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Stuart Hill: el último estadista

Sus ocurrencias ya  le habían costado su mujer y su casa. Hoy, se enfrenta a la Corona Británica.

Juan Esteban Constaín / Especial para El Espectador
12 de julio de 2008 - 03:00 a. m.

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En mayo de 2001 el nombre de Stuart Hill, un empleado inglés a punto de pensionarse, entró a los cuadernos de la historia cuando su barco fue sacudido por las olas del mar del norte, y dos helicópteros tuvieron que ir a rescatarlo de la hipotermia luego de que el náufrago hubiera lanzado por fin la señal de auxilio.

La escena, de hecho, se había repetido a lo largo de toda la costa oriental británica, desde cuando Hill, acompañado por el ruido de la prensa, salió en primavera con una nave fabricada en su garaje, prometiendo circunnavegar el Reino Unido. Quería batir un récord y recoger plata para obras de caridad, e incluso, vendiendo camisetas con su imagen, pudo amontonar 10 mil libras esterlinas antes de la primera salida.

Sin embargo, y como lo habían vaticinado todos, la empresa no iba a ser fácil, y mientras el velero remontaba las corrientes septentrionales sufrió mil desgracias que tuvo a los organismos de socorro con los nervios de punta. Porque la multitud se asomaba a la playa a saludar al héroe, y lo que veía en la distancia era a un buen palo de Dios batido sin piedad y ocupado por una figura sonriente que colgaba de las velas sin el menor dominio sobre su aparato, el cual iba de risco en risco, esquivando milagrosamente la ruina.

Pero los ingleses son gente seria (Stuart lo es), y varias veces, alarmadísimos, llamaron a los salvavidas para que fueran por él, quien en cambio rechazaba indignado cualquier intento por estropear su gloria: “Es que estaban muy nerviosos todos –me dice–, y yo les debía parecer un surfista en apuros. Pero los oficiales sabían al ojo que no había en el mundo un bote tan bien equipado como el mío, y ellos se limitaban a cumplir con el llamado, porque según su código, no podían no hacerlo, para luego decirme que tuviera mi celular prendido y que no dudara en buscarlos si se presentaba la ocasión. El problema fue la prensa, que luego dijo que yo estaba loco y que le había costado al fisco, por cada emergencia, ocho veces más que las 10 mil libras que mi campaña había recogido”.

Cifras más cifras menos, la travesía estaba resultando un riesgo para todos, aun para el disparatado navegante que ya había logrado la hazaña de mantenerse en pie por más de 8 mil millas. Fue ahí cuando los vientos de Escocia, terror legendario al que no se le enfrentaba ni Nelson, voltearon la nave de Stuart con tan buena fortuna para él (no así para el resto del país) que lo dejaron tendido en la hamaca y con su celular, mojado, agónico, al lado del abrigo.


Y entonces el héroe tuvo que ceder resignado y alcanzó a lanzar la última llamada de auxilio antes de que la hipotermia lo dejara inconsciente sobre su leal compañera. Dos helicópteros  lo subieron como a un muerto, y luego lo llevaron al hospital de Lerwick para que dejara de serlo.

Allí la prensa inglesa, modelo universal del amarillismo y la pasión, tuvo un tema delicioso, y durante días no se habló de otra cosa en los dominios de Su Majestad: se supo, por ejemplo, que la esposa de Hill se había cansado de sus locuras, y que mientras él atravesaba el mar, ella había vendido la casa de ambos y se había largado para Francia, “aunque yo lo presentía antes de salir, y aun somos grandes amigos”; se supo también cuánto había costado el rescate, con los médicos incluidos, y por eso Inglaterra le dio a su nuevo hijo predilecto el nombre de “Capitán Calamidad”.

Pero los vientos se aquietaron y nuevos escándalos distrajeron a los ingleses. Mientras tanto, el Capitán Calamidad, sin casa, sin esposa (“te lo repito: gran mujer, gran mujer…”), sin empleo, decidió ver el lado bueno de las cosas, “como siempre lo hago”, y en vez de llorar sobre sus 58 años derramados, empezó  una nueva vida allí mismo donde su gloria se había hundido: en Shetland, las islas del norte de Escocia, que son el punto límite de la soberanía de la Corona.

