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Quienes han pasado durante las últimas semanas por los alrededores del Puesto de Operaciones Avanzadas en la base de Manta, Ecuador, afirman que el complejo parece una ciudad fantasma. Un silencioso conjunto de 39 edificios, desde donde el Comando Sur de Estados Unidos vigiló durante 10 años los movimientos del narcotráfico por el Pacífico, y que esta semana, la última, sólo cuenta con un puñado de técnicos y soldados que terminan de darle a los militares de la Fuerza Aérea Ecuatoriana el tour explicativo de cómo manejar estas modernas instalaciones.
“Queremos que los próximos que lleguen entiendan el tipo de sistemas que heredarán”, aseguró el pasado junio, cuando se inició la salida norteamericana de la Base de Manta, Jaime Jiménez, encargado del traspaso. Esta fue una de las más importantes promesas de campaña del hoy presidente de Ecuador, Rafael Correa: no renovar el convenio de cooperación con Washington y devolverle al país lo que siempre consideró una fracción perdida de su soberanía.
Este viernes termina uno de los capítulos más controvertidos en la política exterior ecuatoriana y, de paso, suramericana. Una historia nacida en abril de 1999, cuando el entonces gobierno de Jamil Mahuad —que enfrentaba una grave situación política, bajos precios de petróleo y una creciente crisis inflacionaria— aprobó de manera expedita, sin mayores consultas ni explicaciones, un documento de siete páginas, destinado a la polémica desde su título: Acuerdo de Cooperación concerniente al acceso y uso de las instalaciones en la Base de la Fuerza Aérea Ecuatoriana en Manta para actividades aéreas antinarcóticos.
El valor estratégico de Manta para los Estados Unidos era enorme. Desde que en 1997 se acabaron las operaciones del Comando Sur en la base Howard, en Panamá, el país había emprendido un rápido rediseño táctico para profundizar la guerra contra las drogas, en momentos en que se diseñaba el Plan Colombia. Al perder la cobertura permitida por Panamá, el Comando Sur identificó bases aéreas en El Salvador, Curaçao, Aruba y Ecuador para establecer una red de vigilancia regional en ambos océanos, que cubría las rutas de salida de la cocaína desde los Andes hasta México.
El gobierno de Mahuad (en lo que hoy tanto la derecha como la izquierda ecuatoriana consideran un error histórico) firmó el convenio sin pedir mayores contraprestaciones. Y, en medio de una crisis institucional que conduciría a su derrocamiento (el 23 de enero de 2000), suscribió el acuerdo sin someterlo a la aprobación del Congreso Nacional. Desde ese entonces, el Comando Sur de Estados Unidos inició el millonario proceso de acondicionamiento de parte de la base (el 5% de su área total), la cual se comprometió a devolver en 10 años y cuyo mando estaría en manos de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, según el acuerdo.
Dos visiones
El Comando Sur invirtió desde 2000 alrededor de US$71 millones en la adecuación de la pista, el mejoramiento de las instalaciones (que albergaron siempre entre 200 y 400 militares norteamericanos) y la operación de E-3 Awacs (un poderoso observador aéreo con sofisticados radares) y el P-3 Orión (con mecanismos de interceptación de ondas de radio). Las aeronaves eran los pilares fundamentales de las operaciones estadounidenses que, como decía el convenio, debían ser utilizadas para la “detección, monitoreo, rastreo y control aéreo de la actividad ilegal del tráfico de narcóticos”. Los presuntos criminales detectados en suelo o aguas ecuatorianas serían interceptados por las autoridades de ese país; Estados Unidos, entre tanto, actuaría en aguas internacionales.
