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Golpe de estado y hegemonía militar en Birmania

El lunes el país fue blanco de un nuevo golpe de Estado, el tercero en su historia. Esta es la cadena de hechos que desembocaron en la toma militar que derrocó el gobierno de facto de Daw Aung San Suu Kyi y que hoy tiene al país sumido en una delicada situación. Relato para comprender qué es lo que está pasando en Birmania.

Lou Hippolyte / Desde Rangún, Birmania
05 de febrero de 2021 - 06:15 p. m.
Los ciudadanos de Birmania están decididos a protestar por el golpe de  Estado que el lunes derrocó al gobierno civil.
Los ciudadanos de Birmania están decididos a protestar por el golpe de Estado que el lunes derrocó al gobierno civil.
Foto: Agencia AFP
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País tradicionalmente dirigido por hombres, no pocas son las ocasiones en que Myanmar se ha hecho nombrar gracias a sus remarcables mujeres. Como comedia y como tragedia, hoy el hecho se repite con dos de ellas. Sayama Khing Hnin Way, apreciada profesora de fitness y figura de una muy popular emisión de sesiones aeróbicas matutinas en Facebook, se volvió célebre por transmitir, en directo, el retorno de los militares a la dirección del gobierno. Daw Aung San Suu Kyi, nobel de Paz, campeona de la no-violencia y jefe de facto del gobierno civil depuesto, regresa a prisión por orden de la Tatmadaw, literalmente “fuerzas armadas”. Dos retratos que delinean de hecho el devenir político birmano.

Cerca de las 6:15 del lunes 1º de febrero de 2021 en la capital Naypidaw, un convoy del Ejército tomaba posiciones dentro del enorme edificio de la Pyidaungsu Hluttaw o “Asamblea de la Unión”. Las comunicaciones telefónicas fueron cortadas por al menos 24 horas y sólo dos empresas lograban seguir proveyendo los servicios de internet. Al tiempo, eran sometidos bajo arresto el Presidente U Win Myint, Daw Aung San Suu Kyi, todos los ministros de gobierno y los gobernadores estaduales y regionales. Horas después se anuncia la declaratoria del “estado de emergencia” por el término de un año (una prerrogativa de la Tatmadaw prevista como tal por la Constitución de 2008) permitiendo así a su comandante, el general Min Aung Hlaing, concentrar los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. En los días siguientes más medidas restrictivas se irían aplicando: Facebook, el principal medio de comunicación e información en Myanmar, y otras redes sociales menores serían suspendidas.

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El 4 de febrero, la Asociación de Ayuda a los Presos Políticos emitió un comunicado indicando el arresto de 147 personas más, entre ellas 133 parlamentarios y 14 activistas. En la noche del 4 de febrero, el vocero del NLD, U Win Htein, fue acusado de “sedición”. Y si las manifestaciones no han sido prohibidas hasta la fecha, activistas y parlamentarios temen una reacción extremadamente violenta de parte de la policía frente a cualquier concentración masiva de opositores.

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Elegido en el escrutinio del 8 de noviembre de 2020, el nuevo parlamento debía posesionarse el mismo día del golpe para nombrar al gobierno y definir su agenda legislativa. La victoria obtenida por la Liga nacional por la Democracia (NLD) era incontestable. De 664 escaños, 498 son directamente elegibles por voto universal. Los otros 166 miembros son designados por el comandante de la Tatmadaw. Logrando una mayoría impresionante de 396 parlamentarios (258 para la cámara de representantes y 138 para la cámara de las naciones) el partido de Suu Kyi se imponía claramente como una fuerza capaz de orientar el rumbo de la transición democrática iniciada en 2010. Este no es un dato menor. El 7 de noviembre de 2010 se realizaron las primeras elecciones libres desde 1990.

A pesar de todo el escepticismo provocado por una dictadura acostumbrada a borrar con la bayoneta lo que escribía con la mano, en 2011 el proceso ya daba sus primeros resultados: la disolución de la junta, la liberación de Aung San Suu Kyi, la legalización del NLD, la legalización de los sindicatos y la concesión del derecho de huelga y de manifestación pública, la libertad de prensa, fueron de entre las primera medidas adoptadas. Entre octubre de 2011 y enero de 2012, dos leyes de amnistía concedieron la liberación de más de 500 prisioneros políticos. También se iniciaron negociaciones de paz con las rebeliones étnicas activas en las zonas fronterizas, incluidos los grandes grupos karen y shan. Se trató, sin embargo, al menos hasta 2015, de una transición sometida a la hegemonía castrense.

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En efecto, según la Constitución de 2008 la Tatmadaw controla de jure las funciones militares, de seguridad interior y de asuntos fronterizos (que en la práctica son también asuntos étnicos). Además, conserva la facultad exorbitante de decretar el estado de excepción en cualquier momento y sin control civil alguno y la posibilidad de nombrar directamente al 25% del parlamento. Sumado a lo anterior, la casta militar es también la clase económicamente dominante. Durante el proceso de “liberalización” de la economía iniciado en 1980, los generales se “rifaron” los bienes públicos, constituyeron monopolios, desplazaron poblaciones e instalaron cultivos o explotaciones mineras, en zonas hoy en guerra, para su propio beneficio. Además, acapararon los sectores de importaciones, bancario, de producción de bienes de consumo, de telecomunicaciones y de turismo. Lo mismo puede decirse del sistema judicial, largamente tributario del ejército.

