Israel y Palestina: ¿un conflicto insoluble?
El origen histórico del conflicto, el marco normativo internacional que gobierna las hostilidades entre Israel y Palestina, y el tratamiento posible y deseable que podría tener esta guerra son claves para entender la situación actual. Análisis.
Hernando Valencia Villa*
El nuevo capítulo del conflicto entre Israel y Palestina, desencadenado hace menos de dos semanas por el brutal ataque de la guerrilla de Hamás y por la desproporcionada defensa del ejército israelí, ha generado una crisis humanitaria de carácter catastrófico que agrava aún más, si cabe, la precaria condición de los civiles palestinos hacinados en la Franja de Gaza e incrementa la inestabilidad política del Medio Oriente y de la comunidad internacional en su conjunto.
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El nuevo capítulo del conflicto entre Israel y Palestina, desencadenado hace menos de dos semanas por el brutal ataque de la guerrilla de Hamás y por la desproporcionada defensa del ejército israelí, ha generado una crisis humanitaria de carácter catastrófico que agrava aún más, si cabe, la precaria condición de los civiles palestinos hacinados en la Franja de Gaza e incrementa la inestabilidad política del Medio Oriente y de la comunidad internacional en su conjunto.
Puesto que los hechos mismos constitutivos del conflicto son bien conocidos de todos nosotros por la amplia cobertura de la prensa, de la televisión y de Internet, quizá valga la pena plantear de manera sumaria tres aspectos menos socorridos del contencioso, que pueden resultar claves en la comprensión de la situación. Son ellos el origen histórico del conflicto en su versión contemporánea, el marco normativo internacional que gobierna las hostilidades entre Israel y Palestina, y el tratamiento posible y deseable que podría tener esta guerra que parece insoluble.
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Por una doble y trágica paradoja de la historia, el empeño del sionismo en crear un hogar nacional para el pueblo judío sólo pudo cumplirse a resultas del Holocausto o genocidio de los judíos europeos por la dictadura hitleriana durante la segunda guerra mundial y de tal modo que el establecimiento del Estado de Israel se produjo en 1948 al precio de desarraigar al pueblo palestino del que también era su territorio ancestral desde hacía más de dos mil años. Este terrible acontecimiento, que los palestinos llaman desde entonces con la expresión árabe Naqba, que quiere decir “la catástrofe”, fue propiciado por las Naciones Unidas y por las potencias de la época mediante la conversión del antiguo protectorado británico de Palestina en el Estado israelí y al mismo tiempo mediante la transformación de la nación palestina en una comunidad sin Estado. Con esta aflictiva y conflictiva condición de apatridia vergonzante, los palestinos constituyen hoy, al igual que los kurdos, el pueblo sin Estado más desdichado del planeta. Resulta muy difícil imaginar una mayor desgracia colectiva.
A lo largo de tres cuartos de siglo, la población palestina se ha visto fragmentada y asentada de mala manera en los campos de refugiados del Líbano y Jordania, en la llamada Cisjordania, que corresponde a los territorios ocupados de la margen derecha del río Jordán, y en ese enorme ghetto que es la Franja de Gaza. En este último caso, se trata de un enclave de poco más de 300 kilómetros cuadrados de extensión, con una población cautiva de dos millones cien mil habitantes, de los cuales la mitad son menores de 14 años. Los gazatíes no disfrutan de los principales derechos humanos y dependen para su subsistencia del agua, la electricidad, los alimentos, los medicamentos y los servicios públicos esenciales que financia la comunidad internacional pero cuya disponibilidad controla el gobierno israelí.
