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Juan Pablo Ruiz, el director de esta selección Colombia de montañistas que ha izado el tricolor en las mayores cimas del mundo, incluidas todas las de Nepal, las ve como el símbolo de la capacidad de resistencia y superación de la mujer colombiana. Se embarcaron en un avión con 50 kilos de equipo, le dieron media vuelta al mundo (Bogotá-Atlanta-París-Mumbay-Nueva Delhi-Katmandú) y enfrentaron el Shisha Pangma, de 8.042 metros, el mismo que se volvió leyenda gracias al libro “Siete años en el Tíbet”. La historia del montañista nazi Heinrich Harrer, que escapó de un campo de concentración en la India, atravesó el Tíbet a pie y se convirtió en amigo de la máxima autoridad espiritual de este monte, el Dalai Lama.
En las faldas del llamado “trono de los dioses”, antes de empezar la escalada definitiva, 120 aventureros de todo el mundo (apenas seis mujeres, incluidas las colombianas) que el otoño de 2006 decidieron medir el límite de sus capacidades, debieron cumplir con la ceremonia budista “puja”. Frente a un altar de rocas, presidido por las imágenes de Buda y el Dalai Lama, pidieron permiso para entrar y un monje tibetano les bendijo el equipaje y la ropa. Les amarraron una aseguranza roja en la muñeca y una banda en seda beige con oraciones en sánscrito. Un momento inolvidable para Ana María: “estaba nublado y durante la ceremonia el cielo se abrió y vimos el monte pleno”.
Los empobrecidos tibetanos mandan a nivel espiritual mientras los estrictos militares chinos se ocupan de que todo turista haya pagado entre 2.000 y tres mil dólares por intentar la cumbre o de multarlo con el doble si viola el número de días autorizados. Los colombianos tuvieron 30 y en total, el costo de esta aventura por cabeza fue de al menos 12 mil dólares y sólo fue posible gracias a patrocinadores como Colseguros, Delta Airlines y Epopeya.
El 2 de septiembre emprendieron la travesía por la ruta más larga pero más segura, la que abrió el legendario “conquistador del Himalaya”, Reinhold Messner, el autor de En los límites de la tierra (1991), que advierte en su libro: “la verdadera aventura incluye el fracaso”. Atrás dejaron la preocupación de haber conseguido todo el equipo técnico para escalar y protegerse del frío, desde las pastillas para tratar un posible edema pulmonar, las carpas de nylon especial que los aísla de temperaturas de hasta 40 grados bajo cero, hasta la ropa de membranas que usan los astronautas para expulsar el sudor y las chaquetas de plumas del pecho de los gansos, indispensables a más de 6.500 metros de altura para no morir congelados. Además de los imponentes picos, que se abren a partir del temido “paso de los penitentes”, lo primero que ven son las ofrendas a las decenas de deportistas muertos en el intento.
Durante casi una semana se aclimataron primero a 3.750 metros, luego a 4.200 y, por último, 5.000 metros de altura, donde montaron el campamento base. Desde esta altura, lograr en equipo un punto medio entre la ansiedad de lograr la cumbre y la prudencia puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
En este punto los hombres admiten que la serenidad femenina es ideal para encontrar el equilibrio. Andrea lo ratifica: “los hombres son mucho más competitivos entre ellos mientras que nosotras somos más tranquilas”. No hay espacio para la vanidad: apenas baño con un valde de agua caliente cada ocho días, protector solar al 100%, aceites hidratantes y gafas de sol todo el tiempo.
El siguiente paso fue un campamento avanzado a 5.600. La que más sufrió al comienzo fue Andrea, que estaba encargada de la parte médica. “Agarré una laringitis y no podía seguir subiendo por el dolor de cabeza intenso y palpitante”. Una vez estabilizados sus organismos, entre el 10 de septiembre y el 1° de octubre se dedicaron a subir y bajar equipo y provisiones hasta montar dos campamentos más, a 6.400 y 7.000 metros, cerca la cima.
Sin embargo, los vientos postmonsónicos y las nevadas se intensificaron durante dos semanas. Pasaron días completos resguardados en las carpas porque la temperatura exterior llegó a 25 grados bajo cero, que sumada a ráfagas de viento de 60 kilómetros por hora daba una sensación térmica de diez grados más de frío. Andrea cuenta que “la única alternativa era la carpa donde el termómetro marcaba un grado”. Con masajes se libraron de uno de los mayores miedos de la montaña: perder alguna extremidad por congelamiento.
El primer gran golpe que el clima les dio fue que el penúltimo campamento quedó sepultado y tuvieron que reconstruirlo. Una vez terminaron les quedaba una semana de tiempo y cuando regresaron al de 7.000 también estaba bajo dos metros de hielo. Rescataron lo que pudieron, perdieron carpas, el gas para cocinar y comida liofilizada. Con la arista del Shisha Pangma encima, cuando iban a instalarse a 7.200, la acumulación de nieve durante veinte días hacía imposible subir más sin arriesgar demasiado. El glaciar quedó rayado de nuevas y peligrosas fisuras. Un mal paso y toneladas de placas de hielo arrasarán todo a su paso.
Los colombianos necesitaban una semana más pero tampoco tenían dinero para pagar las multas. El 29 de octubre lloraron por no poder izar la bandera de Colombia que la última avalancha sepultó. Ana María recuerda: “fue muy triste regresar en medio de nostalgia e impotencia. Hicimos todo bien, estábamos listos y muy fuertes y nos tocó reconocer que la naturaleza es más poderosa”.
*Texto originalmente publicado en la revista Cromos.