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Esta historia no empieza en 1993, sino 60 años antes. El 15 de marzo de 1933, Joan Ruth Bader nació en una familia judía de clase media en Brooklyn. Kiki, como le decía su familia con cariño, fue una alumna destacada que mostró desde muy temprano el inconformismo que la volvió una leyenda. Por ejemplo, desde pequeña, sus profesores la castigaron por escribir con la mano izquierda. Pero eso no la amilanó. Muchos años después, en una entrevista que dio a la televisión pública de Estados Unidos en 1994, contó como disfrutaba mucho sus clases de inglés, historia y ciencias sociales, pero que nunca se sintió cómoda en las clases de “economía del hogar” que todas las niñas de su colegio debían tomar. En esa entrevista, con su voz pausada y dulce, la jueza Ginsburg dijo que “incluso antes de conocer la palabra feminismo nunca entendí porque no podía hacer cosas mucho más divertidas que cocinar o coser, como, por ejemplo, estar en los talleres de carpintería con los niños creando figuras de madera de la nada”.
Este instinto por reconocer lo que está mal no hizo sino crecer durante los años gracias, sobre todo, a otra mujer. Su madre Celia con frecuencia le leía a la joven Kiki las columnas que Eleanor Roosvelt, una mujer extraordinaria que rompió todos los moldes como primera dama de Estados Unidos. Roosvelt fue designada por el presidente Truman como la primera embajadora de Estados Unidos en la recién creada Naciones Unidos y la jueza Ginsburg, con 13 años de edad, escribió una columna en el periódico escolar que sin duda fue el preludio de lo que iba a venir. Después de describir la Carta de las Naciones Unidas como uno de los grandes documentos de la humanidad, Kiki escribió, como una premonición por la defensa por la igualdad de género que marcó su vida: “Tenemos que entrenarnos en la idea de vivir con el otro como buenos vecinos”. En esa época la jueza Ginsburg también tuvo que enfrentar por primera vez a un monstruo silencioso que la siguió por el resto de su vida: el cáncer. Dos días antes de graduarse del colegio, perdió a su madre por un cáncer cervical que le encontraron dos años atrás. (Trump quiere designar “sin demora” un nuevo juez de la Corte Suprema)
Con la muerte de su madre aún fresca en su memoria, Joan Ruth Bader ingresó a la prestigiosa Universidad Cornell en 1950. Allí conoció a su esposo, Martin Ginsburg, en una cita a ciegas. Desde ese momento nunca se separaron hasta la muerte de Martin, por otro maldito cáncer, en 2010. La jueza Ginsburg solía decir: “Martin fue el primer hombre que conocí al que le importó que tuviera un cerebro”. La jueza y su esposo fueron una pareja que rompió todos los estereotipos. Por ejemplo, es famosa la anécdota, en una época donde los roles de las mujeres y los hombres en una relación se aceptaban como un dogma, que Martin se ocupara de cocinar todas las noches para su familia mientras su esposa apoyaba en las tareas a sus hijos o preparaba sus clases en la Universidad. Martin, famoso por su humor, dijo en un discursó en 1995 que llamó “reflexiones de estar casado con la Corte Suprema” que la “la jueza Ginsburg fue expulsada de la cocina hace más de 25 años por sus hijos, amantes de la comida. Ella ya no cocina, y la única receta que conoce, la cacerola de atún, no es la favorita de nadie”. En 2003, en un evento en Washington, Martin contaba la misma anécdota, aunque esta vez con un pequeño giro. Dijo que la Honorable Ruth (como le decía en público en algunas ocasiones) “no era bienvenida en la cocina por petición de sus dos hijos, que tienen sentido del gusto”. En las dos ocasiones, a su lado, la jueza Ginsburg asintió con risa, recordando esas épocas donde detestaba las clases de “economía del hogar” de su colegio.
