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Bongani Atekeye, de 29 años, es un eterno aspirante a periodista. Nació y creció en la localidad de Mushin, en Lagos, Nigeria. Escuchó durante nueve años, catorce horas al día, la Nigeria Info FM 99.3, un portal radial de noticias e información de actualidad, mientras conducía por las enmarañadas calles de su ciudad natal el pequeño colectivo amarillo que heredó de su padre. “El periodismo, aunque sea una carrera universitaria es más una vocación. Una vocación que no requiere de ningún arancel ni matrícula, como sí pasa con la educación superior: algo inaccesible, y elitista”, recalca.
En las noches de sus años como conductor de transporte público, cuando el cansancio se lo permitía, Bongani se preparaba la cena, lavaba su ropa y se iba a la cama escuchando pódcast de todas partes del mundo. Lo que más le entusiasma del periodismo es la radio, el audio, la realidad contada con la voz y los sonidos. En su teléfono guarda audios-ambiente de distintos lugares: la cancha de baloncesto de su adolescencia, el perpetuo barullo de la Broad Street, el misterio de una noche ventosa, la marcha de voces en un café cualquiera. Algún día hará algo con todo eso. Algo que revele a Lagos con naturalidad y sin filtros. Una serie de pódcast para Spotify. Quizás.
El año de la pandemia lo dejó fuera del circuito laboral. Tuvo que vender la herencia de su padre para sobrevivir. En casa, sin mucho que hacer, paseando a su perro en jornadas de hasta cinco horas, Bongani empezó a masticar una idea. Largos meses de investigación en YouTube y blogs migrantes sobre riesgos, problemas, cuidados, precauciones y posibilidades le ocuparon el desempleo y le desplazaron la frustración. La idea de cruzar África occidental se le clavó en la conciencia como una obsesión: Benin, Togo, Burkina Faso, Mali, Mauritania y Marruecos. País por país. Con mucha calma. Después, cruzar el estrecho de Gibraltar y listo, misión cumplida, probar suerte en Europa.
Salió de casa con dos mapas, uno de África y otro de Europa, una pequeña grabadora de voz para ir guardando sus impresiones del viaje y, por qué no, entrevistar personas que estuvieran en su misma circunstancia, 240 dólares en billetes de 20 y una mochila de 60 litros atiborrada de algunas ropas y muchas utopías.
Bongani Atekeye dejó Lagos.
“No hay un camino trazado para llegar a Europa desde África. Primero hay que salir de la África negra y llegar a la África del norte, la árabe: Marruecos, Argelia, Túnez o Libia. Si llegas a alguno de estos países, ya deberías darte por bien servido, pero bueno, si hasta ahí has pasado dificultades, no debes perder de vista que realmente falta lo más difícil: debes continuar en bote hacia Europa, en un bote que, si todo sale bien, quiero decir, si no se hunde, te llevará a Italia, Francia, Malta, Grecia o España. Ya es decisión de cada persona hacia dónde quiere ir y, claro, también depende de dónde salga, por ejemplo: una persona que llegue a Libia y quiera ir a España, pues me parece que algo no calculó bien ¿no? Hay muchos que lo intentan, pero pocos lo logran. No es fácil dejar el entorno familiar y afrontar la incertidumbre de dar el salto hacia lo desconocido. Nunca dejé de sentir preocupación y en cada pueblo o ciudad nueva que visitaba un miedo silencioso se apoderaba de mí. Pero era joven y un joven debe hacer lo que debe hacer y tal vez no lo que le manda la vida o lo que le plantea la razón, sino lo que proviene del corazón y de la sangre, porque esa es la juventud. Lo desconocido es un llamado, es inseguridad, trance, pero también es algo que hay que hacer para alcanzar el bienestar”, dice.
