Pensadores 2020: ¿Cómo lograr una internet segura para la democracia?
El prestigioso investigador de la Universidad de Stanford y codirector del Programa sobre Democracia e Internet de esa institución, reflexiona, entre otras tendencias digitales, sobre los riesgos monopolizadores de Facebook, Google y Twitter.
FRANCIS FUKUYAMA / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR / STANFORD
En octubre estalló un conflicto entre uno de los principales candidatos demócratas a la presidencia de EE. UU., la senadora Elizabeth Warren, y el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg. Warren había solicitado la división de Facebook y Zuckerberg dijo en un discurso interno que esto representaba una amenaza “existencial” a su compañía. Facebook fue entonces criticado por publicar un aviso para la campaña de reelección del presidente Donald Trump que incluía una afirmación evidentemente falsa, acusando al exvicepresidente Joe Biden, otro de los principales contendientes demócratas, de corrupción. Warren provocó a la empresa colocando su propio aviso, deliberadamente falso. (Más de nuestra serie Pensadores 2020).
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En octubre estalló un conflicto entre uno de los principales candidatos demócratas a la presidencia de EE. UU., la senadora Elizabeth Warren, y el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg. Warren había solicitado la división de Facebook y Zuckerberg dijo en un discurso interno que esto representaba una amenaza “existencial” a su compañía. Facebook fue entonces criticado por publicar un aviso para la campaña de reelección del presidente Donald Trump que incluía una afirmación evidentemente falsa, acusando al exvicepresidente Joe Biden, otro de los principales contendientes demócratas, de corrupción. Warren provocó a la empresa colocando su propio aviso, deliberadamente falso. (Más de nuestra serie Pensadores 2020).
Esta pelea refleja los agudos problemas que presentan los medios sociales para la democracia estadounidense y, de hecho, para todas las democracias. Internet ha desplazado en muchos aspectos a los medios tradicionales —como los periódicos y la televisión— como fuente principal de información sobre los eventos públicos y escenario de las discusiones sobre ellos. Pero los medios sociales tienen un poder muchísimo mayor para amplificar ciertas voces y ser convertidos en armas por fuerzas hostiles a la democracia, desde los troles rusos a los conspiracionistas estadounidenses. Esto ha derivado, a su vez, en pedidos para que el gobierno regule las plataformas de internet para preservar el propio discurso democrático.
Pero, ¿qué formas de regulación son constitucionales y factibles? La Primera Enmienda de la Constitución estadounidense contiene protecciones muy fuertes para la libertad de expresión. Aunque muchos conservadores han acusado a Facebook y Google de “censurar” las voces de la derecha, la primera enmienda solo se aplica a las restricciones gubernamentales a la expresión; el derecho y la jurisprudencia protegen la capacidad de las partes privadas, como las plataformas de internet, para moderar sus propios contenidos. Además, la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996 las exime de la responsabilidad civil que las disuadiría de editar sus contenidos.
El gobierno estadounidense, en cambio, enfrenta fuertes restricciones a su capacidad para censurar contenidos en internet de manera directa, digamos, como China. Pero Estados Unidos y otras democracias desarrolladas, de todos modos, han regulado la expresión de manera menos intrusiva. Esto es especialmente cierto en el caso de los medios masivos tradicionales, en los que los gobiernos han dado forma al discurso público gracias a su capacidad para otorgar licencias de canales de difusión, prohibir ciertas formas de expresión (como la incitación al terrorismo o la pornografía dura) o establecer emisoras públicas con el mandato de ofrecer información confiable y políticamente equilibrada.
El mandato original de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC, por su sigla en inglés) no era simplemente el de regular a las emisoras privadas, sino también el de apoyar al “interés público”. Esto evolucionó en la Doctrina de la Imparcialidad de la FCC, que obligó a las emisoras de radio y televisión a mantener una cobertura y difusión de opiniones políticamente equilibradas. La constitucionalidad de esta intrusión en la expresión pública fue desafiada en 1969, en el caso Red Lion Broadcasting Co. vs. FCC, en que la Suprema Corte confirmó la autoridad de la Comisión para obligar a una estación de radio a difundir las respuestas a un comentarista conservador. La justificación de esta decisión se basó en la escasez del espectro de difusión y el control oligopólico del discurso público en manos de las tres principales redes de televisión en ese momento.
La decisión de Red Lion no sentó jurisprudencia, sin embargo, ya que los conservadores continuaron disputando la Doctrina de la Imparcialidad. Los presidentes republicanos vetaron reiteradamente los intentos demócratas de convertirla en un estatuto y la propia FCC la derogó en 1987, mediante una decisión administrativa.
