Madres hay más que una: encuentro de luchas, de la Shoa a los “falsos positivos”
En abril de 1944, el ejército nazi detuvo a 44 niños judíos en un refugio francés. El combate de sus madres fue clave para encontrar y juzgar al responsable. Una de las madres de Soacha se encontró con sus descendientes. Historias de las luchas cruzadas de dos dolores incomparables.
Ricardo Abdahllah-Camacho | Izieu, Francia
Una mujer y un hombre se entrelazan las manos frente a una casona en la colina que domina la población de Izieu, en el este de Francia. Nunca se han visto antes, tal vez nunca vuelvan a verse. Ella se llama Blanca Nubia Monroy. Él se llama Alex Halaunbrenner.
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Una mujer y un hombre se entrelazan las manos frente a una casona en la colina que domina la población de Izieu, en el este de Francia. Nunca se han visto antes, tal vez nunca vuelvan a verse. Ella se llama Blanca Nubia Monroy. Él se llama Alex Halaunbrenner.
Ella es la madre de Julián Oviedo Monroy. Él es el hijo de Ita-Rosa Halaunbrenner.
Blanca Nubia dice: “Cuando Julián tenía unos días de nacido le prometí que nunca lo iba a abandonar. Él ya no está, pero yo aún no lo he abandonado”.
Alex dice: “Mi madre ya no está, pero sigue aquí con nosotros”.
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La casona del fondo fue construida como villa de descanso, pero en mayo de 1943 una pareja de refugiados, Sabine y Miron Zlatin, ella polaca, él ruso, la convirtieron en un refugio para niños judíos. Gracias a las redes organizadas por asociaciones religiosas, allí llegaban menores cuyos padres intentaban ponerlos a salvo. Izieu estaba en la parte de Francia ocupada por Italia, y los italianos se mostraban mucho menos cooperantes con los nazis que la policía francesa, que no solo entregaba más judíos de los que los alemanes exigían sino que, siguiendo la consigna del jefe de gobierno Pierre Laval, había comenzado a deportar a los niños junto a sus padres.
“La casa de Izieu no era un lugar clandestino, los niños recibían educación, podían salir hasta el pueblo e incluso a veces iban a bañarse al Ródano, al fondo del valle dominado por la colina”, explica Dominique Vidaud, director del centro memorial que hoy funciona en el lugar.
Por la casa pasaron 105 niños y niñas; 44 estaban presentes el 6 de abril de 1944, cuando los camiones militares subieron por la carretera que lleva a la colina. Los alemanes se los llevaron a todos junto a los adultos que los cuidaban. El trabajador de una granja cercana diría años después que a los que se negaban a subir los golpeaban con las armas y los arrojaban a los camiones “como si fueran costales”.
Blanca Monroy se sobresalta cuando escucha la expresión. La ha utilizado cada vez que cuenta su historia.
“Como un costal, sí. Julián se negó a subir al camión. Le rompieron el brazo con la culata de un fusil. Lo tiraron dentro del vehículo como si fuera un costal”.
El paisaje de Izieu, ese verde claro que termina en río verde oscuro, no se parece al mar de luces interminables que se ve desde las colinas de Soacha, pero la brisa fría que sube y baja desde temprano sí hace pensar en los barrios de la periferia sur de Bogotá.
Allí los malos llegaron el 2 de mayo del 2008. Los camiones en los que tirarían gente como si fueran costales, , como los nazis, estaban a 600 kilómetros de distancia. Para que los muchachos se dejaran llevar, les ofrecieron trabajo. Julián se despidió como si fuera a volver pronto. Le prometió a Blanca que con lo que le pagaran iban a poder terminar la casa. Blanca dice que cada noche durante las semanas que siguieron a la desaparición de Julián, le puso un plato de comida con la esperanza de que llegara.
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Durante los meses que siguieron a la redada de la casa de Izieu, Ita-Rosa Halaunbrenner tenía la esperanza de que Mina y Claudine, sus dos hijas que estaban en el refugio el día que los alemanes llegaron, se encontraran a salvo en alguna parte. No sabía que ellas y sus compañeritos habían sido ejecutados en las cámaras de gas de Auschwitz. Que hacían parte de los 11.000 niños judíos víctimas de la Shoah en Francia gracias a la entusiasta colaboración de las autoridades francesas.