La llama por la igualdad no se apagó nunca, incluso en las circunstancias más hostiles. En 1956, la jueza Ginsburg entró a la Escuela de Derecho de Harvard. Ella hacía parte de un grupo de solo nueve mujeres entre más de 500 hombres. Tuvo que vivir situaciones tan insólitas como la falta de baños para mujeres en la facultad. En 2017, durante una conferencia en el Instituto Aspen, la jueza Ginsburg recordó, con algo de ironía, que en esa época las clases se dictaban en dos edificios y solo en uno de ellos había un solo baño para mujeres. Más de una vez el mundo de los hombres la hizo sentir no bienvenida. Por ejemplo, en una cena de bienvenida a las nuevas alumnas, Erwin Griswold, el decano de la Escuela de Derecho, le preguntó a Ginsburg porqué estaba en Harvard ocupando un lugar que pudo haber sido para un hombre. Ella, con sarcasmo, le contestó que estaba allí porque una esposa debe entender el trabajo de su marido (Martin había entrado a la misma escuela un año antes).
La adversidad solo hacía que ella se volviera más fuerte. Durante sus años en Harvard tuvo que cuidar a su esposo, convaleciente por un cáncer testicular. Para ello, todas las noches después de ocuparse de su hija mayor, Jane, de solo un par de años y preparar sus propias clases de derecho, pasaba la noche transcribiendo las notas de clase que los compañeros de su esposo le prestaban para que él no se retrasara. Su último año de derecho lo hizo en la Universidad de Columbia, en su natal Nueva York, donde terminó graduándose en 1959 entre los primeros de su promoción. La desigualdad la persiguió hasta allá, pues solo fue una de doce mujeres que se graduaron de una clase de cientos de hombres.
Forjada por las desigualdades que tuvo que vivir, la jueza Ginsburg se comprometió de lleno por la lucha por la igualdad. Su primer trabajo fue como asistente judicial del juez federal Edmund Palmieri, algo excepcional en ese momento porque la mayoría de los jueces federales no contrataban mujeres. En 1961 empezó su prolífica vida como académica, cuando regresó a la Universidad de Columbia como investigadora de un proyecto de derecho internacional, lo que le hizo repartir su tiempo entre Nueva York y Suecia. En 1963, la jueza Ginsburg fue nombrada profesora titular de la Universidad de Rutgers.
De nuevo en minoría, pues solo había otra profesora en esa Escuela de Derecho, la jueza Ginsburg marcó una diferencia. En 1969, muchos estudiantes le pidieron a la facultad que creara un seminario sobre género y derecho. Para apoyar su petición, la jueza se acercó a la biblioteca de la facultad y encontró que había muy poca información sobre el tema. Como recordó en 2015, “todos los actores y hacedores del Derecho eran hombres, los estudiantes notaron mi interés por cambiar las cosas y encausaron el curso”. Su principal campo de estudio fue el derecho laboral y fiscal y allí fue una de las pioneras en el estudio de la desigualdad económica de las mujeres. Su argumento, elegante, sencillo e inspirado en su experiencia, conociendo el Estado de Bienestar sueco, era que cualquier sistema democrático debía prohibir la discriminación de género en el trabajo y en los impuestos. Y su batalla no se quedó en los salones de clases.
Marcando precedentes
Inspirada por Thurgood Marshall, el primer magistrado afroamericano de la Corte Suprema de Justicia, un ícono en la batalla contra la discriminación racial y, como ella, un pionero en la lucha por la igualdad, la jueza Ginsburg empezó a llevar casos de discriminación de género a las cortes con una estrategia inteligente e incremental. De esta manera buscaba desmontar precedentes judiciales obsoletos que por años permitieron la discriminación contra las mujeres por el simple hecho de serlo. Y, en 1971, obtuvo su primera victoria en la Corte Suprema de Justicia.
Sally y Cecil Reed eran una pareja divorciada. Ellos compartían la custodia de su hijo Richard, a quien llamaban Skip. Skip vivió con su madre Sally los primeros años de su vida pero luego, en la adolescencia, vivió con su padre. A los 19 años, Skip tomó una escopeta de su padre y se suicidó. Había dejado un testamento por lo que su madre presentó una solicitud para administrarlo. Sin embargo, las leyes del Estado de Idaho, donde vivían su exmarido y ella, decían que ante varias solicitudes de este tipo se iba a preferir siempre la de los hombres que la de las mujeres. Ginsburg llevó el caso hasta la Corte Suprema con un argumento sencillo y brillante que nadie había presentado antes. Comparó la discriminación por género en este caso con la discriminación racial, lo que implicaba que cualquier norma que diferenciara entre el sexo de las personas tenía que ser sometidas a un análisis riguroso de constitucionalidad. En sus propias palabras “el género y la raza son ambas características de las personas que no tienen ninguna relación con su talento, habilidades o capacidades”. La Corte Suprema de Justicia, conformada en esa época en su totalidad por hombres, le dio la razón por unanimidad. Por primera vez, invocando la cláusula de igualdad de la Constitución de los Estados Unidos, que solo se había usada para proteger los derechos de la minoría negra, la Corte concluyó que la discriminación de género era inconstitucional.
