Las limpiezas étnicas no son cuentos del pasado
La discriminación contra la minoría musulmana en Myanmar ya había producido varios desplazamientos y masacres desde 1948. Este año, la historia se repitió y nadie pudo hacer nada para evitarlo.
Mateo Guerrero Guerrero
Esta es la historia de un genocidio anunciado. “El Ejército le prendió fuego a mi casa. Dentro estaban mi suegra, de edad avanzada, y mi cuñada, que tenía dificultades mentales. Las quemaron vivas. No pudimos salir con ellas cuando los militares llegaron al pueblo”, dice una de las mujeres rohinyás que prestaron su testimonio para el informe que en febrero de este año publicó el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. En ese momento faltaban seis meses para que los crímenes contra los rohinyás, la minoría étnica y religiosa que habitaba la provincia de Rakhine, al norte de Myanmar, protagonizara los titulares de prensa.
(Le puede inetersar: La huida dramática de miles de rohinyás)
“Mis dos hermanas, de ocho y diez años, estaban huyendo porque vieron venir al Ejército. Las mataron, pero no a tiros; las cortaron con cuchillos”, dijo para el mismo informe la sobreviviente de un caso de violación colectiva, una niña de 14 años proveniente del mismo pueblo que, según Human Rights Watch, junto con otros cinco asentamientos habitados por rohinyás, ya tenían 820 edificios destruidos por cuenta del Ejército en noviembre de 2016.
Lejos de Myanmar, el nombre que adoptó tras su independencia la antigua Birmania, es fácil imaginar que la crisis empezó el 25 de agosto de este año, cuando los insurgentes del Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán (ERSA) desencajaron la reputación de las autoridades del país al asestarles un golpe sorpresa a 30 estaciones de policía.
Tras un vistazo apresurado, también es posible pensar que la ira desbordada fue la principal causa de la violencia en contra de la minoría musulmana que nutre las filas del ERSA. Las cifras de la crisis, que hablan de 6.700 muertos y 650.000 personas desplazadas en menos de cinco meses, piden explicaciones más allá de una venganza ciega.
Una historia que se repite
El informe del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas no fue la única alerta temprana. Durante meses, organizaciones como el Centro Simon-Skjodt para la Prevención del Genocidio o la comunidad de académicos de la International State Crime Initiative venían advirtiendo del riesgo de que la población rohinyá fuera víctima de crímenes atroces a gran escala. No sería la primera vez.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los rohinyás pelearon codo a codo con los británicos para repeler al Imperio japonés en el sudeste asiático. A cambio, la corona inglesa prometió el fin del dominio colonial y la creación de un Estado independiente.
Como tantas otras veces, la promesa se cumplió a medias y, en lugar de restablecer las fronteras del antiguo reino de Arakán, que durante siglos fue la última frontera de la expansión del islam por Asia, las comunidades musulmanas que pelearon para tener su propio país tuvieron que conformarse con convertirse en una minoría étnica y religiosa en el interior de Myanmar, la nación que surgió tras la guerra y que aún hoy sigue siendo gobernada por representantes de su abrumadora mayoría budista.
En el año 2000, Human Rights Wahtch publicó un informe que demuestra que los ingredientes de la crisis humanitaria de hoy estaban servidos desde 1948.
Desde que Myanmar empezó a dar sus primeros pasos, el gobierno insistió en que los rohinyás eran inmigrantes ilegales. Como consecuencia, a lo largo de los años se les ha negado la posibilidad de servir como funcionarios públicos, acceder al sistema de educación o incluso movilizarse libremente por el país.
También desde el comienzo, la discriminación provocó el surgimiento de grupos insurgentes e independentistas que, en una de sus primeras y anecdóticas encarnaciones, estaban dirigidos por un tal Cassim, quien, tras ser capturado en Bangladés en 1950, dejó a sus tropas libres para dedicarse al robo y el contrabando de arroz.
