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Van dando tumbos por barrancos lodosos y arroyos desbordados a través de kilómetros de montes y selva en Bangladesh, y miles más llegan cada día, en una fila que se extiende hasta el horizonte oscuro del monzón.
Algunos están cadavéricos y exangües, ya en inanición y cargando bebés lánguidos y deshidratados, con muchos kilómetros por recorrer antes de poder llegar a cualquier campamento de refugiados.
Son decenas de miles de rohinyás que llegan con relatos de masacres a manos de las fuerzas de seguridad de Birmania y grupos aliados que comenzaron el 25 de agosto, después de que milicias rohinyás atacaron a las fuerzas gubernamentales.
Las represalias que siguieron tomaron la forma de asaltos metódicos a las aldeas, con helicópteros que lanzaban fuego sobre los civiles y tropas que bloqueaban el escape de las familias. Los aldeanos relatan ataques indiscriminados contra personas que huían y no eran combatientes, los cuales suman una cantidad de muertos que incluso las estimaciones más tempranas calculan en varios cientos, y quizá sea mucho mayor.
“Ya no quedan aldeas, ninguna”, dijo Rashed Ahmed, un granjero de 46 años de un caserío en el poblado de Maungdaw, en Birmania. Ya llevaba cuatro días caminando. “Tampoco queda nada de gente”, dijo. “Todo desapareció”.
Los rohinyás son una minoría étnica musulmana que vive en el estado de Rakáin, en el extremo oeste de Birmania. La junta militar que antes dominaba Birmania privó de su ciudadanía a la mayoría, y han sufrido décadas de represión bajo la mayoría budista del país, incluyendo asesinatos y violaciones masivas, de acuerdo con las Naciones Unidas. Una nueva resistencia armada le está dando al ejército más motivos para oprimirlos.
Sin embargo, el éxodo de la semana pasada de los civiles que quedaron atrapados entre la espada y la pared, que según las Naciones Unidas llegaron a casi 76.000 el sábado, hace parecer pequeños los flujos previos de refugiados a Bangladesh en un periodo tan corto de tiempo. Solo el flujo del viernes ha sido el desplazamiento más grande de rohinyás aquí en más de una generación, de acuerdo con la oficina de la ONU en Dhaka.
Las muertes no han terminado. Algunos miembros de las milicias rohinyás han convencido u obligado a hombres y niños a quedarse y seguir luchando. Además, los civiles que siguen en el camino se dirigen velozmente hacia una situación tan desalentadora que constituye una segunda catástrofe humanitaria.
Aún deben enfrentar una nueva ronda de disparos por parte de los guardias fronterizos de Birmania, así como kilómetros de traicioneros caminos por los montes, riachuelos inundados y campos lodosos antes de llegar a los abarrotados campamentos, donde no hay alimentos suficientes ni ayuda médica. Decenas murieron cuando sus lanchas se voltearon, por lo que hay cadáveres de mujeres y niños en las márgenes de los ríos.
Otras decenas de miles de rohinyás esperan que las fuerzas fronterizas de Bangladesh les permitan entrar. Unos más se dirigen hacia el norte desde los distritos controlados por los rohinyás en el estado de Rakáin. La violencia ahí continúa.
“Esto rompe todos los récords de inhumanidad”, dijo un miembro de la Guardia Fronteriza de Bangladesh llamado Anamul, apostado en el campamento de refugiados rohinyás Kutupalong. “Nunca había visto algo así”.
Aquí, en los bosques de Rezu Amtali, cerca de la frontera con Birmania, decenas de rohinyás contaron historias terribles en cuanto a contenido y similitud.
Después del ataque de militantes del Ejército de Salvación Arakán Rohinyá a puestos de policía y a una base militar el 25 de agosto, en el que mataron a más de doce, el ejército de Birmania comenzó a incendiar poblados enteros con helicópteros y bombas molotov, ayudados por justicieros budistas del grupo étnico rakáin, contaron quienes huyeron de la violencia.
Una tras otra las personas en la ruta hacia Bangladesh contaron cómo las fuerzas de seguridad acordonaron las aldeas rohinyás mientras caía el fuego, y luego dispararon contra los civiles o los apuñalaron. No hicieron excepciones con los niños.
Mizanur Rahman recordó cómo el 25 de agosto había estado trabajando en un arrozal en su aldea, conocido en lengua rohinyá como Ton Bazar, en el poblado Buthidaung en Birmania, cuando oyó helicópteros que sobrevolaban.
