La justicia pendiente por el secuestro de niños africanos en colonias belgas
Se calcula que entre trece y quince mil niños y niñas fueron raptados por las autoridades coloniales durante la ocupación belga.
Ricardo Abdahllah / Bélgica
En su casa de la ciudad belga de Gante, Jacqueline Geogebeur fija los ojos en esa imagen en blanco y negro que ha mirado tantas veces y muestra un hombre montado a caballo. “Le busco y le busco el parecido y nada que lo encuentro”, dice y sonríe. Es la única foto de su padre. Tenía cincuenta años cuando murió en un accidente. Jacqueline había nacido unos meses atrás. El día del funeral, mientras su madre estaba ocupada con las ceremonias, los gendarmes coloniales vinieron a su casa y se llevaron a su hermano de cuatro años. Por ella esperaron a que tuviera dos años y medio. El argumento era que a esa edad un bebé ya no necesita estar pegado a su mamá.
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En su casa de la ciudad belga de Gante, Jacqueline Geogebeur fija los ojos en esa imagen en blanco y negro que ha mirado tantas veces y muestra un hombre montado a caballo. “Le busco y le busco el parecido y nada que lo encuentro”, dice y sonríe. Es la única foto de su padre. Tenía cincuenta años cuando murió en un accidente. Jacqueline había nacido unos meses atrás. El día del funeral, mientras su madre estaba ocupada con las ceremonias, los gendarmes coloniales vinieron a su casa y se llevaron a su hermano de cuatro años. Por ella esperaron a que tuviera dos años y medio. El argumento era que a esa edad un bebé ya no necesita estar pegado a su mamá.
“Mi mamá nos escondió a mi hermana y a mí dos veces. A la tercera, los gendarmes tenían un papel en el que decía que podían llevarnos por la fuerza. Mi hermana y yo crecimos pensando que si mi mamá no se había opuesto era porque no nos quería”, dice. “Ya en la vejez, entendí que simplemente se quedó como de piedra, como un animal enjaulado”. Geogebeur no pudo decirle a su madre que lo había entendido. Cuando regresó a Ruanda confirmó que había sido una de las 800.000 víctimas del genocidio perpetrado por los hutus en 1994. “Solo me presentaron al hombre que la mató. Así, diciéndome: ‘Él es el asesino de tu madre’”.
La rivalidad artificial entre hutus y tutsis, dos grupos que comparten la misma lengua y religión, fue una de las herencias de la ocupación colonial belga en los actuales Ruanda, Burundi y República Democrática del Congo (RDC), que se extendió desde 1885, año en el que las potencias europeas se repartieron África en Berlín, hasta 1960, cuando, bajo el liderazgo de Patrice Lumumba, la RDC ganó su independencia.
Las exacciones cometidas durante ese período con la aprobación del rey Leopoldo II, que consideraba al Congo su posesión personal, incluyeron las ejecuciones sistemáticas de trabajadores que no cumplían con su cuota de recolección de caucho, el desplazamiento forzado de aldeas enteras hacia zonas de trabajos agrícolas, la retención y tortura de los familiares de quienes reclamaban mejores condiciones y la mutilación generalizada de quienes insistieran en sus exigencias.
A pesar de que la comunidad internacional estaba al tanto, al punto de que el término “crimen contra la humanidad” fue utilizado por primera vez para el caso del Congo belga, los colonos no tenían reparos en fotografiarse con esclavos encadenados o recién mutilados, o posar orgullosos junto a canastas llenas de manos cortadas sin temor a recibir ningún castigo. Al fin y al cabo, 9.000 kilómetros al norte, las riquezas de las colonias garantizaban la prosperidad del país y el proceso de modernización de ciudades como Bruselas, Amberes y Lovaina, lo que le valió a Leopoldo II el apodo de el Rey Constructor.
La dinámica continuó bajo los reinados de Alberto I, Leopoldo III y Balduino, quien a pesar de que terminó aceptando la independencia de las colonias, no solo no reconocería las atrocidades de sus ancestros, sino que orquestaría que miles de niños “mestizos”, hijos de colonos europeos y madres africanas, fueran arrancados por la fuerza a sus familias.
Para la Iglesia católica, estos menores eran “hijos del pecado”. Para Bélgica, que intentaba preservar el statu quo de sus colonias en medio de los vientos de independencia que soplaban en África, los niños y niñas hijos de padres europeos, que por supuesto existían desde el principio de la colonia, podrían convertirse en un factor de desequilibrio, pues podían imaginar que tenían más derechos que los “nativos”.
