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Además de envolver en secretismo su programa atómico, el régimen de Corea del Norte ha ocultado los efectos de sus pruebas nucleares sobre la salud ciudadana según dos norcoreanas que denuncian en una entrevista con EFE cómo sus vidas quedaron trágicamente marcadas por estas operaciones encubiertas.
El destino de Lee Myung-ok, norcoreana llegada al Sur en 2015, quedó vinculado hace tiempo a Punggye-ri, una aldea en el corazón de Kilju, condado en el montañoso del noreste del país, donde creció y vivió hasta hace poco más de una década.
Lee, de 62 años, recuerda que en Kilju la gente “solía explorar el monte en busca de hongos de pino o ir al arroyo Namdae a pescar truchas”.
Pese a lo remoto, Kilju es un nudo logístico que está en la línea de tren que une Pionyang y el único cruce fronterizo con Rusia y que tiene otra conexión férrea hasta Hyesan, importante núcleo comercial en la frontera con China.
Esto, unido a las características geológicas de las montañas circundantes, seguramente pesó a la hora de designar Punggye-ri como el lugar donde el régimen, para desgracia de sus residentes, probaría en seis ocasiones sus bombas atómicas, las primeras de ellas en 2006 y 2009.
El régimen nunca notificó a la población local que esos “terremotos” eran detonaciones atómicas, cosa que sí hizo cuando realizó un tercer test el 12 de febrero de 2013 y anunció públicamente que había sido un éxito.
“Aquel día fui al mercado y las señoras eran puro regocijo hablando de como nuestro país no se había doblegado y podía plantar cara al enemigo estadounidense”, dice Lee, subrayando que por ese entonces “nadie sabía nada sobre armas nucleares ni los efectos de la radiación”.
Pronto, dice, la comunidad empezó a ser testigo de los estragos que aparentemente estos tests han causado en la región. Su hijo y su sobrina enfermaron ese mismo 2013, y la salud de hasta ocho amigos de su primogénito también empezó a deteriorarse.
Todos murieron en un lapso de entre tres y cinco años, incluyendo su hijo, que falleció en 2018 a los 31 años. El diagnóstico en cada caso fue el mismo: tuberculosis.
“Los médicos sabían que no era tuberculosis, pero no podían decir nada debido al régimen”, dice.
El médico que atendió al hermano de Kim Jung-ae, escritora norcoreana llegada al Sur hace dos décadas, sí que admitió en secreto que la radiación había envenenado su cuerpo —cubierto de pústulas tras servir en el ejército durante 13 años en una unidad destinada al Centro de Investigación Nuclear de Yongbyon— y el de sus compañeros.
“Ningún médico en Corea del Norte puede diagnosticar oficialmente estas cosas. Hacerlo es un crimen”, cuenta Kim, que es presidenta del capítulo de la asociación PEN Internacional para autores norcoreanos en el exilio y ha compilado tanto su experiencia como la de Lee y otros paisanos supuestamente afectados por el programa nuclear en una colección de relatos.
Resulta imposible saber a qué se expuso en Yongbyon —complejo 100 kilómetros al norte de Pionyang que aloja, entre otras cosas, un reactor de 5 megavatios y una procesadora de combustible atómico— el hermano de Kim, que pese a fallecer a los 39 años tras una larga y dolorosa agonía mantuvo el juramento que le hicieron firmar para no contar nunca “lo que comió, vio, oyó o vivió allí”.
“Lo que queremos es llevar a Kim Jong-un ante la justicia internacional y que pague por los crímenes que ha cometido contra los norcoreanos”, asevera con determinación Kim.
En el caso de Kilju, Lee recuerda que el agua que la mayoría de vecinos consume procede del arroyo Namdae, que nace bajo el monte Mantap, algo que un estudio de la ONG Transitional Justice Working Group (TJWG) subrayó en 2023, incidiendo en que algunos residentes han mostrado alteraciones cromosómicas en pruebas médicas realizadas en Corea del Sur.
Posteriores estudios realizados este año no han logrado establecer claramente un vínculo entre pruebas nucleares y la salud de los residentes de la comarca, algo que ya es complicado de por sí y que se vuelve tarea casi imposible al sumar el absoluto hermetismo del régimen.
Ese parece ser el caso de la propia Lee, a la que ningún médico parece poder ayudar con sus constantes migrañas y agudo dolor en las articulaciones que ella cree que vienen de años de residir en Kilju.
“Siempre es lo mismo, voy al hospital, me hacen pruebas y en los resultados todo aparece normal”, añade con frustración.
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