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A 128 kilómetros de Lagos queda Cotonou, el famoso puerto de Benín que en los siglos XVII y XVIII fue el punto de partida y no retorno de muchos esclavos. Resulta paradójico que hoy por hoy siga siendo un lugar al que llegan incontables jóvenes africanos que quieren buscarse una vida en Europa. A Bongani le sorprendió no encontrar un solo bar o restaurante en Cotonou en el que no se escucharan historias de personas que lo abandonaron todo, se fueron y fracasaron. Para él, el fracaso consistía en no llegar a Europa y verse en la obligación de regresar a Nigeria, con las manos vacías, pero pronto descubrió que el fracaso significaba la muerte, es decir, el morir en el intento. Su sensibilidad periodística lo llevó a buscar alguna historia de éxito, algo digno que contar, un relato que le permitiera creer que el fracaso no era el destino, sino tan solo una posibilidad. No la encontró. Es difícil encontrar historias exitosas en el punto de partida. Todas están en el punto de llegada. Esa era la ilusión que buscaba y, una vez encontrada, se aferró a ella para seguir el viaje.
“En automóvil solo se necesitan siete días para llegar a Europa desde Lagos”, asegura Bongani. Europa es un espacio abstracto que solo tiene sentido cuando se llega y, una vez allí y de manera forzada, tiene que empezar a pensarse como lo que es: un continente con diferentes países. ¿A dónde quiero ir? Es una pregunta que el viajero debe hacerse cuando pisa Europa. De nada sirve pensar un país específico desde el momento de la salida, porque las brisas de la vida soplan tan fuerte que el viajero puede terminar en un lugar impensado. De cualquier manera, Europa es tierra y antes de la tierra está el mar. El Mediterráneo. Una palabra que se escribe en Google y los resultados arrojan paradisiacas playas con fondos de ciudades brillantes y triunfantes y cruceros enormes que parecen felicidades flotantes. Cruceros que probablemente el viajero se cruce, una tarde cualquiera, mientras rema su humilde balsa migrante. Cuenta:
“Hay muchos relatos dudosos a propósito de las rutas y los países que hay que cruzar para llegar a la costa norte africana. Yo elegí una ruta, porque la estudié, y no me dejé llevar por rumores, pero ninguna ruta se salva de la espera, del imperio de la espera, del no saber nada y abalanzarse sobre esa nada esperando que el día se ponga a tu favor o que la suerte se ponga de tu lado. Viajé por un tiempo detenido. De todas formas, esperar es la parte más silenciosa de la vida, esos lapsos de los que nadie puede escapar. Las carreteras africanas son muy malas, la comida no es buena, es mejor cocinar, el pan es el mejor amigo por lo barato y porque no intoxica, el trabajo es una opción, pero es muy difícil porque no puedes detenerte semanas para trabajar porque se te puede desdibujar el horizonte. La mayoría de los nigerianos que quieren llegar a Europa se lanzan hacia Marruecos o Libia. Adoptan alias e inventan historias a propósito del destino final. No le puedes decir a nadie, ni a los extraños, ni a la policía, que vas camino a Europa, eso es peligroso. Desde el momento en el que sales de Nigeria, por seguridad, ya tienes una nueva historia y una nueva identidad. Eso es interesante porque te pone a volar la imaginación y te obliga a ser lo más coherente y real, aunque la realidad sea la verdad que escondes como migrante, la ficción siempre es la que más funciona porque a nadie le gusta la verdad o bien sea porque se aprovechan de ella o simplemente la niegan. Al fin de cuentas en eso consiste migrar en cualquier parte del mundo, ¿no? Buscarse a uno mismo, encontrar la identidad propia”.
