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Tras casi un año de acciones militares, el gobierno israelí, encabezado por el primer ministro, Benjain Netanyahu, ha logrado “neutralizar” la amenaza de seguridad proveniente de la Franja de Gaza, desde donde los militantes palestinos habían lanzado sorpresivos ataques contra civiles y militares en la frontera sureste a inicios de octubre de 2023, con un saldo de 1.200 muertos y más de 200 cautivos. La respuesta del gabinete de guerra de Netanyahu fue el castigo colectivo sobre la Franja al matar a cerca de 47.000 personas, así como ataques selectivos contra miembros de Hamás y Hezbolá en Siria y Líbano, y el inédito ataque con misiles contra Irán, que han remodelado el escenario de seguridad en la región.
Sin embargo, la ecuación de la aparente estabilidad regional en Oriente Medio será condicionada por múltiples factores que atraviesan sus principales actores. A pesar de una significativa reacción internacional contra las violaciones al derecho internacional, incluidas una denuncia en la Corte Penal Internacional y órdenes de aprehensión contra sus líderes político-militares, Israel ha logrado una victoria táctica que ha debilitado el cerco del Eje de Resistencia iraní y, por tanto, disminuir casi absolutamente la amenaza que supone Hamás. Además, Tel Aviv respira la neutralidad de los Estados del golfo, pero sigue asumiendo muchos riesgos cada vez que amplía el alcance de su guerra preventiva contra Líbano y Siria, colocando en la cuerda floja tanto los Acuerdos de Abraham como la normalización diplomática con Arabia Saudita.
Domésticamente, en 2026 se celebrarán elecciones parlamentarias, donde la composición de la Knéset determinaría la continuidad del apoyo electoral al enfoque propuesto por el primer ministro israelí frente a la cuestión gazatí. Las últimas encuestas muestran que el partido gobernante, Likud, lograría conservar la mayoría, pero se vería obligado a negociar con otros partidos opositores como Yesh Atid, Unidad Nacional, Israel Beytenu y Demócrata, que pueden constreñir el rango de acciones de Netanyahu respecto al futuro del estatus de los territorios palestinos y la relación con los vecinos. Las ajustadas estimaciones para la continuidad de un gobierno ultraconservador exponen la paradoja del vencedor: mientras la política de defensa ha neutralizado militarmente las amenazas de Hamás y sus socios regionales, ahora los votantes empiezan a mirar los costos económicos de la guerra, el destino de los secuestrados en Gaza y el día después de las probables conversaciones de paz, incluso con la reemergencia del debate sobre los cargos de corrupción y la reforma judicial del “premier” israelí como asuntos determinantes en su decisión electoral.
La reciente caída de la dinastía Asad en Siria agrega otros puntos de importancia. Por un lado, Irán muestra signos de fragilidad al perder un aliado (Siria). Considerado como un engranaje fundamental en la logística de guerra de su Eje de Resistencia que apoyaba los esfuerzos de Hezbolá y, por ende, a Hamás, la influencia de Teherán se ha visto mermada por la evidente baja capacidad de responder a los ataques indirectos contra sus socios del Eje y a los propios ataques directos contra su infraestructura militar generados por Tel Aviv.
Esta manifiesta debilidad en la región podría verse impactada por coyunturas domésticas e interdomésticas. Dentro de la primera cabe resaltar que Irán está en un escenario de transición política, en donde se cruzan el ascenso de la facción moderada liderada por el nuevo presidente Peveskian y la futura sucesión del líder supremo, Ali Khamenei. Esto puede crear una oportunidad para un “efecto contagio” de los vientos sirios a favor de un cambio de régimen que no solo ha sido insinuado por Netanyahu, sino que se ha mantenido latente desde las protestas abortadas de 2019 y recientemente por las manifestaciones tras la muerte de Mahsa Amini.
