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Por estar de visita en Colombia, a Fernando Vallejo no le tocó el terremoto del pasado 7 de septiembre: 8,2 de magnitud en la escala Richter, con epicentro en Chiapas y un centenar de muertos. El lunes pasado, antes de regresar a Ciudad de México, les advirtió a sus familiares en Medellín que ese desastre era el anuncio de otro, pero que no se preocuparan porque ya se había salvado del grande de 1985 y, esperando uno mayor, mantiene la alacena con provisiones extras y galones de agua potable para cualquier emergencia.
Y así fue. Al día siguiente, a la 1:14 de la tarde: “¡Pum! ¡Tan! ¡Tas! Se mecía el edificio como sacudido por un gigante borracho y rabioso. ¡Plaaaaas! Se desplomó el de al lado”. Volvió a ocurrir tal y como cuenta su experiencia de hace 32 años al comienzo de la novela Entre fantasmas.
El martes 19 de septiembre de 2017 –fecha en la que se cumplía el aniversario del que arrasó el país y dejó doce mil muertos–, el Servicio Sismológico reportó que bastaron 7,1 grados y un epicentro a cien kilómetros de la capital, en Morelos, para pulverizar 39 edificios del Distrito Federal; tres en la avenida circular Ámsterdam, uno de ocho pisos con balcones en la misma cuadra de la céntrica zona de Condesa en la que el escritor colombiano es reconocido porque todos los días, a mañana y tarde, sale a recorrer con sus amados perros el peatonal central, que fue pista de hipódromo y queda junto al Parque México.
Entre los casi 300 muertos contabilizados en el país van seis vecinos de Vallejo, todos del 107 de la misma avenida, incluida la escritora Lorna Martínez Skossowska, de 86 años de edad y quien el año pasado había publicado su autobiografía Hojas sueltas de mi álbum, por la que figura en la Enciclopedia de la Literatura de México.
Quedó atrapada bajo el concreto del primer piso. Alcanzó a hablar con los brigadistas el jueves en la tarde. Estaban felices de encontrarla y de haber rescatado con vida a Sergio Ruiz. Pero cuando lograron sacarla, entrada la noche, ya había fallecido. Unas 800 personas cantaron sobre las ruinas el himno nacional en su honor, callándose el verso “…y retiemble en sus centros la tierra”. La revista Proceso denunció que la estructura no era sismorresistente: “usaron varilla de media pulgada para sostener los pisos, cuando debían de haber usado un mínimo de grosor de dos. Es un acto criminal... para ahorrar dinero”. En el vecindario también se desmoronó el Ámsterdam 25, de cuatro pisos.
A esa misma hora, desde el teléfono de una casa cercana donde una amiga les ofreció albergue a él y a su compañero, el coreógrafo mexicano David Antón, Fernando Vallejo le reconstruyó a El Espectador la nueva odisea mientras las autoridades les notifican si pueden volver al séptimo piso del edificio donde viven, marcado con el número 122.
“Yo acababa de regresar de Colombia. La alarma pública de terremotos sonó dos horas antes porque hubo un simulacro. La muchacha (Olivia) me avisó porque muy poco se oyó. Después, una vez sentimos el movimiento tan fuerte, salí con ella hacia la azotea. David se quedó abajo, no quiso subir. Como casi no podíamos caminar, porque todo se iba para un lado y para otro hasta casi tumbarlo a uno, tuvimos que agarrarnos al alambrado de los anjeos de la terraza. Estando arriba me dice la muchacha: ‘se está cayendo el edificio de la esquina’. Y se cayó en tres segundos. No lo vi porque no tenía las gafas, pero oí el estruendo. Fue muy desolador.
El terremoto del 85 fue distinto. Era más trepidante. Este duró un minuto y el otro dos, pero esos minutos de los terremotos se vuelven horas. Como esta ciudad esta en un punto sobre agua subterránea y nosotros estamos en un séptimo piso, se desprendieron las cosas. Todo se fue al piso; los cuadros, los libros, las alacenas; la cocina quedó con el piso lleno de aceite; el piano se corrió y quedó con una pata torcida; hay vidrios quebrados por toda la casa; los cuadros obstaculizan las puertas, el caos total. Esta vez no se rompieron las ventanas, en el anterior sí. Al computador en el que escribo no le pasó nada.