“De inmediato, el miedo llenó mi corazón”, dijo. Su esposa salió corriendo de su casa con su hijo, de menos de un mes de edad.
Escaparon a un bosque cercano y miraron cómo las armas de los helicópteros prendían fuego a la aldea. Miembros de las fuerzas de seguridad de Birmania descendieron y el sonido de los disparos llegó al bosque.
La familia extendida de Rahman huyó al día siguiente, pero después de ver el cuerpo de su hermano que yacía en el suelo, junto con el de otras siete personas. Tres días después, cuando ascendían por un monte cerca de la frontera con Bangladesh, un guardia fronterizo de Birmania mató a la madre de Rahman de un tiro.
“Ahora se supone que estamos a salvo en Bangladesh, pero yo no me siento seguro”, dijo Rahman, mientras caminaba por un mercado en el campamento de refugiados Kutupalong, sin dinero en los bolsillos.
El sangrado postparto de su esposa ha aumentado tanto que ya no puede caminar ni producir leche para su hijo. El bebé, a quien cargaba Rahman, se veía esquelético, con la piel reseca contraída alrededor de las articulaciones. Otros refugiados tomaban turnos amablemente para tocar los pies del bebé y verificar si aún vivía.
El ejército de Birmania señaló el viernes que casi 400 personas han sido asesinadas en la violencia que se ha extendido en el estado norteño de Rakáin desde el 25 de agosto. De ese total de muertos, 370 fueron identificados como combatientes rohinyás. Catorce civiles, incluyendo a cuatro rakáines y siete hindúes, también se reportaron como asesinados. Los funcionarios de Birmania, sin embargo, no han proporcionado un conteo específico de las muertes de civiles rohinyás.
Decenas de personas con las que hablé en la ruta de refugiados dijeron que habían visto muchos cuerpos asesinados a balazos en al menos 15 aldeas distintas. Otros hablaron de familias quemadas vivas dentro de sus casas. Grupos defensores de derechos humanos, escudriñando los testimonios de los sobrevivientes, han comenzado a realizar cálculos que pueden resultar
en cientos de rohinyás asesinados la semana pasada.
Human Rights Watch, el organismo de vigilancia con sede en Nueva York, documentó 17 sitios donde imágenes satelitales mostraban un daño por fuego amplísimo, incluyendo un pueblo donde se quemaron 700 construcciones.
El gobierno de Birmania afirma que los militantes rohinyás han incendiado sus propias casas apostando a conseguir la compasión internacional. Por su parte, el ejército sostiene que sus actuales operaciones en Rakáin están diseñadas para eliminar a “terroristas extremistas”.
Es claro que hay combatientes del lado rohinyá. Los medios noticiosos estatales han informados que se desataron más de 50 choques entre el Ejército de Salvación Arakán Rohinyá, conocido por la sigla ARSA, y las fuerzas de seguridad de Birmania la semana pasada.
Eso ha complicado más la vida de los civiles que tratan de huir.
Fortify Rights, un grupo defensor de derechos humanos con sede en Bangkok, entrevistó a pobladores que siguen en Maungdaw y que dijeron que ARSA estaba forzando a hombres y niños a quedarse y luchar. Los refugiados que llegan a Bangladesh han sido principalmente mujeres y niños, lo que ha generado especulaciones respecto de dónde están los hombres.
Ahmed, el granjero, dijo que él está muy viejo para pelear, pero que otros 20 hombres de su aldea, Renuaz, se quedaron ahí. “No tienen nada que perder”, dijo. “El gobierno de Birmania quiere erradicar a todo un grupo étnico”.
El lugar a donde los refugiados están huyendo no es ningún remanso. Bangladesh es pobre, está sobrepoblada y anegada, y se ha mostrado renuente a recibir más desplazados rohinyás. Cerca de 400.000 ya vivían aquí antes del éxodo, según cifras del gobierno.
Un desastre humanitario urgente se está forjando aquí, en un país al que se le dificulta alimentar a sus propios habitantes, ya no se diga al flujo de refugiados, el cual según los cálculos de un funcionario de Bangladesh pronto podría sobrepasar la cantidad de 100.000 personas.
Por ahora, la Guardia Fronteriza de Bangladesh está haciéndose de la vista gorda y permitiendo que los rohinyás crucen la frontera.