Pero Ginsburg, motivada por su inconformismo inspirador, no paró ahí. Por el contrario, solo estaba empezando a estallar techos de cristal. Dos años después de su victoria en el caso Reed, Ginsburg defendió a Sharron Frontiero y su esposo Joseph. Sharron era teniente de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Según la ley federal vigente en ese momento, las esposas de los militares tenían derecho a un ingreso económico como dependiente sin importar sus propios ingresos. Sharron solicitó lo mismo para su esposo, pero el Ejército le contestó que este derecho solo podía ser reconocido para los esposos que demostraran que sus ingresos dependían, por lo menos en la mitad, de su pareja. Ginsburg vio una oportunidad estratégica. Este caso demostraba con claridad lo incoherente que eran las normas que discriminaban por género. El argumento fue revolucionario, ¡qué mejor que un caso que muestra cómo estas normas afectan a los hombres para que los jueces entendieran el problema! Ginsburg se presentó en la Corte y sus argumentos fueron tan contundentes que ninguno de los nueve magistrados la interrumpió con preguntas, como se acostumbra en estos espacios. En mayo de 1973, la Corte declaró que la discriminación contra los esposos de las militares era inconstitucional.
Pero no solo iba abriendo camino en las cortes. En 1972, Ginsburg se convirtió en la primera profesora titular de la Universidad de Columbia, su antigua casa. Desde ahí empezó a expandir su estrategia de litigio en favor de los derechos de las mujeres y a marcar la vida de generaciones enteras de abogadas y abogados. Estando en Columbia, en 1975, Ginsburg llevó uno de los casos que luego ella iba a reconocer como uno de los que mas disfrutó. Paula Polatscheck y Stephen Wiesenfeld estuvieron casados dos años. Paula era profesora y su salario era la principal fuente de ingresos de la familia. En 1972 Paula murió durante el parto de su hijo. Stephen presentó una aplicación a su aseguradora de salud con el fin de que le fuera reconocida la pensión de sobrevivencia de su esposa. La aseguradora le contestó que solo le podían reconocer una parte, ya que la ley lo estipulaba así para los casos que el cónyuge que sobreviviera fuera el hombre. Ginsburg nuevamente apareció en la Corte y argumentó que este tipo de leyes estaban basados en estereotipos arcaicos que asumían que los hombres eran los que proveían los ingresos económicos de su familia mientras las mujeres ejercían un rol de cuidadoras. La Corte, por unanimidad, le dio la razón. (Jueza de la Corte Suprema de EE.UU. se disculpa por críticas a Trump)
En 1979 Ginsburg sería parte de otro momento histórico. Hasta ese año solo once mujeres habían sido juezas en los casi 190 años de historia del sistema judicial de Estados Unidos. El presidente Jimmy Carter, en un intentó por corregir esa discriminación estructural, nominó a 23 mujeres para ocupar cargos vitalicios como juezas federales. Una de las seleccionadas fue la jueza Ginsburg. Fueron años donde sus virtudes judiciales no hicieron otra cosa que crecer. Su disciplina a la hora de afrontar los casos como jueza fue reconocida de inmediato y es en este punto donde la historia vuelve a la habitación del hotel de Vermont en el verano de 1993.