Pensé: ‘qué caso tiene salir’. Mi perrita Bruja sí advertía cuando había temblores como ese del 85. En cambio la de ahora (Brusca) es una irresponsable. No hizo nada. La encerré en un cuarto para que no se cortara con los vidrios y se me desangrara. ¿Cómo la curaba en la oscuridad? Pero al rato llegaron los socorristas y nos ordenaron evacuar. Olivia se la llevó a su casa mientras pasa todo.
Hace 32 años fue diferentísimo. Esa vez el gobierno de Miguel de la Madrid desapareció por completo. Ese terremoto quedó en manos de la gente y antecedió a la caída del PRI (Partido Revolucionario Institucional, que gobernó durante siete décadas). El comportamiento de los mexicanos fue asombroso y conmovedor. Los ciudadanos removieron ladrillo por ladrillo para auxiliar a la gente atrapada. Recuerdo que al día siguiente a las 6 de la tarde hubo una réplica muy fuerte. Ya había aprendido yo que había que subir a la azotea. ¿Meterse bajo el quicio de las puertas? ¡Qué va! La azotea era la medio única posibilidad de sobrevivir.
Después de eso se oscureció todo, la gente empezó a sacar los carros con las luces encendidas y se fueron. Los celadores cerraron los edificios y se fueron. Salíamos en medio de filas y filas de carros y en cada esquina había un espontáneo que dirigía el tráfico y la gente le hacía caso. Yo tenía la experiencia del terremoto de Managua (1972). Estuve allí (‘donde a veces la tierra se sacude tratando de quitarse a los nicaragüenses de encima’) poco después de sucedido, mientras hacía la investigación para el libro de Barba Jacob (El mensajero). También recordé en estos días el tsunami que destruyó la capital de Portugal (tras un terremoto en 1755, que cobró unas cien mil vidas humanas) en tiempos de Voltaire (que escribió el Poema sobre el desastre de Lisboa).
Esta vez sabía que no iba a ser lo mismo del 85, por la situación de inseguridad, de desempleo, de pobreza que se vive. Entonces no pasó nada distinto a la catástrofe. Ahora he sabido de atracos desde motocicletas y de robos cometidos por personas disfrazadas de socorristas. Pero el gobierno tomó el control pronto y empezaron a desalojar.
Cuando logramos salir a la avenida, en la esquina de la cuadra había un gentío, todo el tiempo se oía la gritería. No me quise acercar ahí. De un momento a otro hubo un silencio absoluto. Me explicaron que alguien de los cuerpos de socorro levanta los puños cuando oye un ruido que sale de entre las ruinas y todos callan porque puede ser un sobreviviente pidiendo auxilio. Fue conmovedor ver muchachos en filas por cuadras y cuadras ayudando, pasándose de mano en mano picos y palas, para remover escombros, o yodo y alcohol para curar heridas. Muy hermoso. Ver a la juventud en esa actitud me hace pensar en el porvenir de este país y del mundo. Algo para despertar la esperanza en la humanidad, que es la que yo no tengo. Es lo que he captado. Eso es lo importante. Lo que nos pasó a nosotros, no.
La tarde del martes todo mundo permaneció en la calle, nadie volvió a los apartamentos. Nosotros dijimos: ‘no va a pasar nada más’ y subimos con David a sacar cosas. No había ni agua, ni luz, ni gas, ni nada. Pero pensamos que si bajábamos no nos iban a dejar subir otra vez. Era mejor quedarnos. Teníamos agua recogida y alimentos. Esta vez no sentí réplicas del terremoto. Dormir no podíamos porque desde el edificio se oían los gritos, las sirenas, el clamor de la gente, los vivas y el júbilo cuando rescataban a alguien. Oía. No me asomé nunca. Los ecos me llegaban.
Una situación de estas hace pensar en muchas cosas, en el sentimiento de fervor colectivo. Lo percibí en la Plaza de San Pedro en Roma, también en la Plaza de Bolívar de Bogotá, llena de gente agitando pañuelos blancos. El alma colectiva que no me ataca me contagió aquí lo que la gente vive tal vez en un estadio de fútbol o vivió durante la visita de Francisco a Colombia, y eso que soy anticatólico.
Nadie sabe cuándo sucederá otro terremoto. Pero hay que superar el miedo, si no, ninguna persona podría volver a los edificios, más en esta colonia que quedó tan golpeada. Con las cosas de la naturaleza nada se puede saber. Lo único que sé es que si hay otro temblor me subo a la azotea. No es una cosa de control mío.
