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Las protestas crecientes en Irán, aunque desafían contundentemente al gobierno de ese país y son cada vez más numerosas, quizás también sean el ejemplo de una tendencia mundial que no es un buen augurio para el movimiento iraní.
Las manifestaciones masivas como las de Irán, cuyos participantes han aducido penurias económicas, represiones políticas y corrupción, solían ser consideradas una fuerza tan poderosa que ni siquiera el autócrata más fuerte podría sobrevivir a su ascenso. Pero, según revelan las investigaciones, sus probabilidades de éxito se han desplomado en todo el mundo.
De acuerdo con una serie de datos gestionados por investigadores de la Universidad de Harvard, es más probable que esos movimientos fracasen en la actualidad que en cualquier otro momento de la historia, al menos desde la década de 1930.
No es nada claro el curso que seguirán las manifestaciones en Irán. Hay veces que las rebeliones de la población todavía provocan cambios considerables, como en Sri Lanka, donde las manifestaciones de este año fueron muy importantes para lograr la destitución de un presidente autócrata.
Pero los disturbios de Irán son posteriores a muchos tumultos civiles en los últimos meses —en Haití e Indonesia, Rusia y China, incluso Canadá y Estados Unidos— que, aunque han tenido impacto, casi ninguno ha logrado conseguir el tipo de cambios que pretendían muchos manifestantes o que solían ser más comunes.
Es posible que este giro tan abrupto y relativamente reciente marque el fin de una era que duró décadas cuando el denominado poder del pueblo representaba una fuerza importante para la propagación de la democracia.
Durante la mayor parte del siglo XX, las manifestaciones masivas se volvieron más comunes y más propensas a triunfar; en muchos casos, ayudaron a derrocar autócratas o a fortalecer la democracia.
Según los datos de Harvard, para principios de la década de los 2000, tenían éxito dos de cada tres movimientos de protesta que demandaban un cambio sistémico. En retrospectiva, esto era un gran triunfo.
Esta tendencia comenzó a revertirse más o menos a mediados de esa década y, para fines de la década de 2010, pese a que las manifestaciones siguieron haciéndose más comunes, su índice de éxito se había reducido a la mitad, a una de cada tres. Los datos de principios de la década de 2020 indican que quizás se haya vuelto a reducir a la mitad, a una de cada seis.
“Las acciones no violentas están teniendo su menor porcentaje de éxito en más de un siglo”, escribió en un artículo reciente Erica Chenoweth, una politóloga que supervisa el proyecto de monitoreo de manifestaciones.
Los años 2020 y 2021 “han sido los peores en la historia para el poder del pueblo”, añadió Chenoweth.
Se sigue analizando cuáles son las causas de esta tendencia, pero los expertos han concordado en que la provocan unas cuantas fuerzas generales, algunas de las cuales ya se pueden observar en Irán.
En primer lugar, hay una polarización cada vez más extendida a nivel mundial, además de desigualdad de ingresos, actitudes nacionalistas, medios de comunicación fragmentados y otras fuerzas que profundizan las divisiones en términos sociales y políticos.
Irán, cuyos partidos políticos compiten de manera estrepitosa incluso en medio de la autocracia, no es la excepción. Algunos analistas ven cada vez más señales de polarización en el país con relación a la economía, animadversiones entre las zonas urbanas y rurales, y una división entre los moderados y los de línea dura que es tanto partidista como cultural.
En momentos de turbulencia, las sociedades polarizadas se vuelven más propensas a alinearse con bandos distintos en el contexto de las manifestaciones masivas. Esto puede empoderar incluso a los gobiernos repudiados y ayudarles a retratar a los manifestantes como representantes de un reducido grupo de interés y no de la población en su conjunto.
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Según una teoría propuesta por la socióloga de la Universidad de Columbia Zeynep Tufekci, las redes sociales, mismas que facilitan la organización de las manifestaciones y permiten que estas alcancen cifras que antes eran inconcebibles, casi siempre con escaso liderazgo formal o sin él, paradójicamente, también podrían perjudicar esos movimientos.
En otros tiempos, los activistas tal vez dedicaban meses o años a desarrollar las estructuras organizativas y los vínculos con el mundo real necesarios para desplegar una manifestación masiva. Esto también hacía que los movimientos perduraran al inculcar la disciplina y establecer cadenas de mando.