A pesar de la aplastante victoria del NLD en las elecciones parlamentarias de 2015, confirmada en las de noviembre pasado, el generalato birmano, autoproclamado “conductor del país sobre el camino del desarrollo” y “garante de la unidad”, seguía marcando los ritmos de la transición. En resumen, la Constitución terminó generando una tensión entre dos cuerpos institucionales que debían negociar cada paso de la transición. Por un lado, el poder civil cuyas funciones abarcan todo lo que no incluya defensa y orden público y, por el otro, el poder militar, contando siempre con la ventaja de esa espada de Damocles que es el estado de emergencia.

Ahora bien, los dos procesos electorales posteriores a la disolución de la junta militar, en 2011, han permitido inclinar la balanza a favor del NLD gracias a sus espectaculares resultados, poniendo en perspectiva la posibilidad de una reforma constitucional, bien que constantemente bloqueada por la Tatmadaw y sus aliados, ampliamente reclamada por muchos sectores de la sociedad civil. Lo que se jugaba en esta nueva legislatura era entonces la posibilidad de someter al poder castrense bajo el control de las instituciones civiles. Pero también se jugaban dos puntos álgidos de la tensión: la independencia de la justicia y la “autonomización” de las regiones con mayorías étnicas diferentes a la etnia mayoritaria “bamar”.

Con el golpe de Estado (justificado en la supuesta ocurrencia de un fraude electoral en las elecciones de noviembre) se abre la posibilidad para los militares de disolver a fuego lento todas las fuerzas favorables a la reforma, pero también de reajustar la transición a su esfuerzo por afirmarse como institución política, social y económicamente hegemónica. De ello ya tenemos un indicio: sin que una sola prueba de fraude haya sido publicada, ya sendos procesos “judiciales” se asoman contra Suu Kyi, Win Myint y otros dirigentes del NLD por asuntos en nada relacionados al proceso electoral.

La Tatmadaw es reconocida en Myanmar sobre todo por su incompetencia en temas de gobierno, la corrupción que la envuelve y la violencia con que gestiona las diferencias políticas y los problemas étnicos. Tres prácticas permiten caracterizar a los gobiernos de las juntas militares birmanas, al menos desde 1962: la primera es la corrupción, sistematizada a través de la modernización de una antigua institución, la “donación”, exigiendo de los ciudadanos la obligación de conceder “regalos” a funcionarios y magistrados si quieren aspirar a una respuesta positiva a cualquier tipo de solicitud.

La Segunda es la incompetencia en materia económica: monopolios estatales manejados por ciertos generales y en beneficio de sus familias, servicios públicos abandonados a su suerte, un comercio exterior dedicado mayormente a la compra de armamento, una política monetaria errática y a veces decidida por astrólogos, hicieron de Myanmar el país más pobre de la región. La tercera, el ejercicio continuado y sin excepción de la represión, al menos hasta 2011, contra toda manifestación de descontento, llegando a niveles de violencia tan altos que pusieron al país como uno de los más grandes violadores de derechos humanos. El genocidio contra los Rohingyas no es un caso aislado pues es propio de la Tatmadaw la táctica del exterminio de civiles.

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El régimen militar acelera sus ritmos para consolidarse, tanto a nivel nacional como internacional. Su posición geográfica hace del país una región eventualmente “tapón”, eventualmente “pasaje”. Encastrado entre dos potencias regionales y relativamente aislado de Europa y Estados Unidos luego de 30 años de embargos, bloqueos e incomprensiones, Myanmar ocupan hoy un lugar neurálgico en la construcción de la hegemonía china en razón de su acceso al océano índico y de su importancia para la nueva “ruta de la seda”. Por ello el posicionamiento de Pekín en el Consejo de Seguridad de la ONU: calificándolo como una “reorganización ministerial”, el gigante asiático se asume como contrapeso internacional frente a la tesis del “golpe” y como garante de la nueva hegemonía castrense.

A nivel interno, excepción hecha del parlamento y del poder judicial, todas las otras instituciones de la transición han sido mantenidas. Empero, si en la superficie se muestra la posibilidad de un pronto restablecimiento de la democracia a partir de la convocación de nuevas elecciones para 2022, en realidad lo que se cocina es la eliminación del paralelismo institucional por medio de la imposición de una fuerza política leal al dominio militar. Frente a este escenario, sin embargo, la resistencia civil y pacífica crece.

Al tiempo que el General Hlaing anunciaba los propósitos del estado de emergencia, los trabajadores de la salud de 70 instituciones públicas de todo el país declaraban la huelga contra la dictadura y convocaban a todos los birmanos a rechazar el golpe. A los médicos se han sumado profesores y estudiantes. Después del 3 de febrero a las 20 horas de cada noche, con fondo de canciones evocando la insurrección de 1988, se escuchan las cacerolas retumbar a lo largo de las principales ciudades. Bajo la superficie calma de una sociedad budista asaz paciente y conservadora, se revela el deseo inquieto de la generación forjada en el repudio a la dictadura.

Por Lou Hippolyte / Desde Rangún, Birmania

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