La receta del sirio Almotaz Khedrou en Colombia
Almotaz Khedrou escapó de su natal Siria a Colombia, huyendo de la guerra civil que azota a su país. Ignorado y desatendido por el gobierno colombiano y fundaciones de refugiados, sobrevivió cocinando comida árabe en las calles de Bogotá. Ahora, dueño de su propio restaurante, espera que la Cancillería lo ayude con los trámites para reunirse con su hermano.
Camilo Gómez Forero
A los 25 años, y con los vientos de guerra soplando sobre su nuca, Almotaz Khedrou supo que tendría que aprender a hablar de nuevo para sobrevivir. Era 2014. La Siria en la que nació había dejado de representar un paraíso para él, y su lengua natal pronto sería insuficiente. Los enfrentamientos entre el gobierno y la oposición, que comenzaron en 2011, lo obligaron a querer abandonar en poco tiempo su hogar en Damasco, ciudad ahora convertida en un campo de batalla. Su llamado a prestar servicio militar aceleró su salida del país, aunque los militares, vestidos como ángeles de la muerte, hicieron lo posible para impedir su partida. Uniformados decomisaron su pasaporte para que no pudiera viajar, pero su padre, desesperado porque huyera de ese fatal destino, pidió el auxilio de un amigo en el gobierno para conseguir otro documento -por el cual la familia pagó US$ 12.000- para que pudiera salir pronto.
Khedrou superó cada una de las barreras que se pusieron en su camino para poder aterrizar en 2014 en Bogotá, su nuevo hogar. Un destino que eligió por amor más que por supervivencia, pues la colombiana Jessica Díaz, a quien conoció por un amigo de su padre, capturó su corazón. Ambos atravesaron más de 12.000 kilómetros para escapar de la guerra, para abrazar la vida. En su viaje, fueron retenidos en varias oportunidades. Algunos comisarios clandestinos, que se inventaban peajes ilegales a lo largo del viaje, se encargaron de arrancarles su patrimonio de a pocos. El sirio pagó miles de dólares para poder atravesar muros. Y aunque la travesía ya le había dado muchas historias para contar, las trabas para él no se detuvieron una vez puso pie en suelo nacional. No solo tuvo que enfrentarse a un nuevo idioma que no dominaba, sino que era uno que lleva tiempo poder interpretar. No era el español, conocido en gran parte del mundo, sino el colombiano, el lenguaje de este país, que a veces ni sus propios habitantes logran comprender.
También tuvo que enfrentarse, como cualquier colombiano, con el gobierno nacional, que, según cuenta Khedrou, hizo lo posible por entorpecer sus trámites hacia la legalidad. El papeleo para él fue una pesadilla, y más grave aún fue la falta de solidaridad con su condición. Al sirio, lo deja claro, le cerraron todas las puertas. No lo ayudaron. Lo único que recibió fue dinero de parte de una fundación para montar un carrito de comida, y unas clases de español justo en las horas que tenía que trabajar en él. Así que, con el dilema de estudiar o trabajar para sostenerse, abandonó las lecciones a las dos semanas.
Khedrou comenzó finalmente a aprender colombiano en la mejor academia que pudo encontrar: la calle. Desde su puesto de comida ambulante, en el que al principio vendió arroz con leche y empanadas preparadas por su suegra, el joven sirio tuvo las mejores clases del lenguaje colombiano, que le fueron más útiles que las que ofrecía el gobierno. “Cuando atendía el carrito me pedían que les regalara una empanada, pero yo no les podía regalar comida. Mi esposa luego me explicó que así se pedían las cosas acá, con un ‘me regala tal cosa’”, cuenta Khedrou.
