincón donde lo que se ha creído inevitable nunca pasa.
Recuerdos de guerras en Washington D.C. y una foto
Recuerdo de carteles electorales. Barack Obama era el hombre del momento. Candidato que hablaba de dos guerras: una buena, la que se libraba en Afganistán y que no iba bien, y otra mala, la de Irak, que, tras el envío de más tropas, parecía estabilizarse.
Obama dejó de ser candidato y fue presidente, y Joe Biden su vicepresidente. Y en la Casa Blanca empezó a parecerles que la de Afganistán tal vez fuese la guerra buena, pero era tan costosa e impopular como la mala. Solicitaron planes de reducción gradual de la presencia militar estadounidense y de retirada. Abandonar la contrainsurgencia y centrarse en el contraterrorismo.
Le puede interesar: Expresidente de Afganistán habría huido con US$169 millones y cuatro vehículos
Obama quería una guerra distinta, pero se encontró con la resistencia en casa. Para hacer la guerra que Obama quería, primero debía ganar la batalla de Washington D.C., y doblegar al Pentágono, cuyos máximos responsables creían que la estabilización de Afganistán pasaba por enviar más soldados y más dinero durante más tiempo.
Las guerras de Obama, como el título del libro de Bob Woodward, eran las que tenía que librar ante un grupo de veteranos en política exterior que desconfiaba de la determinación del nuevo e inexperto presidente. Obama acabó ganando la pelea en Washington D.C. con un arma inesperada: la revista Rolling Stone, en la que se publicó un reportaje, General a la fuga, instrumento muy útil para ir prescindiendo de todos aquellos que le hicieron parecer ante la prensa como un líder débil. Victoria a base de destituciones y renuncias.
Y Obama pudo rehacer la política afgana y obtener lo que buscaba: una fecha de retirada. Antes habría que enviar más tropas, que bajo el mando de David Petraeus tendrían un par de años para mejorar las condiciones de seguridad del país. Al mismo tiempo que se aumentaban las operaciones con drones y con grupos de operaciones especiales, una de esas operaciones dio muerte a Bin Laden en Pakistán.
Y pareció que la política afgana de la Casa Blanca podía funcionar. A pesar del presidente Karzai y aceptando cierto equilibrio inestable con los talibanes. En los meses siguientes a la muerte de Bin Laden, Robert Gates reconoció que se habían establecido conversaciones con los talibanes para diseñar un proceso de reconciliación afgana. La salida estadounidense de Afganistán pasaba de ser un deseo a un proyecto, que requería a los talibanes como interlocutores.
El mundo giró. Y Obama nunca pudo concluir la retirada, aunque sí pudo declarar el fin de la guerra en 2014. Trump heredó de Obama algo que no era una guerra y un proceso negociador con los talibanes. Y, por extraño que parezca, siguió con el plan. De nuevo, como Obama, el establishment militar discrepaba con el Despacho Oval y planteaba que una nueva revisión de la estrategia para Afganistán. Pero Trump quería dejar Oriente Medio, así que, de nuevo, como Obama, procedió a despedir a un consejero de Seguridad Nacional tras otro, y encargó al secretario de Estado, Mike Pompeo, que avanzase la negociación con los talibanes.
No escarmentado con el fiasco de la cumbre de 2018 con Kim Jong-un, el gran aporte de Trump fue una foto, la de Mike Pompeo en Doha iniciando conversaciones de paz con los talibanes en 2020. La administración Trump había sido diligente en la ejecución del plan heredado, aunque abandonando el proceso de reconciliación nacional para convertirlo en una entrega del poder a los talibanes. ¿A estas alturas le quedaba alguna autoridad del gobierno afgano?
Recuerdos de hoy
Y el presidente Biden ha concluido con la presencia estadounidense en Afganistán. En el fondo, ejecuta el plan por el que abogó cuando fue vicepresidente. ¿A qué se fue a Afganistán? Ya no importa. Desde hace tiempo para Washington D. C. lo importante era retirarse, no lograr algo. El proyecto de Estado afgano ha desaparecido. Sus instituciones, incluidas las fuerzas armadas, se han venido abajo. Los talibanes se encuentran de vuelta en Kabul antes de lo previsto. De paso reciben el equipamiento que Estados Unidos entregó al nuevo ejército afgano. No ha habido grandes derrotas, pero la aventura afgana es una gran derrota. Por cierto, Al Qaeda sigue existiendo.
Le puede interesar: El exvicepresidente que no huyó y resiste a los talibanes
En una de las pantallas que hay frente a mí, una periodista pregunta a un grupo de talibanes si su próximo gobierno garantizará los derechos democráticos de todos los afganos y un trato igualitario para las mujeres. Empiezan a reírse. Tengo la sensación de que el futuro se parece mucho al pasado. Me parece inevitable. Y lo siento.
* Historiador – Internacionalista / @mbenlaz