Las redes sociales permiten que los manifestantes en potencia omitan esas etapas y se motiven unos a otros a actuar con tan solo una publicación que se vuelve viral. Como resultado, de la noche a la mañana se forman concentraciones de miles o millones de personas en las calles, pero con frecuencia se desvanecen con esa misma rapidez.
Sin esa infraestructura activista tradicional, las protestas de las redes sociales están menos preparadas para resistir la represión del gobierno. Sin un líder, es más fácil que se fracturen y tengan problemas para coordinarse de manera estratégica.
Habitualmente, junto con las negociaciones a puerta cerrada con dirigentes políticos o la construcción de alianzas con actores poderosos, las manifestaciones eran solo una herramienta más de las campañas activistas para presionar a los gobiernos. Al dejar de canalizar la energía popular hacia esa forma de organización, el uso de redes sociales ahora hace que las manifestaciones masivas casi siempre sean la única herramienta y, por lo general, ineficaces por sí solas.
Al mismo tiempo, las autocracias, como respuesta a las revueltas en los países árabes y exmiembros de la Unión Soviética al principio de este siglo, han aprendido a debilitar los movimientos masivos con métodos más sutiles que solo la fuerza bruta.
“Vivimos en una época de autoritarismo digital”, ha escrito Chenoweth. Las dictaduras, al apoderarse del internet y de otras herramientas, han creado nuevos métodos “desde la vigilancia directa a las interacciones de los activistas hasta el acoso e intimidación en línea, pasando por la rápida difusión de propaganda de Estado, la infiltración en movimientos sociales y la censura selectiva”.
Esto casi nunca es suficiente para que los gobiernos sofoquen toda la disidencia. Pero, para triunfar, solo tienen que generar suficientes dudas, divisiones o escepticismo indiferente para que los manifestantes no logren reunir una masa crítica de apoyo.
El gobierno de Irán es uno de los muchos que han desarrollado esas herramientas al combinar los apagones digitales y la censura —lo suficientemente reducidos como para frustrar a los activistas sin provocar un contragolpe generalizado— con desinformación y propaganda nacionalista en internet.
Además, los gobiernos cada vez encuentran más aliados entre su población que están en contra de las manifestaciones. Las crecientes actitudes antiliberales, que consideran que los gobiernos dictatoriales son convenientes y que las manifestaciones son ilegales, en ocasiones otorgan su respaldo popular a la represión de esos movimientos por parte del gobierno.
Chenoweth ha sostenido que uno de los resultados de estos cambios es que el tamaño de la multitud ya no define el éxito de las manifestaciones. Más bien, el factor más importante quizá sea la capacidad del movimiento para convencer o presionar a los principales intermediarios del poder dentro del país a fin de que se distancien del gobierno.
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Una lección para los manifestantes de Irán es que tendrán que conseguir aliados solidarios dentro del gobierno. Pero es común que para ese cabildeo tras bambalinas se necesiten grupos activistas experimentados, exactamente del tipo que el gobierno de Irán ha pasado años dispersando.
También se necesita que existan fisuras dentro de la élite gobernante. Aunque el sistema de Irán está claramente fragmentado, sus múltiples facciones y centros de poder están unificados en defensa del sistema autócrata del país, un legado del surgimiento de ese gobierno en una revolución violenta.
Aunque, en realidad, no es que las manifestaciones masivas siempre fracasen en el mundo actual, sus probabilidades de éxito van en picada y pueden propiciar reacciones en cadena incluso más allá del declive de la democracia.
Para empezar, según los datos de la Universidad de Harvard, la eficacia de las rebeliones armadas, que desde hace mucho han considerado contraproducentes los activistas de la democracia, se ha reducido de manera más lenta que la de las protestas no violentas, lo cual hace que ahora ambos métodos tengan casi las mismas probabilidades de éxito.
“Por primera vez desde los cuarenta, una década en la que predominaban las rebeliones partidistas respaldadas por el Estado contra las ocupaciones nazis, la resistencia no violenta no tiene, en términos estadísticos, ninguna ventaja significativa sobre el levantamiento armado”, escribió Chenoweth.
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