Un Japón ávido de likes
Una columna para acercarnos a la cultura japonesa.
Gonzalo Robledo * / Especial para El Espectador, Tokio
Como un adolescente que debuta en las redes sociales, Japón vive obsesionado con su número de likes y aprovecha la llegada de cualquier visitante famoso para formularle dos preguntas que no han cambiado desde su apertura a occidente en el siglo XIX: “¿ Te gusto ?”, y “¿ Qué piensas de mí ?”.
En Japón los extranjeros ilustres son tratados como jefes de Estado, pues sus anfitriones anhelan que el personaje en cuestión regrese a su país enamorado, intrigado o motivado con algún aspecto de la cultura nipona. Si se trata de un artista, un escritor o un cineasta, se espera que un viejo callejón de Kioto, una misteriosa mujer divisada fugazmente en un tren, o un objeto de recuerdo comprado en las casi siempre vertiginosas visitas, terminen perpetuados en pinturas, novelas o películas de éxito mundial.
Los invitados del mundo hispanohablante han sido pródigos en retribuir la espléndida hospitalidad japonesa con obras inspiradas en este país. El poeta mexicano José Juan Tablada, que en 1900 vivió por unos meses en Japón, se enamoró de la brevedad de trino de la poesía japonesa haiku, la tradujo, la aclimató con guanábanas y loros, y nos dejó joyas de lo efímero como El saúz (Tierno saúz, casi oro, casi ámbar, casi luz…).
En “Travesuras de la niña mala”, Mario Vargas Llosa rinde homenaje a las alcobas tecnológicas para el sexo por horas, de moda en Japón del siglo pasado, y usa el repudio de los japoneses hacia las manifestaciones públicas de afecto, como besos y abrazos, en una historia de amor con desenlace trágico.
Cuando Gabriel García Márquez visitó Japón en 1990, invitado por el gobierno nipón, ya era un gran admirador de Yasunari Kawabata y de su obra “La casa de las bellas durmientes”, que narra el caso de un anciano lascivo que paga por mirar jovencitas dormidas. En 1982, Gabo le había rendido homenaje con su cuento “El avión de la bella durmiente” y culminó su obra volviendo al tema en su última novela, “Memoria de mis putas tristes”.
El español Vicente Blasco Ibáñez, que en 1923 hizo un recorrido de diez días por Japón para escribir “La vuelta al mundo de un novelista”, fue tal vez el primer extranjero en señalar la antinomia nipona entre “tradición y modernidad”, acuñando así la muletilla predilecta de los cronistas de viajes hasta hoy. Este año decenas de reportajes y documentales titulados con alguna variación de “Japón, donde la tradición abraza el futuro” se han puesto en remojo por lo menos durante un año, debido a la prórroga de los olímpicos de Tokio.
Lo más habitual es que el célebre invitado se olvide de Japón a los seis meses. O, como Pedro Almodóvar, encuentre un día en su casa un primoroso cuaderno de papel de arroz comprado en Kamakura en el que hará escribir su diario a la protagonista de “La flor de mi secreto”, en un guiño cariñoso al lejano país que, como una coqueta quinceañera, sonreirá halagada con el memorable like.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.
Como un adolescente que debuta en las redes sociales, Japón vive obsesionado con su número de likes y aprovecha la llegada de cualquier visitante famoso para formularle dos preguntas que no han cambiado desde su apertura a occidente en el siglo XIX: “¿ Te gusto ?”, y “¿ Qué piensas de mí ?”.
En Japón los extranjeros ilustres son tratados como jefes de Estado, pues sus anfitriones anhelan que el personaje en cuestión regrese a su país enamorado, intrigado o motivado con algún aspecto de la cultura nipona. Si se trata de un artista, un escritor o un cineasta, se espera que un viejo callejón de Kioto, una misteriosa mujer divisada fugazmente en un tren, o un objeto de recuerdo comprado en las casi siempre vertiginosas visitas, terminen perpetuados en pinturas, novelas o películas de éxito mundial.
Los invitados del mundo hispanohablante han sido pródigos en retribuir la espléndida hospitalidad japonesa con obras inspiradas en este país. El poeta mexicano José Juan Tablada, que en 1900 vivió por unos meses en Japón, se enamoró de la brevedad de trino de la poesía japonesa haiku, la tradujo, la aclimató con guanábanas y loros, y nos dejó joyas de lo efímero como El saúz (Tierno saúz, casi oro, casi ámbar, casi luz…).
En “Travesuras de la niña mala”, Mario Vargas Llosa rinde homenaje a las alcobas tecnológicas para el sexo por horas, de moda en Japón del siglo pasado, y usa el repudio de los japoneses hacia las manifestaciones públicas de afecto, como besos y abrazos, en una historia de amor con desenlace trágico.
Cuando Gabriel García Márquez visitó Japón en 1990, invitado por el gobierno nipón, ya era un gran admirador de Yasunari Kawabata y de su obra “La casa de las bellas durmientes”, que narra el caso de un anciano lascivo que paga por mirar jovencitas dormidas. En 1982, Gabo le había rendido homenaje con su cuento “El avión de la bella durmiente” y culminó su obra volviendo al tema en su última novela, “Memoria de mis putas tristes”.
El español Vicente Blasco Ibáñez, que en 1923 hizo un recorrido de diez días por Japón para escribir “La vuelta al mundo de un novelista”, fue tal vez el primer extranjero en señalar la antinomia nipona entre “tradición y modernidad”, acuñando así la muletilla predilecta de los cronistas de viajes hasta hoy. Este año decenas de reportajes y documentales titulados con alguna variación de “Japón, donde la tradición abraza el futuro” se han puesto en remojo por lo menos durante un año, debido a la prórroga de los olímpicos de Tokio.
Lo más habitual es que el célebre invitado se olvide de Japón a los seis meses. O, como Pedro Almodóvar, encuentre un día en su casa un primoroso cuaderno de papel de arroz comprado en Kamakura en el que hará escribir su diario a la protagonista de “La flor de mi secreto”, en un guiño cariñoso al lejano país que, como una coqueta quinceañera, sonreirá halagada con el memorable like.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.