La llamada que estaba tomando iba a marcar la historia constitucional, no solo de Estados Unidos sino de todo el planeta. El señor Nussbaum le pedía que con sigilo llegara a Washington al siguiente día para entrevistarse con el presidente de los Estados Unidos. ¿La razón? Unos días antes, el magistrado Byron White anunció que se iba a retirar de la Corte Suprema, por lo que le correspondía a Clinton nominar a su reemplazo. En 2019, en una conferencia conjunta con la jueza Ginsburg, Clinton reconoció que ella estaba en una lista corta con otros dos jueces. Dijo que Hillary Clinton le pidió que revisara con detalle su carrera y su historia de vida y así lo hizo. La entrevista que tuvo con Ginsburg marcó a Clinton, para él “la jueza Ginsburg recogía en una sola persona la disciplina del buen abogado y la aspiración legítima de todo ciudadano de ser tratado por igual ante la ley”. El 14 de junio de 1993, Clinton anunció la nominación de la jueza Ruth Bader Ginsburg para ser magistrada de la Corte Suprema de Justicia.
En la ceremonia de nominación, en medio de los jardines de la Casa Blanca, la jueza Ginsburg le agradeció a Clinton por su decisión y dijo algo que resume muy bien su vida y sus virtudes: “Creo que la decisión del presidente contribuye a terminar con los días en que las mujeres, por lo menos la mitad de la fuerza de talento de este país, aparecen en cargos de alto responsabilidad como una anomalía”. Seis días después, en su presentación ante el Senado (responsable de confirmarla como magistrada de la Corte), la jueza Ginsburg les recordó a los senadores, casi todos hombres, que ella estaba allí, entre otras cosas, para sepultar una famosa frase del padre fundador y Presidente Thomas Jefferson, quien dijo: “El nombramiento de mujeres a cargos públicos es una innovación que ni el pueblo ni yo estamos preparados a aceptar”. El Senado, como la Corte Suprema de los 80, le dio la razón. El 3 de agosto siguiente la confirmó con 93 votos a favor.
Su herencia desde la Corte
En la Corte Suprema, Ginsburg marcó otra época. De inmediato se convirtió en una aliada de la jueza Sandra Day O’Connor, la primera mujer en ser magistrada de la Corte Suprema, Ginsburg era la segunda. Sus orígenes no podían ser más diferentes: O’Connor venía del área rural de Arizona y estuvo vinculada mucho tiempo a la política republicana, pero a las dos las unió de inmediato la lucha por la igualdad. En abril de 2015, durante un homenaje a la jueza O’Connor, Ginsburg dijo que ella la ayudó a navegar en el laberinto de la Corte durante sus primeros años y que siempre le recomendó “no perder tiempo en la ira, el arrepentimiento o el resentimiento, solo que hiciera mi trabajo”. Ginsburg siguió ese consejo al pie de la letra y lo aplicó, como lo recordó en 2017, junto a otro que su suegra le había dado el día de su matrimonio con Martin: “Para tener un buen matrimonio es bueno de vez en cuando hacerse de oídos sordos”. Ese estilo pragmático, incremental y de respeto hacia las opiniones ajenas le permitieron ser una voz fuerte al interior de la Corte. Sus victorias fueron tan sonoras como sus desacuerdos con los magistrados más conservadores, entre los que sobresale el juez Antonin Scalia, un símbolo del movimiento judicial conservador de los Estados Unidos.
Su historia con Scalia merece un capítulo aparte. En un gesto que habla muy bien de la bondad como virtud judicial, Ginsburg y Scalia se convirtieron en dos extraordinarios amigos. Compartieron durante muchos años su amor por la buena mesa, los viajes (es célebre una foto de los dos montando un elefante en la India) y su pasión por la ópera. Esta última pasión fue tan grande que, incluso, era frecuente que los dos aparecieran en roles secundarios en algunas óperas. Incluso, en 2015, el compositor Derrick Wang creó la opera cómica Scalia/Ginsburg en honor a la amistad de los dos. En 2014, en un evento donde estaban sentados uno al lado del otro, el juez Scalia provocó una carcajada en la jueza Ginsburg cuando dijo: “Es imposible que no me guste algo de ella, excepto sus posiciones constitucionales”. Se encontraron pocas veces en el mismo lado de un debate constitucional, pero ello no impidió que forjaran una amistad basada en el respeto mutuo que duró hasta la muerte de Scalia, en 2016.