Pese a que Bogotá le parece más insegura que su país en guerra, que nunca, como muchos, se acostumbró a viajar en Transmilenio, el sirio pronto se fue acostumbrando a las costumbres locales, a sus dichos y a su gente, pero no a la comida. Khedrou quiso traer entonces algo de su tierra para ofrecer y vender en su carrito. Comenzó a vender falafel, shawarma y tahini, recetas que su madre le explicaba detalladamente por videollamadas. Así, su negocio ambulante comenzó a florecer y pronto esa mini-oficina en la que trabajó por meses fue insuficiente para atender la demanda. Khedrou aspiró a tener su propio restaurante, pero una vez más el gobierno colombiano le puso una barrera en su camino.
Por su condición de refugiado, por haber llegado con una maleta negra con un par de prendas de vestir y nada más, ningún banco le prestó dinero para sus proyectos, a pesar de que su carrito cumplía con todos los papeles legales en la Cámara de Comercio. Tuvo entonces que valerse de su propio ingenio y por su cuenta, sin mayor ayuda, para levantar su negocio y sus sueños. Fue la hija de una actriz colombiana, cuenta la familia Khedrou, la que se solidarizó con ellos y les ayudó a conseguir un local para comenzar un negocio formal que hoy florece en la localidad de Suba, a unos metros de donde solía estar el carrito con el que comenzó todo. El sirio usó los ahorros de su trabajo como vendedor ambulante para pagar el alquiler. “Llamé al negocio Al Banun, que significa bendecido en árabe”, recuerda el cocinero. Ahora solo quiere que el banco le dé un préstamo para remodelar el lugar, o alquilar uno más grande, si se puede, pues los comensales son tantos en un fin de semana para ese espacio que deben esperar a las afueras del restaurante.
Cuatro años después de estar deambulando por la calle, luchando para sobrevivir, y viendo cómo la lluvia bogotana parecía acabar con la llama de esperanza que había dentro de él, a Khedrou le sonríe la vida. Ahora su negocio es próspero.
“Para mi seguir adelante es tener una vida digna, bonita, llena de salud, de felicidad, de educación. Quiero que mi hijo, que nació en Colombia, pueda estudiar, que no sufra como yo, que mi esposa continúe con su carrera. Y quiero tener muchos restaurantes para apoyar a la gente que no tiene empleo, y también poder reunirme con mi familia en un país donde pueda trabajar y vivir en paz”, dice Khedrou.
A los 25 años, y con los vientos de guerra soplando sobre su nuca, Almotaz Khedrou supo que tendría que aprender a hablar de nuevo para sobrevivir. Era 2014. La Siria en la que nació había dejado de representar un paraíso para él, y su lengua natal pronto sería insuficiente. Los enfrentamientos entre el gobierno y la oposición, que comenzaron en 2011, lo obligaron a querer abandonar en poco tiempo su hogar en Damasco, ciudad ahora convertida en un campo de batalla. Su llamado a prestar servicio militar aceleró su salida del país, aunque los militares, vestidos como ángeles de la muerte, hicieron lo posible para impedir su partida. Uniformados decomisaron su pasaporte para que no pudiera viajar, pero su padre, desesperado porque huyera de ese fatal destino, pidió el auxilio de un amigo en el gobierno para conseguir otro documento -por el cual la familia pagó US$ 12.000- para que pudiera salir pronto.
Khedrou superó cada una de las barreras que se pusieron en su camino para poder aterrizar en 2014 en Bogotá, su nuevo hogar. Un destino que eligió por amor más que por supervivencia, pues la colombiana Jessica Díaz, a quien conoció por un amigo de su padre, capturó su corazón. Ambos atravesaron más de 12.000 kilómetros para escapar de la guerra, para abrazar la vida. En su viaje, fueron retenidos en varias oportunidades. Algunos comisarios clandestinos, que se inventaban peajes ilegales a lo largo del viaje, se encargaron de arrancarles su patrimonio de a pocos. El sirio pagó miles de dólares para poder atravesar muros. Y aunque la travesía ya le había dado muchas historias para contar, las trabas para él no se detuvieron una vez puso pie en suelo nacional. No solo tuvo que enfrentarse a un nuevo idioma que no dominaba, sino que era uno que lleva tiempo poder interpretar. No era el español, conocido en gran parte del mundo, sino el colombiano, el lenguaje de este país, que a veces ni sus propios habitantes logran comprender.