“Todas las madres esperaron el regreso. También los huérfanos esperaron toda la vida el regreso de sus padres. Esto se explica por lo repentino e irrazonable de la desaparición, pero también por la imposibilidad de realizar los ritos funerarios. Los nazis crearon una generación de no muertos, de muertos errantes”, explica la psicóloga Nathalie Zadje, que ha acompañado durante años a víctimas y descendientes de víctimas del holocausto.
Tatuaje de amor, tatuajes de odio
“Con el tiempo empezaron a llegar noticias de que los muchachos desaparecidos de Soacha estaban apareciendo en el departamento de Santander. Cuando alguien dijo que entre ellos estaba ‘el que vivía en frente de la fábrica’, fue como si se me prendiera una grabadora en la cabeza que no dejaba de repetir: Julián está muerto. A Julián lo mataron”, dice Blanca.
Días después, en una oficina de Medicina Legal, le mostraron la fotografía del brazo de un joven identificado como “NN número 42”. Podía verse un tatuaje. El dibujo de una balanza.
“Se lo había hecho porque era de signo libra. Luego me han dicho que esa balanza quiere también decir ‘justicia’”, rememora Blanca mientras se dobla la manga para mostrar a las personas que han venido al memorial de Izieu a escuchar su testimonio que ella también se ha hecho ese tatuaje.
En la primera fila del auditorio están Serge y Beate Klarsfeld. Originarios de Rumania y Alemania, la pareja ha dedicado su vida a buscar alrededor del mundo a aquellos que hicieron parte de un sistema que buscó la exterminación total y sistemática de los judíos y dejó seis millones de víctimas, que representaban dos tercios de la población judía de Europa y cerca del 40 % de los judíos del mundo. Muchos de los que sobrevivieron aún llevan en el antebrazo el número tatuado que les hicieron sus verdugos.
La dignidad de las madres
Los Klarsfeld trabajan en un informe sobre el papel de las madres durante la Shoah. Serge dice que ya que tiene 88 años y tal vez será el último de una larga carrera dedicada a crear memoria sobre las atrocidades cometidas por los nazis.
“Las madres sobrevivieron mucho menos que los padres. Muchas se entregaban para salvar a sus hijos, o preferían morir para no abandonarlos. Tiendo a pensar que el instinto maternal es más fuerte que el instinto de supervivencia”, dice.
Ita-Rosa Halaunbrenner fue una de esas madres sobrevivientes. Su lucha junto a Beate Klarsfeld fue la piedra angular para que Klaus Barbie, el comandante de la Gestapo de la ciudad de Lyon y responsable de la redada de Izieu, fuera capturado.
La cacería del “Carnicero de Lyon”
Luego de la derrota alemana, decenas de responsables nazis encontraron refugio en América del Sur, donde las dictaduras militares los acogieron a cambio de entrenamiento y consejería. Tras varios años de cooperación con la inteligencia estadounidense, Barbie había terminado por instalarse en Bolivia bajo el nombre Klaus Altman. Su verdadera identidad no era un secreto, pero las autoridades locales se negaban a extraditarlo. Luego de hacer campaña ante varias instituciones políticas europeas, Beate e Ita-Rosa decidieron viajar al país andino y encararlo directamente, encadenándose frente a su oficina en La Paz. Beata sostenía una pancarta que decía: “En nombre de los millones de víctimas del nazismo, que se permita la extradición de Klaus Barbie-Altman”. La de Ita decía: “Boliviano, ayúdame. Pido solo justicia, madres. Que se juzgue a Barbie-Altman, asesino”.
Un año después Barbie fue extraditado a Francia. En su juicio en la ciudad de Lyon, el fiscal a cargo, Pierre Truche, diría que de todas las acusaciones contra Barbie, la más grave era la detención y posterior muerte de los 44 niños de Izieu. Los testimonios de Ita-Rosa Halaunbrenner y de Fortunée Benguigui-Chouraki , sobreviviente de Auschwitz y cuyos hijos de trece, siete y cinco años hacían parte de los niños de Izieu, fueron claves en el proceso.