En 1996, la Corte, con el liderazgo de la jueza Ginsburg logró una victoria por la igualdad de género que todavía tiene unos efectos enormes en la manera como entendemos los derechos de las mujeres. Ese año, el gobierno federal demandó al Instituto Militar de Virginia, una de las escuelas militares más prestigiosas del mundo, por su política de admisión. El Instituto, desde que fue fundado en 1839, solo admitía a hombres. Para el gobierno, esto violaba la cláusula de igualdad de la Constitución, la misma que la jueza Ginsburg usó, como profesora en los años 70 y 80, para acabar con muchas leyes que discriminaban a las mujeres y los hombres por su género. El caso llegó a la Corte Suprema y la decisión la escribió la jueza Ginsburg, quien fue tan clara como lo era su compromiso histórico por los derechos: la política del Instituto violaba la Constitución de Estados Unidos y para remediar el problema la única solución posible era empezar a admitir mujeres. Un año después las primeras cadetes ingresaban a la prestigiosa escuela militar.
El caso del Instituto Militar de Virginia es uno de muchos donde Ginsburg estuvo en el lado correcto de la historia. Su defensa por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, la protección de los migrantes y la libertad de expresión, entre muchos otros temas, son parte de su imborrable legado judicial. Pero su pragmatismo nunca fue sinónimo de silencio. Así como sus poderosas decisiones son famosas, sus muchos disensos con la posición mayoritaria de la Corte son reconocidos también. Leer sus disensos en casos como Gore v. Bush (que le dio la presidencia de Estados Unidos a George Bush tras las reñidas elecciones presidenciales del 2000), Shelby Counter v. Holder (una decisión desafortunada donde una mayoría de cinco magistrados declararon inconstitucional una parte importante de la Ley de Derecho al Voto promulgada en los 60 para garantizar que la comunidad afroamericana no fuera discriminada a la hora de votar) o Burwell v. Hobby Lobby (un caso donde una mayoría de la Corte, toda de hombres, determinó que las empresas no estaban obligadas por motivos religiosos a ofrecer métodos anticonceptivos dentro los seguros de salud de sus empeladas) son invitaciones abiertas para ser mejores, ventanas hacia un futuro donde la igualdad sea imparable.
Esos disensos fueron la que la llevaron, a principios de esta década, a convertirse en el ícono pop que muchos reconocen y que permitió que la opaca vida de los jueces constitucionales saliera de los libros y facultades de derecho. Todo empezó cuando Shana Knizhnik, para entonces una estudiante de derecho, creó un blog en honor a la jueza Ginsburg con un juego de palabras inspirada en el popular rapero The Notorious B.I.G. Inspirada en las iniciales del nombre de Ginsburg, Knizhnik creó la página Notorious R.B.G. La jueza Ginsburg, para ese momento ya rozando los 80 años, se convirtió en un ejemplo para muchos, sobre todo los jóvenes. Libros infantiles, disfraces, camisetas y todo tipo de memorabilia fueron abriéndole un espacio, muy merecido, como una referente de lo justo. Su imagen solo creció con una película de Hollywood, On the Basis of Sex, que cuenta sus primeros años en Harvard y su experiencia en los primeros casos que litigó por la igualdad de género, y un documental, RBG, que muestra desde su amistad con Scalia hasta su rutina diaria de ejercicio.
Su disciplina en el trabajo y en la vida también es inspirador. Su hijo menor James, un talentoso músico, recuerda que durante las vacaciones escolares la jueza Ginsburg le pedía que escribiera un ensayo diario sobre algún tema de relevancia Todas las mañanas, en el gimnasio de la Corte, hacía ejercicio con un entrenador personal. Incluso, cuando amigos y conocidos le pedían oficiar sus matrimonios, ella les pedía a los novios que le enviaran con anticipación sus votos matrimoniales para enviarles, a vuelta de correo, correcciones de su puño y letra.