La historia de insurgencia y marginalización regresó con una cara más reconocible en la década de los 70, cuando las autoridades migratorias y el ejército birmano comenzaron una operación que se conoció como Nagamin. La palabra se traduce como “rey dragón” y el programa al que estaba asignada provocó que, para mayo del 78, cerca de 200.000 rohinyás huyeran del país. Como hoy, la excusa fue la lucha contra el terrorismo y el destino exactamente el mismo: Bangladés.
La Cruz Roja no tardó en quedarse corta para atender a tanta gente y Naciones Unidas tuvo que intervenir con trece campos de refugiados. Mientras tanto, los gobiernos de Birmania y Bangladés acordaron la repatriación de los rohinyás, que sólo empezaban a cruzar la frontera cuando los refugios dejaron de recibir fondos y las raciones de comida a escasear.
Entre 1991 y 1992, el desplazamiento masivo de los 70 se volvió a repetir, esta vez con cerca de 250.000 y con la particularidad de que, en esa ocasión, Human Rights Watch reportó que el gobierno de Bangladés fue menos tolerante y empezó a realizar deportaciones forzadas.
Nada habría permitido prever las proporciones de la reciente escalada de violencia hasta 2012. En junio de ese año, los medios de comunicación birmanos reportaron la captura de tres hombres rohinyás relacionados con la violación y el asesinato de Ma Thida Htwe, una costurera de 27 años.
Poco después, un bus que iba por el municipio costero de Taungup fue detenido por un grupo de 300 budistas enardecidos. Esa noche, diez miembros de la minoría musulmana fueron linchados tras ser arrancados de los asientos en los que viajaban. Tres días más tarde, en un hecho sin precedentes que habla de la gravedad de la situación, el gobierno militar anunció la creación de un comité para investigar “los actos ilegales y anarquistas” que habían tenido lugar en la provincia de Rakhine. El Grupo Internacional de Crisis de Naciones Unidas también intervino para recomendarle al gobierno birmano que la mejor forma para evitar un rebrote de violencia era ponerle fin a la discriminación de los rohinyás. Eso no pasó.
Lo que no aprendemos de la historia
El 9 de octubre de 2016, varias personas armadas con palos, cuchillos y explosivos caseros asaltaron tres estaciones de policía en el norte de Myanmar. Decían que eran miembros del Harakah al-Yaqin (Movimiento de la Fe, en árabe). La violencia contra los rohinyás se desató.
“Los soldados me daban puños y patadas mientras gritaban ‘dile a Alá que venga a salvarte’”, se lee en otro de los muchos testimonios que la ONU recogió en su informe de febrero, cuando las alertas sobre un posible genocidio apenas empezaban a sonar.
El 25 de agosto, rebautizados como Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán (ERSA), los insurgentes que desafiaron con cuchillos a las autoridades de Myanmar regresaron con ametralladoras y multiplicaron por diez el número de estaciones atacadas en octubre. El ejército birmano no se quedó atrás y rompió su propio récord de desplazados y víctimas mortales. La ONU definió los hechos como un caso clásico de limpieza étnica.
“He estado en República Centroafricana en dos ocasiones, en Congo, en Níger, en Honduras, en México, pero nunca he trabajado en una crisis tan grande y tan dura como esta”, dice María Simón, coordinadora de la misión de Médicos Sin Fronteras en Chittagong, la región al sur de Bangladés que ha recibido el grueso de desplazados provenientes de Myanmar.
En los campos de refugiados habita el equivalente a la población de una ciudad del tamaño de Cúcuta y a Simón se le van los días gestionando al personal médico y la llegada de camiones llenos de agua y alimentos que buscan que la crisis no se agrave por motivos sanitarios.
(Le puede interesar: ABC de la crisis de los rohinyás en Birmania)
Con el fantasma de una epidemia a cuestas, la médica se sorprende por el modo en que, entre los campamentos hechos con plástico y bambú a lado y lado de las carreteras, los rohinyás no dan su brazo a torcer.