Consiguió un trabajo como carnicero; hizo amigos, discretamente, acompañado por el calor de la gente del sitio. Y nada habría cambiado si él mismo, una vez más, no se lo hubiera propuesto, ahora navegando sobre un plan que poco tiene que envidiarle al bote que salió de su garaje. El riesgo esta vez, sin embargo, es mucho más ambicioso, y no sólo tiemblan los salvavidas en la costa.

El 21 de junio de este año el mundo supo de la proclamación de la independencia de un pequeño islote al norte de Escocia. Su dueño, Stuart Hill –pocos recordaban las navegaciones malogradas, salió a decir que en su tierra no se le reconocía la soberanía a la Corona, ni mucho menos legitimidad a ese fraude que es la Unión Europea. Desde la fecha, el viejo arenal iba a llamarse Forvik, y él, en condición de Real Vigilante y Gobernador, iba a tributarle “servicio de dependencia directa” a la Reina pero no obediencia ni adhesión al Reino Unido, igual a como lo hacen otras islas del Commonwealth.

“Porque hay un gran equívoco del que todo surge dice encantado: estas islas, las de Shetland, le pertenecían al Rey Christian de Noruega en el siglo XV, cuya hija se iba a casar con el Rey de Escocia. Ella, sin embargo, no tenía la dote de 8.000 florines de oro, y entonces Christian empeñó todo el archipiélago pero sólo en esa condición: la del encargo.

 Noruega nunca pudo redimir el trato, y luego Escocia se fue adueñando ilegítimamente de lo que sólo se le había dado en calidad de garantía y como una ‘Dependencia Real’. Yo lo que digo es eso: que Shetland no le pertenece a Escocia, y que por lo tanto tampoco hace parte del Reino Unido ni mucho menos de la Unión Europea”.


Stuart Hill es un maravilloso personaje. Está loco, sin duda, pero quién no lo está. Además tiene mejores ideas que la mayoría de los líderes del mundo, más inofensivas y más dignas. Y ha desatado un verdadero fanatismo en torno a su nuevo Estado, del que ya tiene una Constitución y una bandera y hasta una moneda local, y por el que le llueven a diario peticiones para adquirir la ciudadanía de Forvik (www.forvik.com) y un lugar en su ambicioso proyecto de explotación petrolera en la isla, que antes se llamaba Forewick Holm y que según él le fue cedida por el anterior dueño para empezar la cruzada por la libertad de Shetland.

Y lo cierto es que, disparates aparte, los ingleses, que son gente seria, han tenido que empezar a ocuparse de las proclamas del nuevo “Gobernador”, pues su alegato histórico no carece de erudición y de sentido. Al principio quisieron ignorarlo, pero pronto los medios se encargaron de divulgar la noticia y aun algunos miembros del Consejo de Shetland han visto con buenos ojos que alguien propusiera lo que ellos mismos llevaban pensando desde hacía tanto.

La Corona no quería hablar, aunque Stuart le escribió una carta a la Reina (me la hizo ver orgullosísimo; se encuentra en la página web), tan juiciosa y tan solemne, que si no produjese risa por lo increíble, sería digna de un jurista medieval. Y el portavoz de Isabel II salió a ahondar el problema, pues dijo que “Forvik” pertenecía a Escocia y por ello también al Reino Unido, dándole reconocimiento oficial, así, a un Estado que antes no existía y cuyo nombre ahora acepta hasta la Reina.

Nadie sabe qué pueda pasar con Stuart Hill,  pero él, el Capitán Calamidad, está dispuesto a llegar, una vez más, hasta el fondo. “Es algo que todo hombre libre debería hacer”, me dice. “Da una gran diversión”. Y yo, que aún no he perdido el sueño de un título menor en el Reino de Redonda, me inclino ante el Gobernador y le agradezco la ciudadanía honoraria. Los ingleses son gente seria.

 

 notastacitas@gmail.com

 

Por Juan Esteban Constaín / Especial para El Espectador

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