El auge y la caída de la Doctrina de la Imparcialidad muestran lo difícil que sería crear un equivalente en la era de internet. Existen muchas similitudes entre ese momento y el actual, que tienen que ver con la escala. Hoy Facebook, Google y Twitter alojan la mayor parte del discurso a través de internet y mantienen la misma posición oligopólica que tenían las tres grandes redes de televisión en la década de 1960. Sin embargo, es imposible imaginar a la FCC actual articulando un equivalente moderno de la Doctrina de la Imparcialidad. Nuestros políticos están mucho más polarizados y lograr un acuerdo sobre lo que constituye la expresión inaceptable -por ejemplo, las diversas teorías conspirativas ofrecidas por Alex Jones, incluida aquella que sostiene que la masacre de 2012 en una escuela de Newtown, Connecticut, fue una farsa- sería imposible. Un enfoque regulatorio para la moderación de contenidos es, por lo tanto, un callejón sin salida. No en principio, sino en términos prácticos.
Por eso debemos considerar las leyes antimonopolio como una alternativa para la regulación. El derecho de las partes privadas a autorregular los contenidos ha sido protegido celosamente en EE. UU. No nos quejamos de que The New York Times se niegue a publicar a Jones, porque el mercado de los periódicos es descentralizado y competitivo. Una decisión similar de Facebook o Youtube es mucho más trascendental, debido a su control monopólico sobre el discurso en internet. Dado el poder que detenta una empresa privada como Facebook, raramente se considerará que esas decisiones sean legítimas.
Por otra parte, nos preocuparía mucho menos la moderación de contenidos de Facebook si fuese simplemente una de muchas plataformas competitivas en internet, con visiones diferentes sobre lo que constituye la expresión aceptable. Esto nos lleva a la necesidad de repensar profundamente los cimientos de la Ley Antimonopolio.
El marco en el que los reguladores y jueces ven hoy las leyes antimonopolio se estableció durante las décadas de 1970 y 1980 como subproducto del auge de la economía de libre mercado de la escuela de Chicago. Como lo registra el reciente libro de Binyamin Appelbaum, The Economists’ Hour, figuras como George Stigler, Aaron Director y Robert Bork lanzaron una crítica sostenida a la aplicación excesivamente ferviente de las leyes antimonopolio. La mayor parte de sus argumentos fueron económicos: la Ley Antimonopolio se estaba usando contra empresas que habían crecido porque eran innovadoras y eficientes. Sostuvieron que la única medida legítima del daño económico causado por las grandes corporaciones era el menor bienestar de los consumidores, indicado por los precios o la calidad. Creían además en la competencia disciplinaría en última instancia, incluso a las empresas más grandes. Por ejemplo, la fortuna de IBM no decayó debido a la acción antimonopólica gubernamental, sino al auge de las computadoras personales.
La crítica de la escuela de Chicago propuso un argumento adicional, sin embargo, quienes crearon el marco inicial de la Ley Antimonopolio Sherman de 1890 solo estaban interesados en el impacto económico de la gran escala, no en los efectos políticos del monopolio. Con el bienestar de los consumidores como única norma para iniciar acciones gubernamentales, era difícil presentar argumentos contra empresas como Google y Facebook, que regalaban sus productos principales.
Estamos en medio de un gran replanteamiento de ese cuerpo del derecho que hemos heredado, a la luz de los cambios producidos por la tecnología digital. Los economistas y estudiosos del derecho están empezando a reconocer que los consumidores sufren por cuestiones como la pérdida de la privacidad y la renuncia a la innovación, ya que Facebook y Google venden los datos de sus usuarios y adquieren las nuevas empresas que podrían desafiarlas.
Pero los daños políticos causados por la gran escala también son cuestiones críticas que deben ser consideradas al hacer cumplir las políticas antimonopolio. Los medios sociales han sido utilizados como armas para socavar la democracia, acelerando deliberadamente el flujo de mala información, las teorías conspirativas y las difamaciones. Solo las plataformas de internet tienen capacidad para filtrar esta basura del sistema, pero el gobierno no puede delegar en una única empresa privada (controlada en gran medida por una única persona) la tarea de decidir qué es un discurso político aceptable. Nos preocuparía mucho menos este problema si Facebook fuera parte de un ecosistema de plataformas descentralizado y competitivo.
Las soluciones serán muy difíciles de implementar: está en la naturaleza de las redes recompensar la escala y no queda claro cómo se podría dividir una empresa como Facebook, pero tenemos que reconocer que, si bien la edición de los contenidos del discurso digital debe estar en manos de las empresas privadas que lo alojan, ese poder no puede ser ejercido en forma segura a menos que se lo disperse en un mercado competitivo.
Traducido al español por Ant Translation.
Copyright: Project Syndicate, 2019. www.project-syndicate.org