“Hay escuelas que están funcionando, hay pequeños mercados con tiendas, incluso hay una peluquería. La gente se adapta al medio y continúa con su vida, pese a que las condiciones son muy complicadas”, dice. Además destaca la política de fronteras abiertas que el gobierno de Bangladés ha tenido durante la crisis.
Para Tasleem Shakur, profesor de geografía humana en la Universidad de Edge Hill (Reino Unido), la actitud del gobierno bangladesí es producto de sus aprendizajes históricos. En 1971, cuando Bangladés se desangraba en una guerra de independencia que dejó 10 millones de refugiados en el extranjero y el genocidio de 3 millones de personas, ellos mismos fueron receptores del tipo de ayuda que ahora necesitan los rohinyás.
A pesar de eso, y siguiendo el mismo derrotero de otras crisis protagonizadas por los rohinyás, los gobiernos de Myanmar y Bangladés ya firmaron un acuerdo de repatriación a finales de noviembre. La idea es, por un lado, librar a Bangladés de la inmensa carga que supone la llegada de un número tan grande de refugiados y, por otro lado, permitirle a Myanmar limpiar un poco su reputación internacional. El acuerdo llega sin un compromiso claro para ponerle fin a la discriminación que sufren los rohinyás en Myanmar. En pocas palabras, hicieron todo para que nada cambie. El problema es que esta vez el precio de que todo vuelva a la “normalidad” es mucho mayor.
Con el genocidio y el desplazamiento de este año, la causa rohinyá atrajo la atención de organizaciones yihadistas. El pasado 27 de octubre, Abu Syed al-Ansari, líder del brazo armado de Al Qaeda en India, publicó un video en el que llamaba a pelear la guerra santa contra Myanmar.
Otra fuente de preocupación es el debilitamiento del Estado Islámico en Oriente Medio, lo que desde ya se ha traducido en un incremento de sus operaciones en el sudeste asiático, como ocurrió en Filipinas a finales de mayo. Ante la amenaza inminente, vale la pena preguntarse si el gobierno y el ejército de Myanmar van a seguir utilizando la misma excusa que han transmitido en inglés y birmano a través de sus medios oficiales: que todo es un caso de noticias falsas y que las fuerzas armadas no tienen nada que ver en lo que está pasando.
Esta es la historia de un genocidio anunciado. “El Ejército le prendió fuego a mi casa. Dentro estaban mi suegra, de edad avanzada, y mi cuñada, que tenía dificultades mentales. Las quemaron vivas. No pudimos salir con ellas cuando los militares llegaron al pueblo”, dice una de las mujeres rohinyás que prestaron su testimonio para el informe que en febrero de este año publicó el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. En ese momento faltaban seis meses para que los crímenes contra los rohinyás, la minoría étnica y religiosa que habitaba la provincia de Rakhine, al norte de Myanmar, protagonizara los titulares de prensa.
(Le puede inetersar: La huida dramática de miles de rohinyás)
“Mis dos hermanas, de ocho y diez años, estaban huyendo porque vieron venir al Ejército. Las mataron, pero no a tiros; las cortaron con cuchillos”, dijo para el mismo informe la sobreviviente de un caso de violación colectiva, una niña de 14 años proveniente del mismo pueblo que, según Human Rights Watch, junto con otros cinco asentamientos habitados por rohinyás, ya tenían 820 edificios destruidos por cuenta del Ejército en noviembre de 2016.
Lejos de Myanmar, el nombre que adoptó tras su independencia la antigua Birmania, es fácil imaginar que la crisis empezó el 25 de agosto de este año, cuando los insurgentes del Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán (ERSA) desencajaron la reputación de las autoridades del país al asestarles un golpe sorpresa a 30 estaciones de policía.
Tras un vistazo apresurado, también es posible pensar que la ira desbordada fue la principal causa de la violencia en contra de la minoría musulmana que nutre las filas del ERSA. Las cifras de la crisis, que hablan de 6.700 muertos y 650.000 personas desplazadas en menos de cinco meses, piden explicaciones más allá de una venganza ciega.