“El problema no era el sexo, sino el amor. Estaba perfectamente aceptado que un colono violara mujeres africanas o pagara prostitutas locales; pero cuando había hijos de por medio, algunos colonos estaban tentados a formar familias. Un amor entre dos personas de razas diferentes era un problema político para un sistema basado en la supuesta superioridad de los blancos”, dice Geogebeur, quien, tras pasar cinco meses en un orfelinato, donde “sentir en la noche que mis pies tocaban los de mi hermanita en la camita que compartíamos era la única cosa que me mantenía viva”, fue enviada a la capital belga.
“Acá nos entregaban a familias que decían que querían ser nuestros tutores, que nos hacían el favor de salvarnos de esas familias de africanos primitivos. En realidad, venían a escoger y decían: ‘Quiero esta mulatica, esa mestiza, para que nos ayude con el oficio’”.
Mestizos de Bélgica, la fundación que Geogebeur preside, para reapropiarse del término con el que los llamaban despectivamente, calcula que entre trece y quince mil niños y niñas fueron secuestrados por las autoridades coloniales. Aunque algunos, como ella, terminaron siendo enviados a Bélgica, la mayoría fueron desplazados dentro del Congo, o a los países vecinos, y entregados a orfelinatos administrados por comunidades católicas. Léa Tavares Mujinga es una de ellas. Ella lleva un dije dorado de África colgado al cuello y desde la ventana de su apartamento se ve el Atomium, uno de los símbolos de Bruselas, y el bosque que rodea una de las residencias reales de Felipe, actual monarca del país.
“Creo que los policías que me llevaron sabían que mi papá estaba de viaje en ese momento y se habría opuesto. Cuando volvió, encontró a mi mamá completamente destrozada. No pude volver a verlo hasta que tuve catorce años” dice. Tavares apenas recuerda el viaje por carretera con otras niñas mestizas hasta el orfelinato de Katende, al otro lado del país, pero tiene muy presente que durante todos los años en el orfelinato siempre extrañaba el olor de su mamá. “No entendía el idioma. Yo no había cumplido tres años y no había leche. La comida era casi siempre arroz cocinado en aceite. A veces té. Tampoco teníamos colchones ni cepillos de dientes. Las monjas que nos cuidaban decían que nos habían aceptado de mala gana y la administración colonial no les daba lo suficiente como para comprarnos comida”, agrega.
El tormento de los niños raptados continuó después de la independencia, pues las comunidades religiosas que se ocupaban de los orfelinatos abandonaron el país de un día para otro, sin dejar nada más que comida para un par de semanas. Obligadas a mendigar de pueblo en pueblo para tratar de regresar a sus hogares, varias de las niñas, entre diez y catorce años, fueron violadas en los meses que siguieron. Muchas de ellas jamás volvieron a encontrar a su familia.
“Cuando me encuentro con mis compañeras de orfelinato que viven aquí en Bélgica, siempre terminamos llorando. Es cierto que reímos, que nos alegramos de vernos, pero siempre terminamos abrazadas llorando por la familia que nos robaron”, dice Tavares. Sus compañeras son Monique Bintu Bingi, Noëlle Verbeken, Simone Ngalula y Marie-José Loshi. El pasado 8 de diciembre las cinco mujeres perdieron en primera instancia el proceso por el que buscaban que el Estado belga fuera condenado por crímenes de lesa humanidad en el caso del secuestro sistemático de los niños mestizos en las colonias africanas. Su intención es apelar el fallo.
Aunque en 2019 Charles Michel, entonces primer ministro, reconoció la responsabilidad de Bélgica y pidió excusas, los abogados del gobierno solicitaron que se considerara que los hechos habían prescrito y que se tuviera en cuenta el contexto de la época colonial. “El contexto de hoy es que las víctimas seguimos vivas. Crecimos con las heridas de no tener una familia, ni una identidad y toda la vida arrastraremos ese dolor”, dice Léa.
A menos de un kilómetro del Palacio de Justicia, donde se anunció el veredicto, siguiendo por la Avenida del Regente, la estatua de Leopoldo II en la Plaza del Trono, a pesar de haber sido vandalizada en numerosas ocasiones, es una de las pocas del monarca que aún siguen en pie. En el país el parlamento comenzó el pasado 22 de noviembre el debate de un informe de 540 páginas entregado por una comisión de historiadores sobre los excesos de los belgas en África.
“Tal vez las cosas están cambiando”, dice Jacqueline. “Nosotras, aún siendo víctimas, crecimos creyendo en la misión civilizadora de los europeos. Ahora entendemos que tenemos derecho a la verdad, a que ya nadie diga que antes los africanos deberíamos agradecer por todo lo bueno que nos dejó la colonización”.
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