Con esa tensión estuvimos la noche del martes, todo el miércoles y parte del jueves, pero era muy difícil seguir en el apartamento en esas condiciones. A mediodía llegaron los de Protección Civil, golpearon a la puerta y nos hicieron evacuar de nuevo, tanto el edificio donde vivimos como los cercanos. Hablaban de muchos edificios fracturados, desahuciados. Revisamos las columnas del nuestro y se veían bien. Sin embargo, nos dijeron que debíamos irnos por unos días mientras ellos revisan uno por uno a ver si nos permiten el acceso o se desalojan para siempre.
Me pregunto: Si Dios existe, cómo es posible que desencadene esto y destruya lo que él hizo. No puede ser que él, siendo el de la suprema bondad, se convierta en el de la suprema maldad, el que nos manda terremotos, huracanes, temperaturas monstruosas, horrores equivalentes a los causados por 200 bombas atómicas. ¿Que son ‘los designios del altísimo’. Decir eso es miserable.
En mi cuadra tienen acordonado todo. Aquí estoy desconectado, no sé qué está pasando. Sabemos que las autoridades están presentes y se me hace ejemplar como lo han manejado. Todo lo sucedido me dice que tengo un amor muy grande por México, al fin y al cabo he vivido aquí la mayor parte de mi vida (46 de sus casi 77 años de edad).
Calculo que podremos volver a nuestra casa dentro de cuatro días, una vez termine el rescate y la demolición del edificio de la esquina. Mientras tanto no conectan la electricidad, el gas y el agua, porque se puede producir algún escape. Muy angustioso”.
Al frente del apartamento de Vallejo vive Arturo Ripstein, el famoso cineasta mexicano que no quiso rodar una película sobre el sismo de 1985. En el aniversario de 2016 otros directores estrenaron 7:19, título que retomó la hora exacta en que empezó aquella devastación.
Fernando Vallejo no sabe si esta nueva vivencia será materia prima literaria. En 1993 se desahogó recreando el terremoto de los doce mil muertos en su novela Entre fantasmas: “…a las siete y veinte se desató el terremoto. Estaba yo arrebujado con mi Brujita en mi cama (mi perra Bruja, que es lo que yo más quiero), semidormido, semisoñando… cuando ¡pum! se desató el de aquí, el que tumbó medio México: empezaron a hablar las paredes, a decir, a protestar, a cantar el aria de la locura. Cuadros se caían, vidrios se quebraban, pisos se rajaban, y yo en un séptimo piso balanceándome como el péndulo de Foucault. ‘¿Será que ya me dio también el síndrome de Menière?’, pensé. ¡Qué va síndrome! Era temblor, terremoto. ¡Pum! ¡Tan! ¡Tas! Se mecía el edificio como sacudido por un gigante borracho y rabioso. ¡Plaaaaas! Se desplomó el de al lado. ‘Se colapsó’, como dijo por televisión el presidente: —Hubieron muchos edificios colapsados —dijo el Tartufo— y muchos muertos.
¡Cállate, imbécil! No les sumes a las catástrofes naturales las del idioma. Aprende a hablar. ¿O lo único que sabes es robar? ¡Hubieron! ¡Colapsados! ¡Ignoranta! Pobre país asolado sucesivamente por un perro, un Tartufo, un terremoto, un feto. ¡Ay Dios! Y yo que nunca digo Dios diciendo ‘Dios mío, ya, por favor, ya basta’, olvidando en la confusión del momento que lo que Él primero tumba son las iglesias, verbigracia la catedral de Manizales, a la que le ha descopetado, una tras otra, en dos temblores, las torres.
Mi piano negro de cola salió por la vidriera y ¡ay!, fue a dar contra el pavimento de la calle, de mi avenida Ámsterdam, en perfectísimo acorde de Do Mayor: Do, mi, sol, do, mi, sol, do… Resonando sus armónicos en un quebrar de vidrios hasta el cielo. ¡Qué sonido el de mi difunto Steinway, qué altos, qué bajos, qué espléndido fue! ¡Qué bien me salía en él la sonata Tempestad, ay!
¿Y el hotel Regis? ¡Al suelo! Colapsado. ¿El hotel Versalles? ¡Al suelo! Colapsado. ¿La “unidad habitacional” Juárez? ¡Al suelo! Colapsada. ¿El Centro Médico? Ídem, igual, colapsado. ¿El edificio de la Conalep? Colapsado. ¿El Edificio Nuevo León? Colapsado. Miles de edificios colapsados, y bajo los edificios colapsados los homo sapiens enterrados. ¿Y el mío, el de Ámsterdam? Más zarandeado que calzón de puta, ya se iba a caer cuando la furia de nuestra santa madre tierra paró. Paró en seco.