Una historia que se repite
El informe del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas no fue la única alerta temprana. Durante meses, organizaciones como el Centro Simon-Skjodt para la Prevención del Genocidio o la comunidad de académicos de la International State Crime Initiative venían advirtiendo del riesgo de que la población rohinyá fuera víctima de crímenes atroces a gran escala. No sería la primera vez.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los rohinyás pelearon codo a codo con los británicos para repeler al Imperio japonés en el sudeste asiático. A cambio, la corona inglesa prometió el fin del dominio colonial y la creación de un Estado independiente.
Como tantas otras veces, la promesa se cumplió a medias y, en lugar de restablecer las fronteras del antiguo reino de Arakán, que durante siglos fue la última frontera de la expansión del islam por Asia, las comunidades musulmanas que pelearon para tener su propio país tuvieron que conformarse con convertirse en una minoría étnica y religiosa en el interior de Myanmar, la nación que surgió tras la guerra y que aún hoy sigue siendo gobernada por representantes de su abrumadora mayoría budista.
En el año 2000, Human Rights Wahtch publicó un informe que demuestra que los ingredientes de la crisis humanitaria de hoy estaban servidos desde 1948.
Desde que Myanmar empezó a dar sus primeros pasos, el gobierno insistió en que los rohinyás eran inmigrantes ilegales. Como consecuencia, a lo largo de los años se les ha negado la posibilidad de servir como funcionarios públicos, acceder al sistema de educación o incluso movilizarse libremente por el país.
También desde el comienzo, la discriminación provocó el surgimiento de grupos insurgentes e independentistas que, en una de sus primeras y anecdóticas encarnaciones, estaban dirigidos por un tal Cassim, quien, tras ser capturado en Bangladés en 1950, dejó a sus tropas libres para dedicarse al robo y el contrabando de arroz.
La historia de insurgencia y marginalización regresó con una cara más reconocible en la década de los 70, cuando las autoridades migratorias y el ejército birmano comenzaron una operación que se conoció como Nagamin. La palabra se traduce como “rey dragón” y el programa al que estaba asignada provocó que, para mayo del 78, cerca de 200.000 rohinyás huyeran del país. Como hoy, la excusa fue la lucha contra el terrorismo y el destino exactamente el mismo: Bangladés.
La Cruz Roja no tardó en quedarse corta para atender a tanta gente y Naciones Unidas tuvo que intervenir con trece campos de refugiados. Mientras tanto, los gobiernos de Birmania y Bangladés acordaron la repatriación de los rohinyás, que sólo empezaban a cruzar la frontera cuando los refugios dejaron de recibir fondos y las raciones de comida a escasear.
Entre 1991 y 1992, el desplazamiento masivo de los 70 se volvió a repetir, esta vez con cerca de 250.000 y con la particularidad de que, en esa ocasión, Human Rights Watch reportó que el gobierno de Bangladés fue menos tolerante y empezó a realizar deportaciones forzadas.
Nada habría permitido prever las proporciones de la reciente escalada de violencia hasta 2012. En junio de ese año, los medios de comunicación birmanos reportaron la captura de tres hombres rohinyás relacionados con la violación y el asesinato de Ma Thida Htwe, una costurera de 27 años.
Poco después, un bus que iba por el municipio costero de Taungup fue detenido por un grupo de 300 budistas enardecidos. Esa noche, diez miembros de la minoría musulmana fueron linchados tras ser arrancados de los asientos en los que viajaban. Tres días más tarde, en un hecho sin precedentes que habla de la gravedad de la situación, el gobierno militar anunció la creación de un comité para investigar “los actos ilegales y anarquistas” que habían tenido lugar en la provincia de Rakhine. El Grupo Internacional de Crisis de Naciones Unidas también intervino para recomendarle al gobierno birmano que la mejor forma para evitar un rebrote de violencia era ponerle fin a la discriminación de los rohinyás. Eso no pasó.