Dentro de la segunda, Irán ha invertido en mejorar sus relaciones con su rival, Arabia Saudita, y otros Estados del golfo, como Bahréin y Emiratos Árabes Unidos. Para estos Estados la guerra resulta ser un mal negocio, y por ello han adoptado una actitud de pivote entre las agresiones israelíes, las acciones de las organizaciones militantes palestinas, las respuestas iraníes y las operaciones estadounidenses que les mantenga al margen de los efectos negativos del conflicto. No obstante, la nueva administración Trump ha mantenido un discurso de seguir con la presión contra el régimen teocrático debido a la amenaza que supone su programa de desarrollo nuclear. Mantener las sanciones perjudicaría aún más la economía iraní debilitando su capacidad de amenaza, pero probablemente cohesionaría a su élite para sostener un comportamiento belicoso no solo contra Washington, sino contra su aliado regional, Tel Aviv, lo que complicaría el escenario de no agresión que Teherán ha tratado de construir con sus históricos rivales regionales.
Si Irán acusa cierto declive regional, la caída de Asad ha puesto los reflectores en Turquía, como un jugador de importancia regional emergente. No es impensable que la intervención turca en la guerra civil siria se haya dado en dirección de que su vecino del sur cayera bajo su esfera de influencia, más allá del comentando conflicto con los kurdos. En medio de una ambigua relación bilateral, caracterizada por una intensa cooperación económica y duros cuestionamientos a las acciones israelíes en Gaza, Turquía puede convertirse en un desafío para Netanyahu, dada la posibilidad de acoger a Hamás en su suelo. Si es así, las amenazas de seguridad no desaparecerían, pero podrían cambiar lentamente de patrocinador.
No obstante, una visión más optimista apunta a que la influencia turca en Oriente Medio podría ir orientada a ser un actor moderador entre gigantes de la región, lo cual contribuiría a cierta paz en la región, con un Irán frágil y un Israel con las líneas trazadas. Lograr esto implicaría una negociación en la que incluso Estados Unidos debería involucrase más, a pesar de la intención de Trump de sacar al país de cualquier conflicto. Bajo este escenario, utilizar a Turquía para que sea un actor de estabilidad regional implicaría para Washington desistir del apoyo a los kurdos en Siria, así como que Trump diera marcha atrás a su política de anexión de los Altos del Golán sirios y se retractara de su posición de la anexión de Cisjordania por parte de Israel.
Por último, sin lugar a duda, el movimiento palestino ha tenido un año para el olvido. A pesar de concitar gran apoyo internacional para su causa, las facciones palestinas se mantienen divididas y enfrentadas. Esto ha redundado en que la guerra que Hamás ha emprendido sea apenas un intento en solitario y desesperado del ala militar por resucitar la cuestión de la autodeterminación palestina, sin apenas apoyo de actores políticos como la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en Cisjordania, temerosa siempre de los efectos en su relación de dependencia con Tel Aviv. Así, mientras Hamás se muestra como una milicia reducida y errante por el descabezamiento de su cúpula y la indiferencia de varios gobiernos árabes, como Egipto y Jordania, Al Fatah en la ANP sufren el rechazo de miles de palestinos ante su incapacidad de detener los planes de anexión de Cisjordania por parte de Israel. En pocas palabras, Palestina sufre su propia crisis de representación política, que ha contribuido a la falta de un liderazgo capaz e inclusivo, tal vez uno de los factores por los cuales la cuestión palestina sigue congelada en el tiempo.
En estas condiciones, por sí misma, la causa palestina tiene bajísimas probabilidades de alcanzar sus objetivos, pero nunca son cero: el rol de los países árabes, como Arabia Saudita, y otomano, como Turquía, podrían facilitar las condiciones de éxito, pero siempre y cuando las facciones palestinas acuerden una forma común de expresar sus demandas, como ha empezado a desarrollarse a partir de la Declaración de Beijing de este año, que reunió a 14 facciones palestinas en su intención por diseñar una estructura de gobernanza de los territorios palestinos como condición necesaria de un Estado palestino bajo las directrices de las resoluciones de Naciones Unidas. Tal vez en 12 meses caracterizados por los reveses y alianzas fluidas, la unidad política de los palestinos parece ser un logro inicial que pueda contribuir a la paz en Oriente Medio en un escenario futuro de reconstrucción y posconflicto.
* Profesor de relaciones internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia) y magíster en ciencia política de la Universidad de Salamanca (España).
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