No obstante, hay poca ayuda para ellos aquí, mientras siguen adelante con la esperanza de llegar a alguno de los sombríos campamentos de refugiados más al interior.
Una semana después del inicio de la represión en Birmania, voluntarios del Programa Mundial de Alimentos en Bangladesh se mostraron preocupados por no haber podido ofrecer arroz a los recién llegados a los campamentos.
“Estamos esperando una orden pero no ha llegado”, dijo Mohamed Yasin, un rohinyá que distribuye comida de la agencia de la ONU.
Los rohinyás más afortunados que dejaron la violencia caminando por los montes Chittagong llevaban varas de bambú cargadas con sus más preciadas posesiones: sacos de arroz, paraguas, paneles solares, ollas con agua y tapetes de hierba.
Sin embargo, otros no llevaban cosas pues no habían tenido tiempo de organizar nada antes de su partida. Niños muy pequeños marchaban desnudos. Ni una sola persona traía zapatos, los cuales seguro habían quedado atrapados en el absorbente lodo.
Una mujer se tambaleó hacia un barranco en medio del aguacero; llevaba a un bebé en un brazo y un pollo vivo en una bolsa que traía en el otro brazo. Se tropezó con una raíz o una piedra, y se cayó de espaldas en el profundo lodazal. Ella y su bebé estaban tan débiles que ni gritaron cuando se cayeron.
Extendí mi mano para levantarla, y nuestras miradas se encontraron, pero estaba demasiado exhausta como para tener alguna otra reacción. De inmediato regresó la vista hacia el camino; la vi dirigirse hacia la hondonada y caminar trabajosamente por un arroyo.
Se ha iniciado una respuesta internacional a la crisis. El miércoles, el Reino Unido organizó un encuentro a puerta cerrada del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para analizar la emergencia de los rohinyás. El gobierno civil de Daw Aung San Suu Kyi se ha enfrentado a una creciente crítica mundial por rehusarse a reconocer la magnitud de la ofensiva militar contra las poblaciones civiles de rohinyás.
El martes, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al Hussein, rechazó los alegatos del gobierno de Aung San Suu Kyi respecto de que los organismos internacionales de ayuda eran de alguna manera cómplices, pues apoyaban a las milicias rohinyás.
En meses anteriores de este año, la ONU formó una comisión especial para investigar otra arremetida militar que provocó que 85.000 rohinyás huyeran a Bangladesh en el curso de los siguientes meses, después de un ataque de ARSA a puestos policiales en octubre. Sin embargo, el gobierno de Aung San Suu Kyi expulsó de Birmania al equipo de la ONU.
En una carta abierta a Aung San Suu Kyi, casi una decena de sus compañeros ganadores del premio Nobel de la Paz designaron la ofensiva militar de octubre pasado como “una tragedia humana que llega al nivel de limpieza étnica y crímenes de lesa humanidad”.
“Algunos expertos internacionales han advertido sobre un potencial genocidio”, señalaba la carta, firmada por Desmond Tufu y Malala Yousafzai, entre otros. “Tiene todas las marcas distintivas de recientes tragedias pasadas: Ruanda, Darfur, Bosnia, Kosovo”.
El jueves y el viernes, cuando miles de refugiados por fin llegaron al poblado de Rezu Amtali, a cinco horas a pie por los montes desde la frontera, no había grupos de ayuda para recibirlos.
Algunos pobladores compasivos les ofrecieron agua potable y paquetes de colaciones, mientras que conductores de bicitaxis llevaban a familias a los asentamientos improvisados alrededor del campamento Kutupalong. La mayoría tenían que caminar durante más horas, bajo lluvias torrenciales, para llegar al pobre refugio.
Paradas a la orilla de un lodoso camino a Rezu Amtali, después de una travesía de cinco días con solo unos puñados de arroz podrido para alimentarse, una niña de seis años llamada Roufaja tiraba de la manga de su madre: “¿Ya llegamos a Bangladesh ?”, preguntaba.
Su madre, Fatima Khatun —cuyo esposo parece haber muerto y cuya hermana fue violada por las fuerzas de seguridad que habían asediado su aldea—, le respondió que sí.
“¿Qué haremos ahora?”, preguntó su hija, tirando de nuevo de su manga. “Tengo hambre”.
AKM Moinuddin contribuyó con el reportaje desde Rezu Amtali, Bangladesh.
The New York Times 2017