Las leyes y costumbres de la guerra, que se han aplicado y desaplicado durante siglos, están codificadas hoy en los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y sus dos Protocolos adicionales de 1977, los cuales forman el denominado derecho internacional humanitario. El propósito principal de esta legalidad especial es la asistencia y la protección, por razones de humanidad, de las víctimas de los conflictos armados internacionales y no internacionales. Tales víctimas se dividen en los no combatientes, también conocidos como civiles desarmados o terceros inocentes, y los combatientes puestos fuera de combate por cualquier razón. La violación de las leyes y costumbres de la guerra se traduce en los crímenes de guerra y en los crímenes humanitarios o infracciones graves del derecho internacional humanitario, y constituye la causa fundamental de la creación de la nueva jurisdicción criminal global encarnada en la Corte Penal Internacional.
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El contencioso entre Palestina e Israel, cualquiera que sea su definición, está sujeto al derecho humanitario. Si se lo considera un conflicto internacional, entre dos naciones distintas, está regulado por los Convenios de Ginebra y su primer Protocolo adicional. Si se lo tiene como un conflicto no internacional, entre un Estado y una nación sin Estado, queda gobernado por el artículo 3 común de los Convenios de 1949 y el segundo Protocolo adicional de 1977. En ambas hipótesis, las partes contendientes, sin importar su ideología o su denominación, están obligadas a cumplir y hacer cumplir todas las normas de asistencia y protección a las dos clases de víctimas que se reconocen en los enfrentamientos bélicos. El pensador canadiense Michael Ignatieff ha dicho: “Es de la naturaleza de la democracia que debe combatir con una mano atada a la espalda”, es decir, con la contención y la compasión que imponen las leyes y costumbres de la guerra. Ningún gobierno que se pretenda civilizado puede alegar la barbarie de sus enemigos para eludir sus obligaciones humanitarias.
Todos los procesos de paz entre israelíes y palestinos han fracasado porque han excluido la alternativa de los dos Estados, la única fórmula de arreglo que haría justicia a Israel, que tiene derecho a existir y a defenderse dentro de su territorio soberano, y a la vez a Palestina, que tiene derecho a ser un Estado independiente y soberano en su propio territorio nacional. La fórmula no es nueva. La primera intelectual que la defendió entre 1947 y 1948 fue Hannah Arendt, la gran pensadora judía de lengua alemana, cuando sostuvo la necesidad imperiosa de que árabes y judíos convivieran en un Estado binacional o confederal porque “Palestina no está en la luna”. Más aún, Arendt profetizó que un Estado judío sin palestinos terminaría dependiendo de una gran potencia, como Estados Unidos o Gran Bretaña, y se convertiría en un Estado guerrero, como la antigua Esparta. Ninguno de los dos pueblos merecía el estatuto de minoría con respecto al otro.
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Muchos años después, Amos Oz, el mayor escritor israelí de nuestro tiempo, pronunció estas palabras proféticas al recibir el premio Franz Kafka de los libreros alemanes en octubre de 2013: “El conflicto palestino-israelí es un choque trágico entre dos derechos. Los judíos no tienen ningún otro lugar donde ir, y los árabes palestinos tampoco tienen ningún otro lugar donde ir. No pueden unirse en una gran familia feliz porque no lo son, ni son felices ni son una familia: son dos familias desgraciadas. Creo firmemente en un compromiso histórico entre Israel y Palestina, una solución de dos Estados. No una luna de miel, sino un divorcio justo, que coloque a Israel al lado de Palestina, con Jerusalén Oeste como capital de Israel y Jerusalén Este como capital de Palestina”. He aquí la perspectiva de una salida civilizada y pacífica al conflicto entre Israel y Palestina, que exigiría lealtad a la democracia, responsabilidad intergeneracional y solidaridad humanitaria, tanto a las dos naciones implicadas cuanto a sus aliados y rivales en el resto del mundo.
* Hernando Valencia Villa es doctor en Derecho de la Universidad de Yale. Ha sido procurador de Derechos Humanos en Colombia, secretario ejecutivo adjunto de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA en Washington, y profesor de Derecho Constitucional en Colombia y Derecho Internacional de los Derechos Humanos en España.
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