En Cinkassé, frontera entre Togo y Burkina Faso, a 795 km de Lagos, Bongani compró un tambor de madera. La música es parte importante en su vida. En los momentos de flaqueza lo tocaba suavemente y podía sentir cómo esa tímida percusión se transformaba en ánimo. Todas las noches buscaba la luna para sentir que algo le iluminaba el camino. De repente aparecía la impaciencia otra vez y solo el tambor la espantaba. Dice Bongani que una palabra que le gusta mucho en español es “esperanza”, porque esa palabra es tan fuerte que puede atajar cualquier cosa, es como una fe ciega que camina, con los pies descalzos, sobre la aridez de los sueños que parecen imposibles. La pobreza siempre es un obstáculo y la frustración que esta lega es un sacrificio detrás de otro y pocas o ninguna recompensa. Antes de irse de Lagos, Bongani se acercó a su madre para abrazarla y ella no quiso que la tocara. No le dijo nada, solo le entregó una bolsa de papel con tres sándwiches y algunas golosinas. De ahí en más la fuerza fue un recuerdo, muchas lágrimas, cada vez que pensaba en ella. Y continúa:
“La gente busca una vida mejor, pero ¿qué tipo de vida? No tiene sentido. Todo esto es un engaño, el trabajo que se cree que uno puede obtener en Europa es algo muy parecido a la mentira. Para llegar hay que sortear mucho tráfico de personas, muchos secuestros. Para las mujeres es más complicado. Un compañero de viaje por Burkina Faso me contó de una chica de Camerún a la que obligaron a trabajar en Mali; huyó, la encontraron y al ser tan rebelde la violaron hasta la muerte entre varios hombres. Un viaje significa ver y oír cosas que no quieres ver ni oír, lo que ves y oyes es malo, y lo mejor que puedes hacer es mirar para otro lado. No hay que meterse en los asuntos ajenos, aunque uno sepa que hay un montón de injusticias. Por ejemplo, supe que por una mujer pueden cobrar hasta cinco mil euros, depende del objetivo de la compra, por supuesto que lo que más pagan tiene que ver con explotación sexual, pero también hay muchas mujeres que las explotan como aseadoras y cocineras. La policía sabe todo esto, pero mira hacia otro lado, porque parte de los dineros que se mueven ahí en la trata de personas va a parar a los bolsillos de ellos. Los policías ayudan a los traficantes. Hay una pregunta que me ronda desde hace varios años: ¿Qué impacto tiene en las sociedades que tantas mujeres migren? Quiero decir: que tantas mujeres abandonen su país y que tantas otras lleguen solas a otro país”.
En Uagadugú, Burkina Faso, a 1100 kilómetros de Lagos, Bongani consiguió un trabajo en un taller de motos. Estuvo allí un mes y logró juntar algo de dinero. A esa altura ya había gastado más de la mitad de los dólares con los que inició el viaje. Después de hablar con varios africanos a propósito de sus experiencias migrantes, es particular que se refieran a la migración como “ir en busca de uno mismo”. Bongani no es la excepción. Cada vez que puede, menciona el proceso que transitó para encontrarse a sí mismo dentro del viaje migrante. Muchos afirman que en África existe todo un mercado alrededor del sueño de una vida mejor en Europa. Cobran hasta 15 mil euros por persona y prometen cielo y tierra, por esa ilusión que realmente es una moneda al aire. A veces sale bien, muchas veces sale mal. Pero el reto es llegar. El éxito es llegar. Ya lo que pase en Europa no importa. Ese es otro capítulo. Más digno. Dicen. Aunque pueden regresar, no quieren volver a casa porque en casa los esperan los mismos problemas. Prefieren la penuria en Europa que la penuria en África. La misma carencia, pero en diferente tierra.
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“Viajar para migrar significa ahorrar y cuando no puedes ahorrar te quedas donde el trabajo te agarra. Para ganar hay que arriesgar, hay que intentarlo. Me sé de memoria muchos paisajes áridos, desérticos, polvorientos. Vi muchos atardeceres largos, en los que la luna y el sol danzaron ante mi tristeza. En viaje de migración nunca se sabe si la luna sigue al sol o el sol sigua a la luna. Caminas y caminas y lo único que te acompaña es tu sombra. África es grande y rica en recursos, pero todo es explotado por otros países. Hay mucho por ofrecer al mundo, muchas cosas que nos pertenecen, pero de las cuales otros se benefician: gas, petróleo, minerales, metales y gente, mucha gente, también. La realidad es una angustia constante. Europa representa los sueños de la nueva vida, no Europa como lugar, sino como idea: la oportunidad de realizarse, de ser alguien, de contribuir al mundo y no precisamente con pobreza. ¿Qué hacer para que la gente alcance un nivel de vida digno en mi país?”