Entonces vino la calma silenciosa de la muerte… Polvaredas subían hacia el cielo, y persiguiendo el polvo las llamas. Al norte, al sur, al este, al oeste, por todos los rumbos de la ciudad los incendios. Eran los edificios colapsados, y tras de colapsados incendiados. ‘¡Claro, por eso cortan la luz en los temblores!’, pensé yo. Para evitar chispas. Chispas que incendien la paz social y prendan la revolución. —¿Te asustaste mucho, negrita? —le pregunté a mi Brujita. Y ella que sí, que no, que se sentía segura conmigo que la protejo de un rayo. Y así es, en efecto, si se le viene encima el maldito me interpongo yo. Ella es un gran danés de raza, y de alma un ángel. Alta, esbelta, de porte excelso y flexibilidad prodigiosa, lo más noble y hermoso que he conocido. Ya está viejita, ‘grande’ como dicen en este país de eufemistas, pero ¡quién no! Negra ella y negra su sombra, de este lado del sol se ve doble… Así se ve ahora que salimos a la calle a inspeccionar los daños del terremoto, a verificar los estragos, a contar los muertos, y a conocer, antes que nada, las cuarteaduras sísmicas, las rajaduras de la tierra que con tanto que había vivido y me las habían ponderado aún no me había sido dado ver, como la que vi en esta ocasión que se tragó al policía, al extorsionador de tránsito, al ‘tamarindo’ como llaman aquí a estos ladrones y no dejó del bandido ni el olor. No lo pudieron sacar ni con caña de pescar, y eso que le pusieron de cebo, en la punta, de anzuelo, un billete… Y después diciendo los de la inmobiliaria que lo único seguro en esta tierra es la tierra… Miren a ver si sí. La tierra es más móvil que mi destino, ¡rateros! Y el orden nada más que otro más entre los infinitos estados del caos. Pero basta de filosofías, Brujita, que hoy no está el palo pa cucharas y nos vamos a ver el rescate de los bebés.
Los bebés, cachorros de homo sapiens, berriones, barrigones, que no pudo exterminar san Herodes, el santo rey, muy resistentes son. Aguantan días sin leche, ni agüita, ni respirar, metiditos en cualquier huequito bajo los escombros, en un ángulo de dos vigas y una plancha de la construcción de cinco o diez o veinte pisos que se colapsó. Son como alacranes. Pues de los huequitos de los ‘multifamiliares’ colapsados los iban sacando los espontáneos, los ‘hombres-topo’, los ‘rescatistas heroicos’ como los calificó Zabludovsky, un extraterrestre, un zanuco, un engendro de televisión. ¡Y aplausos de la multitud!
Y yo con mi Brujita viendo, oyendo, presenciando, calculando las cifras de la matazón. ‘The dead toll’, como dicen en inglés. Entre hembras, machos y cachorros yo digo que veinte mil. A veinte mil ese día en un solo instante enterramos, a veinte mil cuando menos, pobres almitas de Dios. O mejor dicho, no los enterramos nosotros: los enterró el terremoto. Mas tan acostumbrado estaba el prigobierno a mentir, a robar, que sin darse cuenta por lo apurado del caso, pues los sacaron del baño con los calzones abajo, que mientras más fueran los muertos más la ayuda internacional, o sea más para robar, arrastrados por la inercia de su mentira esencial dijeron los consuetudinarios que los muertos fueron dos mil. Como si ellos también hubieran causado el terremoto… ¿Dos mil? ¡Dos mil vi sacar yo! Aunque ahora, desde la calma del futuro, con cabeza fría, viendo mejor las cosas, con los ojos de la Historia, pienso que sí, sí lo causaron. Aves de mala suerte, de mal agüero, ellos causaron el terremoto. Lo atrajeron con imán. ¡Claro que lo causaron! ¿Pero decía que qué? Que salí con mi Brujita a la calle a contar muertos, y a aspirar hondo, profundo, el aire de la vida, el smog. Smog con cadaverina. México, septiembre ¿del año qué? ¡Del año de la canica! De mi pasado remotisisísimo”.
Y Fernando Vallejo sigue temiendo que falte uno peor.