Lo que no aprendemos de la historia
El 9 de octubre de 2016, varias personas armadas con palos, cuchillos y explosivos caseros asaltaron tres estaciones de policía en el norte de Myanmar. Decían que eran miembros del Harakah al-Yaqin (Movimiento de la Fe, en árabe). La violencia contra los rohinyás se desató.
“Los soldados me daban puños y patadas mientras gritaban ‘dile a Alá que venga a salvarte’”, se lee en otro de los muchos testimonios que la ONU recogió en su informe de febrero, cuando las alertas sobre un posible genocidio apenas empezaban a sonar.
El 25 de agosto, rebautizados como Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán (ERSA), los insurgentes que desafiaron con cuchillos a las autoridades de Myanmar regresaron con ametralladoras y multiplicaron por diez el número de estaciones atacadas en octubre. El ejército birmano no se quedó atrás y rompió su propio récord de desplazados y víctimas mortales. La ONU definió los hechos como un caso clásico de limpieza étnica.
“He estado en República Centroafricana en dos ocasiones, en Congo, en Níger, en Honduras, en México, pero nunca he trabajado en una crisis tan grande y tan dura como esta”, dice María Simón, coordinadora de la misión de Médicos Sin Fronteras en Chittagong, la región al sur de Bangladés que ha recibido el grueso de desplazados provenientes de Myanmar.
En los campos de refugiados habita el equivalente a la población de una ciudad del tamaño de Cúcuta y a Simón se le van los días gestionando al personal médico y la llegada de camiones llenos de agua y alimentos que buscan que la crisis no se agrave por motivos sanitarios.
(Le puede interesar: ABC de la crisis de los rohinyás en Birmania)
Con el fantasma de una epidemia a cuestas, la médica se sorprende por el modo en que, entre los campamentos hechos con plástico y bambú a lado y lado de las carreteras, los rohinyás no dan su brazo a torcer.
“Hay escuelas que están funcionando, hay pequeños mercados con tiendas, incluso hay una peluquería. La gente se adapta al medio y continúa con su vida, pese a que las condiciones son muy complicadas”, dice. Además destaca la política de fronteras abiertas que el gobierno de Bangladés ha tenido durante la crisis.
Para Tasleem Shakur, profesor de geografía humana en la Universidad de Edge Hill (Reino Unido), la actitud del gobierno bangladesí es producto de sus aprendizajes históricos. En 1971, cuando Bangladés se desangraba en una guerra de independencia que dejó 10 millones de refugiados en el extranjero y el genocidio de 3 millones de personas, ellos mismos fueron receptores del tipo de ayuda que ahora necesitan los rohinyás.
A pesar de eso, y siguiendo el mismo derrotero de otras crisis protagonizadas por los rohinyás, los gobiernos de Myanmar y Bangladés ya firmaron un acuerdo de repatriación a finales de noviembre. La idea es, por un lado, librar a Bangladés de la inmensa carga que supone la llegada de un número tan grande de refugiados y, por otro lado, permitirle a Myanmar limpiar un poco su reputación internacional. El acuerdo llega sin un compromiso claro para ponerle fin a la discriminación que sufren los rohinyás en Myanmar. En pocas palabras, hicieron todo para que nada cambie. El problema es que esta vez el precio de que todo vuelva a la “normalidad” es mucho mayor.
Con el genocidio y el desplazamiento de este año, la causa rohinyá atrajo la atención de organizaciones yihadistas. El pasado 27 de octubre, Abu Syed al-Ansari, líder del brazo armado de Al Qaeda en India, publicó un video en el que llamaba a pelear la guerra santa contra Myanmar.
Otra fuente de preocupación es el debilitamiento del Estado Islámico en Oriente Medio, lo que desde ya se ha traducido en un incremento de sus operaciones en el sudeste asiático, como ocurrió en Filipinas a finales de mayo. Ante la amenaza inminente, vale la pena preguntarse si el gobierno y el ejército de Myanmar van a seguir utilizando la misma excusa que han transmitido en inglés y birmano a través de sus medios oficiales: que todo es un caso de noticias falsas y que las fuerzas armadas no tienen nada que ver en lo que está pasando.