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Cada vida tiene una serie de fechas indelebles: el nacimiento de un hijo, la muerte de un padre, una tragedia nacional, como la del 11 de septiembre. Una fecha imposible de olvidar, en mi caso, es el 19 de septiembre de 1985. Entonces era un niño de 11 años que vivía en Ciudad de México, y unos minutos después de las 7:00 a. m. iba de camino a la escuela. De pronto, la calle empezó a sacudirse; el auto se balanceaba de un lado al otro de la calle. Se sentía como si estuviéramos volando. Esto duró casi tres minutos.
En la escuela circulaba el rumor de que el centro de la ciudad había quedado destruido. A mi padre le gustaba llegar a su oficina en esa parte de la capital a eso de las 7. Pasé toda la mañana en pánico. Ese sismo tuvo una magnitud 8,0. Se estima que al menos 5.000 personas murieron, aunque es probable que el número real haya sido mucho mayor. Una réplica aterradora al día siguiente tuvo una magnitud 7,5. Para tener una comparación de la escala, el terremoto de Los Ángeles de 1994 fue de 6,7 y duró menos de 20 segundos.
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El terremoto que golpeó a Turquía y Siria el lunes fue de 7,8 y no paró durante unos dos minutos. Las escenas que llegan de Idlib, Alepo, Hatay, Alejandreta y otras ciudades devastadas son atroces. Y son especialmente estremecedoras para quienes cargan con sus propios recuerdos de algún gran sismo.
Veinte años después del terremoto de Ciudad de México, fui a Pakistán para cubrir los esfuerzos estadounidenses de envío de ayuda tras el terremoto de Cachemira de 2005, en el que murieron unas 86.000 personas. En mi primera noche en Islamabad, un sismo pequeño que duró apenas unos segundos me despertó de súbito en medio de la noche, así que me metí debajo de la cama. Mientras yacía ahí, angustiado, me asaltaron los recuerdos de México.
A la mañana siguiente, me llevaron en un helicóptero paquistaní a lo que alguna vez fue una localidad pequeña llamada Balakot, en la Provincia de la Frontera Noroccidental. De su población de 50.000 habitantes, había perdido 16.000 en un terremoto que duró menos de un minuto. Parecían imágenes de la Hiroshima posatómica: solo unos pocos edificios permanecían en pie entre las ruinas.
Se suele decir que los terremotos son desastres “naturales”. Es, sin embargo, un término engañoso. El verdadero desastre casi siempre es provocado por el ser humano, que a menudo se traduce en casas y edificios mal construidos sin las varillas de refuerzo y otros soportes estructurales necesarios, seguido de una gestión de crisis incompetente tras la catástrofe.
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En Pakistán, las edificaciones de mala calidad son, principalmente, consecuencia de la pobreza. En México, un país más rico, que en teoría tenía códigos estrictos de construcción que se crearon después de las secuelas de terremotos anteriores, la razón era, con frecuencia, la corrupción del gobierno.
Después del terremoto, resultó imposible ignorar que tantos edificios de oficinas privadas y casas residenciales permanecieron ilesos, mientras que hospitales, sedes de secretarías y escuelas construidos y operados por el gobierno quedaron en ruinas. El terremoto en México expuso la podredumbre, estructural y moral, en el corazón de régimen priista, cuasidictatorial y orientado al desarrollo.
Tampoco ayudó que el gobierno mexicano rechazara la ayuda extranjera en las críticas primeras horas después del desastre. El nacionalismo y el falso orgullo no tienen cabida en una catástrofe. La incompetencia del gobierno indignó a muchos mexicanos que antes del sismo se resignaban a mantenerse al margen de la política. Esa indignación derivó en la creación de movimientos de protesta civil y campañas que reclamaban una mejor gobernabilidad. No es sencillo precisar el origen de la transición de México a una verdadera democracia, pero el 19 de septiembre de 1985 bien podría ser la fecha. De las circunstancias más trágicas pueden surgir cosas positivas.
Tal vez ese sea también el caso de Turquía, sobre todo si el presidente Recep Tayyip Erdoğan responde a la emergencia con su torpeza y paranoia habituales. Está en la antesala de unas elecciones cruciales, programadas para la primavera, y su país ya enfrentaba una tasa de inflación de casi el 60 %. No sorprendería que use el estado de emergencia que declaró, y que se prolongará tres meses, para intimidar y pavimentar el camino a otro mandato presidencial. Si la respuesta del gobierno turco no es eficiente ni efectiva, y si Erdoğan da la impresión de estar desconectado, el terremoto también podría llevar a su colapso.
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Tengo aún menos esperanzas para Siria, en donde no hay límites para la crueldad que Bashar al-Assad está dispuesto a infligir para mantenerse en el poder. El embajador de Siria ante las Naciones Unidas dijo que toda la ayuda debe canalizarse a través del gobierno, lo que debería ser inadmisible debido a la reputación de al-Assad con respecto a la corrupción. Se necesitarán otras vías para ayudar a los sirios desolados.
Un último recuerdo sísmico: en Balakot tuve la oportunidad de escuchar a algunos de los niños que sobrevivieron al terremoto, pero que perdieron a sus familias. Era difícil contener las lágrimas ante su serenidad. Ahora pienso en los niños que esta semana perdieron a sus padres o, de manera igualmente desgarradora, en los padres que perdieron a sus hijos.
Incluso en la era de la guerra en Ucrania y otras catástrofes, ¿podemos tener una vocación sostenida de caridad y compasión para ayudar, de manera inteligente, en el largo período de recuperación que se avecina?
Alrededor del mediodía de ese día de septiembre de 1985, mi madre fue a mi escuela y me llevó a casa al abrazo de mi padre. Hasta el día de hoy pienso en la suerte que tuvimos y sufro por tantas personas que no la tuvieron.
* Bret Stephens ha sido columnista de Opinión en el Times desde abril de 2017. Ganó un Premio Pulitzer por sus comentarios en The Wall Street Journal en 2013 y anteriormente fue editor jefe de The Jerusalem Post. Facebook
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