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Las rampas del Hospital Universitario de Caracas (HUC) dan cuenta del deterioro del centro especializado de salud más grande del Distrito Capital venezolano.
Cerca del mediodía, un grupo de hombres cumple con la difícil tarea de subir, en carretillas, pipotes –baldes plásticos grandes– llenos con decenas de litros de agua. Con ellos deben surtir hasta el último de los 11 pisos que tiene la institución.
Es miércoles y desde el sábado anterior no hay servicio regular del líquido vital por tuberías. No hace falta leer uno de los improvisados avisos que están pegados en las puertas de casi todos los baños (“No usar", "Baño dañado”, "Contaminado") para saberlo: un pestilente olor a orina invade la mayoría de los pasillos.
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La situación es habitual. Desde hace un año, aproximadamente, solo tienen agua unos dos días a la semana. Entre los trabajadores del HUC, también conocido entre los caraqueños como “El Clínico”, hay distintas explicaciones: algunos dicen que se robaron las tres bombas de agua que tenía la institución, mientras que otros sostienen que dos de ellas están dañadas.
Los pipotes que suben aquellos hombres por las rampas serán paliativos de un problema mucho mayor, que se ha traducido en infecciones del personal y pacientes.
En el recorrido se cruzan con una camilla que traslada a uno de los cerca de 250 pacientes que alberga el hospital, ocupado en apenas el 15% de su capacidad.
Pocos días atrás, en esas mismas rampas y seguramente en la misma camilla –pues son pocos los equipos que funcionan–, la muerte venció a un bebé de 7 meses que sufría un paro respiratorio y que no llegó a tiempo a terapia, en el piso 6.
Los trabajadores creen que si alguno de los 11 ascensores del hospital funcionara, su muerte se hubiera podido evitar. También creen que se hubieran podido evitar las muertes de los al menos dos pacientes que fallecieron el pasado sábado, cuando fallaron los aparatos de los que dependían durante un apagón, de unas seis horas, que se presentó en el hospital. Todos hablan desde el anonimato por temor a represalias.
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Voceros del Gobierno atribuyeron la falla a un sabotaje al sistema eléctrico del recinto, pues en días previos hubo jornadas de protesta por reivindicaciones laborales. Pero diputados de oposición respaldaron la versión de los trabajadores: las plantas llevan meses dañadas.
En el piso 11, un trabajador de Mantenimiento espera pacientemente los pipotes que sus compañeros suben por las rampas. Ya ha transcurrido casi toda la mañana y no ha podido limpiar los dos quirófanos que hay en este nivel, en el que también están los tres únicos pacientes renales que tiene la institución en este momento y que por la falta de agua no pueden dializarse.
En este piso, como en el resto del hospital, todo parece estar detenido. Lejos de aquellas rampas con flujo de personas, carretillas y camillas, en el interior del hospital hay salas clausuradas con decenas de camas vacías.
Pese a esto, en noviembre del año pasado, la directiva del momento rechazó donativos de la organización internacional Médicos Sin Fronteras, lo mismo que se ha hecho desde el Ejecutivo, que insiste en desconocer que el país atraviesa una crisis humanitaria, como denuncian distintos sectores.
Pero además de escasez de insumos y medicamentos, en el HUC también faltan médicos. La merma de galenos fue progresiva y se acentuó en 2018, cuando la crisis económica, política y social provocó una fuerte oleada de millones de emigrantes.
De 9.500 trabajadores que aseguran había en la institución el año pasado, entre médicos, enfermeros, obreros y demás personal, este año hay unos 6.000. Y, aunque nadie precisa cuántos de ellos son médicos, áreas como las de gastroenterología y neumología han sido cerradas por falta de especialistas.
Algunas salas de hospitalización general, sin embargo, están a media capacidad. En una de sus camas se recuesta una mujer sumamente delgada, de 44 años, que sufre de artritis. La cuida su padre, un hombre bastante mayor, quien desde hace dos meses dice ser testigo de la loable labor de los médicos de la institución, en condiciones tan adversas.
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Su trabajo también ha sido arduo. Además del agua para limpiar el baño cada vez que su hija tiene que utilizarlo, debe buscar por su cuenta los insumos y medicinas para que los médicos puedan tratarla.
Como sucede con pacientes de distintas patologías en Venezuela, la condición de la mujer se complicó por su mala alimentación. Pero en el hospital esto no ha mejorado. Aquella mañana, desde la cocina, por la falla de agua solo habían podido enviarle a ella y a los demás pacientes un vaso de leche con una caja pequeña de cereal.
De acuerdo con médicos de la institución, cada plato de los tres que les suministran cada día a los pacientes aporta máximo 250 calorías, mientras que el requerimiento diario de la mayoría de ellos supera las 2.000 calorías. Los familiares deben suplir el déficit, pero en la Venezuela de la hiperinflación no todos pueden hacerlo.
Hace 10 años desde la misma cocina se servían, en cada comida, unos 2.000 platos, que se adecuaban a los requerimientos de cada paciente e incluían postre, merienda y café. Los pacientes y los trabajadores añoran los tiempos en los que el hospital era “mejor que cualquier clínica privada”. Pero eso, aseguran, empezó a cambiar a mediados del gobierno de Hugo Chávez, y empeoró drásticamente a partir de 2013, con la llegada de Nicolás Maduro al poder.
A diferencia de las rampas externas, que de día gozan de iluminación natural y que han sido escenario de alumbramientos inesperados de parturientas que van a medio camino hacia el área de Obstetricia en el piso 10, en los pasillos internos del hospital reina la oscuridad. Son más los bombillos que faltan y que no funcionan que los que están encendidos.
Esta semana, desde el Ejecutivo, Earle Siso fue designado como nuevo director para la institución. Algunos trabajadores tienen esperanzas de que con él mejoren las cosas en el hospital, pero recuerdan que pensaron lo mismo de sus antecesores.
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Una encuesta que realizó a finales del año pasado una organización local llamada Médicos por la Salud reveló que, de 40 hospitales monitoreados durante una semana, 70% presentó fallas de agua y 67% fallas de luz.
El estudio, además, reveló que el desabastecimiento de las salas de urgencias de los centros públicos alcanza 51%, mientras que en quirófanos es de 38%.
El deterioro, aseguraron, ha sido progresivo desde 2014 y es peor en hospitales pequeños y fuera de Caracas.