Un símbolo de moda y de resistencia
Los collares que utilizaba sobre su toga se convirtieron en un símbolo de moda y en un objeto de resistencia. Coleccionaba muchos collares y los seleccionaba de acuerdo a la ocasión. Si en un día debía anunciar una decisión mayoritaria usaba unos, pero cuando debía explicar uno de sus muchos y visionarios disensos, escogía otros, generalmente de colores más fuertes. En su colección de collares además hay una conexión lindísima con nuestro país. El año pasado, un grupo de estudiantes de la Universidad de Stanford dirigidos por la profesora Beth Van Schaack vinieron a Colombia para conocer los avances del proceso de paz. Una tarde, el periodista Andrés Bermúdez llevó al grupo al café Wuasikamas en Bogotá, un emprendimiento que crearon indígenas Inga víctimas de la violencia que decidieron sustituir sus cultivos de amapolas por café especial de Nariño. En la tienda del café, la profesora Van Schaack y sus alumnos vieron un hermoso collar de varios colores que compraron de inmediato. A su regreso a Estados Unidos, los alumnos y la profesora le enviaron a la jueza Ginsburg el collar. En julio de 2019, la profesora recibió una carta de la jueza Ginsburg en la que le agradecía por el regalo. La carta venía acompañada de una foto de Ginsburg usando el collar indígena con orgullo sobre su toga.
La jueza Ginsburg, a pesar de su enorme influencia y notoriedad, fue una persona sencilla y sin apego a las formas del poder. Por ejemplo, en enero de 2015 las cámaras vieron cómo se quedaba dormida durante el discurso del Estado de la Unión, un evento anual muy importante donde todos los poderes públicos se encuentran para oír un discurso de presidente. El siguiente mes admitía con desenvoltura que no se encontraba totalmente sobria ya que unas horas antes, había cenado con sus colegas de la Corte y uno de ellos decidió llevar una “encantadora botella de vino”. Tampoco tenía problema en desacralizar el sistema constitucional de Estados Unidos. En 2012, durante una entrevista con un canal egipcio en plena efervescencia de la Primavera Árabe, le preguntaron si la Constitución de Estados Unidos era un buen ejemplo para el futuro constitucional de Egipto. Ella, sin tapujo, contestó que la Constitución de su país era muy vieja y que ella recomendaba mirar la Constitución de Sudáfrica, expedida al final del Apartheid, y un ejemplo de pluralismo constitucional. En 2012 le preguntaron cuántas mujeres eran suficientes en la Corte teniendo en cuenta que en ella hay nueve magistrados. “Hasta que seamos nueve”, contestó
La vida de la jueza Ginsburg fue un elogio a la disciplina y la dificultad. En 1999 el cáncer que le quitó a su madre y a su esposo apareció en su cuerpo. Derrotó el cáncer de colón y luchó hasta el final contra un cáncer pancrático que iba y venía. A pesar de todo, nunca dejó de asistir a una audiencia pública en la Corte (solo se perdió una por primera vez este año después de fracturarse tres costillas en una caída, aunque salió del hospital y al otro día ya estaba trabajando en la Corte). Los últimos años en la Corte fueron probablemente los más difíciles para ella, no por su enfermedad sino por la consolidación de un bloque conservador gracias a los dos jueces que postuló Donald Trump. Pero su voz no se apagó, todo lo contrario.
En el 2019, en una entrevista extensa que se convirtió en un maravilloso libro, el profesor y periodista Jeffrey Rosen le preguntó por el futuro de la Corte. Ella contestó con el optimismo de siempre: “Todos los jueces amamos a la Corte, creo que siempre queremos dejarla más saludable de la que la encontramos. La Corte es un ejemplo de independencia judicial, no solo en el país sino en el mundo. A diferencia del Congreso o del presidente, los jueces tenemos que explicar nuestras decisiones. La esperanza brota bien”.
El cáncer que terminó su vida no la venció, la hizo eterna. La jueza Ginsburg murió la primera noche del Rosh Hashanah, el año nuevo judío. Según la tradición judía en esta festividad se celebra lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. En el Rosh Hashanah se celebra la vida y la suya en realidad no se apagó. Ahora renace en miles de personas. Podría pensar que nunca vamos a volver a ver a una jueza como Ruth Bader Ginsburg. O, quizá, gracias a ella, veremos a muchas más de aquí en adelante. La esperanza brota bien.
*El autor, Santiago Pardo Rodríguez, es coordinador del Laboratorio de Diseño para la Justicia de la Universidad de los Andes.