“Barbie vino a buscar a un primo que estaba en la resistencia. Golpeó a mi madre y a mi padre antes de llevárselo. Yo tenía 12 años, fui el último en verlo pero ya no era su rostro, era el rostro de un mártir”, dice Alex Halaunbrenner. “Mi madre envió a mis hermanas a Izieu, nosotros vivimos escondidos hasta el final de la guerra y sin embargo nunca vi llorar a mi madre hasta el día que habló en el juicio de Barbie”.
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“Hubo que esperar el proceso de Barbie para que un juicio no fuera solo un proceso contra los acusados, sino un espacio para las víctimas. Dar testimonio no es solo contar, es comprometer su palabra frente a los demás. Es transmitir, aun corriendo el riesgo de que la barbarie vuelta a entrar en la vida”, dice Jacques Vedrin, quien participó en el juicio contra Barbie como perito en psiquiatría.
Blanca recuerda el primer día que vio entrar a los militares acusados de haber engañado a su hijo con ofertas de trabajo para luego ejecutarlo y hacerlo pasar por un insurgente. Sus uniformes, la arrogancia de algunos que pasaban jugando en su celular las largas horas que ella aguantaba sin tener ni siquiera con qué pagarse un café o algo de comer. Alrededor de esas audiencias se fue consolidando el grupo de las Madres de Soacha, que se convirtieron en un símbolo de la búsqueda de justicia para las familias de los mal llamados “falsos positivos”, los civiles asesinados para aumentar las estadísticas de insurgentes dados de baja.
“Nos amenazaron. Nos llamaron víboras. Tal vez somos víboras, pero somos víboras que buscan la verdad”, dice Blanca. Agrega que las telas que bordan las Madres de Soacha han sido su sicólogo, que ha perdonado y entiende a quienes no quieren o no pueden perdonar.
“Las madres testimonian por todos. Es un proceso que puede ayudarles a extirparse de ese medio en el que no hay separación del mundo de los vivos y de los muertos”, anota Jacques Vedrin. “En algún momento aparece un documento, un testigo, que aclara las cosas y de ahí se puede iniciar un proceso al final del cual haya un acuerdo entre toda la sociedad. Aquí ocurrió esto. Estas personas fueron las responsables y ya nadie puede negarlo”.
A Ita-Rosa Halaunbrenner le tomó cuarenta y cuatro años ver al responsable de la muerte de sus hijos frente a un tribunal. Blanca Nubia Monroy lucha desde hace quince. Durante esos años el número de casos de “falsos positivos” documentados ha llegado a ser 6.402 entre 2002 y 2008. Casi el doble de los muertos y desaparecidos que dejaron los diecisiete años de dictadura de Augusto Pinochet en Chile.
En varios lugares de Francia, precediendo a dos de sus compañeras que planearon viajar por Europa en las semanas siguientes, Blanca Nubia presentará su caso y su lucha. Dirá que las Madres de Soacha tienen listas las ideas para un monumento a sus hijos asesinados y que ojalá ese monumento no se convierta en un elefante blanco.
Dice que algunas aún arrastran las deudas del tiempo en el que sus hijos fueron muertos sin nombre.
El pasado 4 de octubre, el presidente Gustavo Petro pidió disculpas en nombre del Estado colombiano. Blanca estuvo conmovida, pero dice que al fin y al cabo Petro no estaba a cargo cuando ocurrieron los hechos. Que el reconocimiento, la verdad y las excusas deberían venir del entonces presidente: Álvaro Uribe Vélez.
Como muchas personas en Colombia, Blanca cree tener hace tiempo la respuesta a la pregunta “quién dio la orden?”, pero en la colina de Izieu, donde ha escuchado la historia de 44 niños cuyo recuerdo la hará llorar esa noche, agregará una segunda pregunta de tres palabras. “¿Y por qué?”.
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