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Migración en Colombia tras cinco años de crisis humanitaria en Venezuela

El 19 de agosto de 2015 se desató la que se convirtió en la actual emergencia migratoria más grande del hemisferio: millones de venezolanos comenzaron a salir de su país por culpa del hambre y la pobreza. La mayoría llegó a Colombia. Radiografía de una migración que no para.

María Clara Robayo
17 de agosto de 2020 - 02:00 a. m.
Las familias venezolanas que se instalaron en carpas en la autopista Norte esperando ayuda para retornar a su país. AFP
Las familias venezolanas que se instalaron en carpas en la autopista Norte esperando ayuda para retornar a su país. AFP
Foto: JOSE VARGAS ESGUERRA
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No cabe duda de que la inmigración internacional es el nudo gordiano de comienzo de este siglo. Un tema irresoluto que ocupa cada vez a más países y en el que Colombia hoy se inserta como nunca lo imaginó y menos en el rol de principal receptor de una gran diáspora producida por una de las peores crisis humanitarias del continente americano.

Este 19 de agosto se cumplen cinco años de un hito que ha transformado para siempre la relación de Colombia con el Estado y la sociedad venezolana. Por esta misma fecha en el 2015, el gobierno de Maduro, en circunstancias altamente violatorias de los derechos humanos, deportó a unos 2.000 colombianos y provocó el retorno forzado de otros 20.000 connacionales que tuvieron que regresar en precarias condiciones a territorio colombiano junto con sus familias binacionales.

Este lamentable hecho produjo una aguda crisis diplomática que desencadenó el cierre unilateral de fronteras por parte de Venezuela durante casi un año, la apertura de un corredor humanitario para retornados liderado por la Unidad Nacional para Gestión de Riesgo de Desastres y el comienzo de una diáspora creciente que ha visto la necesidad de ingresar a Colombia de manera irregular a través de los cientos de trochas ubicadas en la raya, pasos no oficiales que se encuentran a lo largo de los 2.219 km fronterizos compartidos.

Ante las difíciles condiciones socioeconómicas y políticas en Venezuela, los migrantes en busca de proyectos de vida más dignos cruzan una frontera porosa, compleja en materia de seguridad y que ha estado cerrada en momentos críticos: la crisis diplomática de retornados y deportados entre mediados de 2015 y 2016, el cierre y la militarización de la frontera a inicios del 2019, tras el fallido intento de ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela y el actual cierre bilateral ante la amenaza de la emergencia de salud pública del COVID-19.

En los últimos cinco años Colombia se ha consolidado como el receptor de al menos el 36 % de una diáspora que hoy alcanza la cifra de 5’180.615 venezolanos en el mundo. Como principal frontera terrestre de Venezuela, con quien se comparten fuertes vínculos sociales, políticos, económicos y culturales y un profuso pasado migratorio, el aumento de la inmigración en Colombia ha sido vertiginoso, pasando de cerca de 350.000 migrantes entre 2015 y 2016 a 1’784.883 en 2020 (Migración Colombia).

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En solo cinco años, la migración venezolana nos ha dejado un cúmulo de experiencias y varias enseñanzas que nos abren nuevos espacios de reflexión y crecimiento como sociedad.

Colombia, a pesar de ser un país con históricas e intensas dinámicas de movilidad humana, despierta colectivamente al tema migratorio con la reciente llegada de población extranjera. A diferencia de antes, hoy hablamos de migración y empezamos a entender que es un fenómeno social de difícil retroceso, más aún cuando Venezuela no da señales de cambio.

Sabemos que la diáspora venezolana empezó hace más de veinte años y que su perfil se ha hecho cada vez más diverso: prestigiosos políticos y empresarios, exiliados, profesionales con altos niveles formativos, técnicos, estudiantes, madres gestantes o cabezas de familia, hombres solos que se aventuran a una migración exploratoria, refugiados, adolescentes o niños sin la compañía de adultos, personas mayores o enfermas que vienen buscando un mejor servicio médico, todos ellos hacen parte de un grupo de personas a quienes despectivamente a veces llamamos “venecos”. Un término que deshumaniza, reduce peyorativamente al ser humano a una nacionalidad y desconoce que cerca del 25 % de los más de dos millones de migrantes son colombianos retornados.

Por otra parte, pese a la exigua preparación del Estado y la sociedad colombiana para un fenómeno de tal magnitud y complejidad, en los últimos años se ha desplegado una articulación institucional multinivel para la gestión migratoria y humanitaria.

A pesar de que la ayuda internacional ha sido insuficiente, como lo ha declarado el Gobierno en repetidas ocasiones, hemos visto la llegada de una gran variedad de oficinas de organismos multilaterales, agencias consultoras y operadores de cooperación internacional. Asimismo, la labor social de órdenes religiosas, organizaciones civiles y no gubernamentales ha sido determinante en la gestión humanitaria de la migración en los territorios.

A escala nacional, Migración Colombia ha mostrado un rápido fortalecimiento y capacidad de respuesta que, aunada a un conjunto de acciones dispersas que han emergido en la contingencia desde el Ejecutivo, el Legislativo y la función pública en el ámbito nacional y local, han logrado configurar marcos legales e institucionales aún en proceso de consolidación que, pese a su poca definición y las grandes falencias en la garantía de derechos a los migrantes, merecen un reconocimiento.

Otorgar la nacionalidad colombiana a hijos de padres venezolanos nacidos en territorio nacional entre 2015 y 2021 ha librado de la apatridia a más de 30.000 niños. Es una decisión que ha marcado un precedente importante en nuestra legislación, que debe ser resaltada como modelo de buena practica a escala internacional y que es recíproca con Venezuela, el país que ha nacionalizado a más colombianos en el exterior.

De la misma manera, la tríada entre migración, crisis humanitaria en Venezuela y COVID-19 ha dado un papel protagónico a las fronteras, territorios con los que históricamente el Estado mantiene una deuda. Es la oportunidad para reconocer la importancia de estos territorios en la relación interdependiente, no solo con Venezuela como principal vecino, sino con toda la región desde un enfoque integrador y de corresponsabilidad ante un fenómeno de movilidad humana transnacional.

Finalmente, de manera tardía los colombianos hemos empezado a descubrirnos y definirnos desde la diferencia y las similitudes con un pueblo hermano, como es el venezolano. Un proceso enriquecedor y necesario, pero que requiere un interés genuino por entender Venezuela y una mirada abierta frente a los grandes aportes de los flujos migratorios en el mundo, para no caer en miedos infundados y nacionalismos mal entendidos que deriven en comportamientos xenófobos y en barreras hacia una efectiva integración social, económica, política y cultural de los migrantes.

Una sociedad que integra y construye desde la diferencia es una sociedad sostenible; sin embargo, no hay fronteras más grandes que las mentales y hacia allí deben dirigirse los esfuerzos en el próximo quinquenio.

Es preciso trabajar por la construcción de una ley migratoria integral que incluya a la migración irregular y dialogue con los territorios; involucrar a todos los gobiernos locales en la gestión migratoria; desde un enfoque holístico, abrir canales de integración para facilitar el desarrollo de los proyectos de vida de los migrantes y sus múltiples aportes en la sociedad, y construir un pacto social para la migración donde participen articuladamente la comunidad internacional, el Estado colombiano, el sector privado, los medios de comunicación, la academia y la sociedad civil.

* Investigadora del Observatorio de Venezuela, Universidad del Rosario.

Por María Clara Robayo

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