Como muy pocas cosas, Manta dividió en dos a la opinión pública y la clase política ecuatoriana. Sólo había un punto en el que la izquierda y la derecha coincidían, y lo resume así, desde Guayaquil, el ex presidente Lucio Gutiérrez: “Fue una negociación desventajosa, débil, sin ninguna contraprestación”. Sin embargo, tanto Gutiérrez como su antecesor, Gustavo Noboa, no tuvieron otra que continuar con el acuerdo tal y como estaba planteado. De hecho, Noboa, diez meses después de caer Mahuad, firmaría el Convenio Operativo, adicional al suscrito un año atrás, en que se detallaban prerrogativas antes inexistentes, entre ellas el establecimiento de una instalación “en la que se pueda proteger la información confidencial (sensitiva)” y a la que el personal ecuatoriano no tendría acceso.
Este tipo de cláusulas y otras, incluidas en el primer acuerdo, como el otorgamiento a los militares y funcionarios estadounidenses de inmunidad diplomática, enfureció a organizaciones sociales que emprendieron ataques jurídicos y políticos contra el convenio.
En el año 2000, tres demandas de inconstitucionalidad fueron interpuestas ante el Tribunal Constitucional de Ecuador, una de ellas a nombre de mil ciudadanos y decenas de organizaciones sociales. Aunque las demandas señalaban que el Convenio con EE.UU. nunca fue aprobado por el Congreso Nacional pese a que implicaba una “cesión de soberanía”, el Tribunal de la época se declaró “incompetente” para analizar el asunto y declaró improcedentes las demandas.
Sólo hasta el día en que ganó la coalición de Rafael Correa se armaron de argumentos para denunciar la extralimitación del acuerdo con Estados Unidos. “La presencia norteamericana en Manta significó el cometimiento de delitos atroces”, asegura el asambelísta Marcos Martínez Flórez, presidente de la Comisión de Asuntos Internacionales y Seguridad Pública de la Asamblea Nacional, quien por estos días presenta un extenso informe en el que denuncia una serie de actuaciones, aún por ser investigadas, de las fuerzas estadounidenses: “Desaparición de personas, homicidio, tortura, vejaciones a menores e incursión ilegal a nuestro mar territorial”, dice.
Los casos que con más frecuencia fueron denunciados corresponden a detenciones de navíos de pescadores de Manta por parte de guardacostas estadounidenses. Muchos de estos llevaban decenas de presuntos inmigrantes ilegales a bordo, que eran detenidos por los norteamericanos y devueltos a Ecuador. En al menos un caso, ocurrido en 2004 y reconocido por las autoridades del Comando Sur, el bote maltrecho en el que se transportaban los migrantes fue hundido “por considerarse un peligro de navegación”, según reconoció en el momento un oficial.
Esos hechos dieron pie a que sus críticos aseguraran que “las principales actividades de los militares estadounidenses se encaminaron al control migratorio”, según se lee en el informe presentado este mes por Martínez Flórez. Los enemigos de Manta —que incluyen, por supuesto, al presidente Correa— además afirman que las operaciones de inteligencia realizadas desde la base no fueron transparentes con el gobierno. De ahí que, como lo expresó Correa durante la última cumbre de Unasur en Bariloche, el gobierno sospeche que desde allí se realizó algún tipo de apoyo técnico al bombardeo de Angostura, que acabó con el Campamento de alias Raúl Reyes, en Sucumbíos, Ecuador.
En infinitas ocasiones, el gobierno norteamericano ha negado estas acusaciones. Mientras que para sectores de la oposición, como el ex presidente Gutiérrez, la campaña contra Manta fue dirigida por “las Farc”. Curiosamente durante el último año algunos de los más visibles opositores a la base de Manta enfrentan hoy investigaciones por sus supuestos vínculos con la guerrilla colombiana. Entre ellos, Gustavo Larrea, ex ministro de Correa y quien desde la organización Aldhu denunció el hundimiento de los barcos, y María Augusta Calle, hoy asambleísta, que aparece mencionada en algunos correos de los computadores de Raúl Reyes.
El viernes, cuando salgan los últimos oficiales de la base, el Comando Sur se despedirá de Manta: deja tras de sí 39 edificaciones, una millonaria pista, el récord de 5.500 misiones, 1.700 toneladas de cocaína incautada y, según el Registro Civil de la Ciudad, 92 matrimonios, 10 divorcios, 94 niños y dos demandas por alimentos.