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Torre de Tokio: Mejor callados

Una columna para acercar a los colombianos a la cultura japonesa.

Gonzalo Robledo * / Especial para El Espectador, Tokio
30 de agosto de 2020 - 02:00 a. m.
Silencio y orden, dos características de la cultura japonesa.
Silencio y orden, dos características de la cultura japonesa.
Foto: EFE - FRANCK ROBICHON
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Las cantidades desiguales de silencio que consumimos en la vida diaria hispanohablantes y japoneses abren entre nosotros una brecha cultural solo equiparable a la que nos separa cuando valoramos el tiempo libre.

Estudiosos de la comunicación señalan que la tolerancia de silencio en una conversación entre hispanohablantes es de uno a dos segundos. Entre angloparlantes es de tres a cuatro segundos, mientras que los japoneses pueden aguantar hasta ocho segundos sin abrir la boca en un intercambio verbal.

Si en las culturas latinas dedicamos largos tramos de nuestra vida a conversaciones improvisadas con la primera persona que encontramos en un ascensor, en una cafetería o haciendo cola, el japonés de la gran ciudad acostumbra hablar solo cuando se encuentra con un conocido y tiene tiempo abundante para regalar. La mesura con las palabras hace pensar que en Japón es donde mejor se conjugan los pragmáticos dichos “en boca cerrada no entra mosca” y “el tiempo es oro”.

Basta un corto trayecto de metro en Tokio para confirmar que los japoneses degustan con fruición las numerosas oportunidades de tener la boca cerrada que deparan los desplazamientos. Cuando un niño japonés tiene una pataleta en un bus, la mamá se acuclilla para poner los ojos a su altura y, con la misma gravedad de un empresario explicando a sus accionistas la previsión financiera pospandemia, le dice que está molestando a los demás con su berrinche. Como si fuera un accionista alarmado, el niño se sumirá en una profunda reflexión y durante el resto del viaje mirará a los demás pasajeros con un deje de ansiedad en sus ojos.

La capacidad nipona para el silencio se atribuye en parte a la influencia del confucianismo en su educación, que fomenta el aprendizaje pasivo sin cuestionar al maestro. Otra explicación muy frecuente es la de que al ser un archipiélago alfabetizado al 100 % en una cultura homogénea a menudo sobran las explicaciones, pues la gente se comunica con un entendimiento tácito semejante a la telepatía. Algo así como cuando al ver entrar a un forastero los clientes regulares de una cantina se miran para enjuiciar, en un elocuente silencio, lo sucio de sus botas y la marca de su sombrero.

La típica reunión de negocios en japonés suele ir adobada con pausas silenciosas de cortesía, pausas estratégicas, pausas de consentimiento, pausas para dar el turno y pausas de desaprobación. El catálogo del silencio en Japón es infinito y, aunque para el occidental es difícil aprender a manejar los códigos de la pausa nipona, habrá logrado un avance cuando, enfrentado a un apagón repentino de palabras, se acomoda en su asiento, mira complacido a sus interlocutores y se queda callado.

Al hispanohablante que se muestra reacio a rendirse a un protocolo que considera distante, frío y casi inhumano, basta recordarle cómo ya en nuestras letras barrocas se consideraba retórico el silencio, y Calderón de la Barca nos recomendaba “cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla”.

* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.

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Por Gonzalo Robledo * / Especial para El Espectador, Tokio

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