También tuvo que enfrentarse, como cualquier colombiano, con el gobierno nacional, que, según cuenta Khedrou, hizo lo posible por entorpecer sus trámites hacia la legalidad. El papeleo para él fue una pesadilla, y más grave aún fue la falta de solidaridad con su condición. Al sirio, lo deja claro, le cerraron todas las puertas. No lo ayudaron. Lo único que recibió fue dinero de parte de una fundación para montar un carrito de comida, y unas clases de español justo en las horas que tenía que trabajar en él. Así que, con el dilema de estudiar o trabajar para sostenerse, abandonó las lecciones a las dos semanas.
Khedrou comenzó finalmente a aprender colombiano en la mejor academia que pudo encontrar: la calle. Desde su puesto de comida ambulante, en el que al principio vendió arroz con leche y empanadas preparadas por su suegra, el joven sirio tuvo las mejores clases del lenguaje colombiano, que le fueron más útiles que las que ofrecía el gobierno. “Cuando atendía el carrito me pedían que les regalara una empanada, pero yo no les podía regalar comida. Mi esposa luego me explicó que así se pedían las cosas acá, con un ‘me regala tal cosa’”, cuenta Khedrou.
Pese a que Bogotá le parece más insegura que su país en guerra, que nunca, como muchos, se acostumbró a viajar en Transmilenio, el sirio pronto se fue acostumbrando a las costumbres locales, a sus dichos y a su gente, pero no a la comida. Khedrou quiso traer entonces algo de su tierra para ofrecer y vender en su carrito. Comenzó a vender falafel, shawarma y tahini, recetas que su madre le explicaba detalladamente por videollamadas. Así, su negocio ambulante comenzó a florecer y pronto esa mini-oficina en la que trabajó por meses fue insuficiente para atender la demanda. Khedrou aspiró a tener su propio restaurante, pero una vez más el gobierno colombiano le puso una barrera en su camino.
Por su condición de refugiado, por haber llegado con una maleta negra con un par de prendas de vestir y nada más, ningún banco le prestó dinero para sus proyectos, a pesar de que su carrito cumplía con todos los papeles legales en la Cámara de Comercio. Tuvo entonces que valerse de su propio ingenio y por su cuenta, sin mayor ayuda, para levantar su negocio y sus sueños. Fue la hija de una actriz colombiana, cuenta la familia Khedrou, la que se solidarizó con ellos y les ayudó a conseguir un local para comenzar un negocio formal que hoy florece en la localidad de Suba, a unos metros de donde solía estar el carrito con el que comenzó todo. El sirio usó los ahorros de su trabajo como vendedor ambulante para pagar el alquiler. “Llamé al negocio Al Banun, que significa bendecido en árabe”, recuerda el cocinero. Ahora solo quiere que el banco le dé un préstamo para remodelar el lugar, o alquilar uno más grande, si se puede, pues los comensales son tantos en un fin de semana para ese espacio que deben esperar a las afueras del restaurante.
Cuatro años después de estar deambulando por la calle, luchando para sobrevivir, y viendo cómo la lluvia bogotana parecía acabar con la llama de esperanza que había dentro de él, a Khedrou le sonríe la vida. Ahora su negocio es próspero.
“Para mi seguir adelante es tener una vida digna, bonita, llena de salud, de felicidad, de educación. Quiero que mi hijo, que nació en Colombia, pueda estudiar, que no sufra como yo, que mi esposa continúe con su carrera. Y quiero tener muchos restaurantes para apoyar a la gente que no tiene empleo, y también poder reunirme con mi familia en un país donde pueda trabajar y vivir en paz”, dice Khedrou.