En Tansila, la frontera entre Burkina Faso y Mali, a 1426 kilómetros de Lagos, Bongani vio el primer campo de refugiados de su viaje, pero prefiere llamarlo campo de pobres. Bongani atestiguó de primera mano la escasez de agua, las infecciones, el hacinamiento, el hambre, la desnutrición, los sueños postergados, la sonrisa infantil que no decae, el dolor de los ancianos y la pena de los jóvenes. Bongani colisiona contra el naufragio constante que acompaña el desplazamiento y que hace que el peregrino se vuelva resistente a lo inconcebible. Incluso a sí mismo.
“El problema de los árabes es que no les gustan los negros, ellos son africanos como nosotros, pero lo niegan, lo niegan solo porque no son negros. Ya en Marruecos, en la entrada a Marrakech, la policía me detuvo y me envió de vuelta a Mali. Me echaron sus perros, me golpearon y me mantuvieron varios días sólo con agua y cuscús sin nada de sal. Fue imposible huir”, señala.
Bamako, Mali, a 1942 kilómetros de Lagos. Ya no había vuelta atrás. Retroceder resultaba un camino más largo que el camino de venida. Bongani planeó volver a cruzar Marruecos con una veintena de migrantes que, como él, son recipientes vacíos que buscan llenarse con un poco de ilusión. Alguien dijo que sería más fácil ir por Gambia porque es el único país de habla inglesa de la región. Bongani lo pensó, una, dos semanas. Decide que no. Le parece más peligroso que Marruecos. Meses después se enteraría de que algunas personas que tomaron la decisión de transitar por Gambia fueron asesinadas por el ejército local.
“Es el abandono de Dios. No solo nos enfrentamos a los peligros del Sáhara, sino a las amenazas de los hombres. Crucé Marruecos. Ahora pienso que tuve una estrella, un tambor que no dejó de latir por mi suerte”.
Tánger, Marruecos, a 5274 kilómetros de Lagos. Sin dinero, la voluntad tiene que ser de hierro. La mendicidad fue la única posibilidad de subsistencia. Y esconderse de la policía el pan de cada día. Otro confinamiento era algo parecido a la horca. La raza negra es muy visible en una ciudad como Tánger. Al hablar de migración en un café a las afueras de la medina alguien dice que los negros son una vergonzosa mancha en el paisaje. En este punto el estrés y el cansancio ya no existen. Bongani pasó cuatro meses en las calles de Tánger. Se asoció con dos saharauis, un mauritano y tres marfileños para empezar la construcción de un bote propio. Zarparon. Naufragaron. Los chalecos salvavidas hicieron lo suyo. El parte meteorológico fue equivocado. No supieron observar el mar, ni apreciar el viento, ni interpretar las olas. El mauritano convidó a Bongani a Castillejos, la ciudad marroquí que limita con la ciudad española de Ceuta. Para Bongani fue todo un descubrimiento que en África existiera una ciudad europea. Después sabría que, con Melilla, son dos. Una metáfora de una colonia que ya no existe pero que se puede habitar. Bongani decidíó intentar por ahí. Viajaron juntos, pero, una vez en Castillejos, el mauritano le exigió que el nado fuera solitario. El nado. Nadar. Una palabra que tiene que ver con nada. A Bongani le gusta más la palabra cruzar porque tiene que ver con cruz. Se despidieron y nunca más volverán a saber el uno del otro. Tres semanas después Bongani se lanzó a la nada. Nadó desde el momento de la puesta del sol de un lunes hasta bien entrada la mañana del martes. Apenas pisó territorio africano-español se desmayó. Abrió los ojos dos días después en el hospital universitario de Ceuta, España, a 5070 kilómetros de Lagos. Un programa de migración lo acogió y, desde 2016, además de ayudar a su madre y trabajar en labores de limpieza en bares y restaurantes, vendedor ambulante y conductor de camión recolector de basuras, su principal reto ha sido aprender a hablar perfectamente español.
“Abandonar tu país es abandonarte a ti mismo. Nunca llegué a Europa, pero, contra todo pronóstico, estoy en Europa. Perdí mi grabadora de voz, pero mi voz no. Un día voy a grabar esta historia que es muchas historias y ese día me graduaré como periodista”, concluye.
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