Una colombiana en un campo de refugiados en Bangladesh
Juliana Puerta, psicóloga bogotana, atendió la emergencia humanitaria de los rohinyás el año pasado. Esta semana vuelve a Bangladesh para seguir ayudando a los refugiados.
Mateo Guerrero Guerrero
Juliana Puerta terminó en Bangladesh por algo que le dijeron en sus días de estudiante. “Ustedes son la minoría que tiene acceso a la universidad, lo que hagan con eso tienen que hacerlo bien”, escuchaba en la facultad de psicología de la Universidad Javeriana de Bogotá, de la que se graduó.
Puerta se lo tomó en serio. Su trabajo con Médicos Sin Fronteras la ha llevado a brindar asistencia psicológica en Colombia, Palestina y, a partir de 2017, en Bangladesh, el país que desde agosto ha recibido más de medio millón de personas expulsadas por el ejército birmano en lo que Naciones Unidas ha calificado como “una limpieza étnica”.
En Palestina trabajó en un proyecto de salud mental, ¿es muy distinto a lo que hace en Bangladesh?
El sufrimiento es similar. En Birmania, los rohinyás tenían restringidos sus derechos y su movilidad, algo muy parecido a lo que pasa con los palestinos. Ambos son pueblos musulmanes y creen que dios los va ayudar con la situación que están viviendo, en términos de salud mental ese es un recurso muy importante. Sin embargo, hay muchas diferencias. En Palestina, la gente está en sus casas, con su gente, con sus familias. Los rohinyás están en un contexto completamente distinto: al salir se desintegraron sus familias, están en un lugar nuevo, en condiciones insalubres y con muchas necesidades de salud.
Lea también: Las limpiezas étnicas no son cuentos del pasado.
Usted tiene entrenamiento profesional para manjar estas situaciones, pero, ¿cuál es el impacto personal de trabajar en un campo de refugiados?
Es cierto que tengo algunas herramientas para blindarme. Mi rol es ayudar y tengo claro que para hacerlo es clave estar bien pero, aunque tengas nervios de acero, siempre es muy duro saber que otro ser humano ha pasado por situaciones tan difíciles de imaginar y de comprender.
¿Con qué tipo de historias llegan los refugiados?
En mi primera semana, una mujer que todavía estaba en negación, porque no podía creer que estaba en un campo de refugiados y sin su familia, me contó que hubo una masacre dentro de su casa. Hubo mujeres que permanecieron días encerradas por el ejército birmano. Hubo casas quemadas con personas adentro, un señor me dijo que no alcanzó a sacar a sus bebes. También estaban las huidas, que eran tremendas porque les disparaban. Familias de siete personas quedaban reducidas a cuatro o tres. En el camino a Bangladesh atravesaban pantanos, los niños caen, la montonera les pasa por encima y no los vuelven a ver.
¿Se puede recuperar alguien que ha pasado por eso?
Depende de sus recursos personales. Existe gente que ha sido violentada en el pasado, pero eso los ha hecho fuertes, también hay gente que ha sufrido tanta violencia que no tiene ese tipo de recursos. Ayuda mucho si hay alguien que los escuche, si reciben ayuda profesional, si esa ayuda llega a tiempo. Lo que MSF puede hacer para ayudar a recuperar del trauma es paliativo y es tratar de instalar esperanza y ayudarlos a reconocer los recursos que tienen a su alrededor que los puedan ayudar.
¿Hay tensiones entre los locales y los rohinyás?
El gobierno de Bangladesh abrió las puertas completamente. Eso es muy importante si consideramos que se trata de un país pobre, con una densidad poblacional violenta. A nivel local sí que hay tensiones.
Mientras los rohinyás reciben ayuda de organizaciones internacionales, los locales también son pobres, marginados, y tienen poco acceso a la salud. Además, los rohinyás están ocupando sus tierras y utilizan sus fuentes de agua, es inevitable que haya roces. Eso empeora su adaptación, porque estar en un lugar donde no eres bienvenido genera una sensación de vulnerabilidad, de amenaza.
Ustedes están organizados en grupos interdisciplinarios en los que hay médicos, enfermeros, psicólogos, ¿cómo es un día normal en los campos de refugiados?
Nosotros llegamos a los campos, donde tenemos estructuras de distintos niveles: desde centros de salud hasta instalaciones en las que prestamos servicios de hospitalización y médicos permanentes durante las 24 horas. Allí nos encontramos con equipos voluntarios rohinyás y ellos nos acompañan a visitar familias.
¿Cuál es su prioridad durante esas visitas?
Dignificar. Escuchar con atención, sonreír y estar presentes. Eso les devuelve el brillo en la mirada, que está totalmente perdido cuando llegamos. Son personas que han pasado por situaciones en las que obviamente no han sido tratadas de forma digna, en términos psicológicos también es muy importante hacer que la gente entienda que no se está volviendo loca, que no tengan miedo de perder el control. Cuando estás así, no duermes, estás irritado y te peleas con todo el mundo, lloras de la nada o lloras todo el tiempo o no quieres hacer nada. Es un estado de desesperación tremendo. Decirles que lo que están pasando es normal les da mucho alivio, aunque también hay gente que dice que, de todas formas, lleva mucho tiempo dormir, esos son signos de mayor gravedad que nos hace empezar una asistencia más especializada.
¿Qué tan frecuentes son esas remisiones?
El trabajo es demasiado y no queda mucho tiempo para registrar y monitorear datos, pero, donde yo estaba, que era un campo de refugiados de 25 mil personas, y accediendo a muy poca gente cada día, todas las semanas remitía un paciente a psiquiatría.
Lo más frecuentes era que tuvieran enfermedades graves de vieja data. Algunos lo tenían controlados, pero desde que en Birmania les cortan el acceso a los centros de salud, no los pudieron volver a tratar. Antes eso, eran personas absolutamente funcionales, y ahora estaban en condición crítica.
En noviembre, el gobierno birmano y el de Bangladesh firmaron un acuerdo de repatriación, ¿cómo se recibió esa noticia en los campos de refugiados?
Cuando se empezó a hablar sobre el acuerdo, había mucha tensión. Ellos no se sienten tranquilos de regresar. Creen que pueden tener una mejor vida en Bangladesh, a pesar de las condiciones en las que viven. Todavía no se sabe qué va a pasar, porque el acuerdo tiene condiciones. Se tiene que garantizar la seguridad de la población y tiene que ser voluntario, pero ya se sabe que ellos no quieren volver.
¿Cómo son los rohinyás?
No sé si siempre ha sido así, pero son muy amables y, claro, como mi trabajo es brindar ayuda, tienen una gratitud maravillosa. Por supuesto, hay situaciones de violencia dentro de los campos de refugiados. Imagínate tener una población con la misma cantidad de habitantes que Buenaventura, viviendo en hacinamiento, sin agua con poca comida, sin trabajo y sin actividades. Sin embargo, estoy segura de que en cualquier otro lugar las cosas se habrían puesto mucho peor con concentraciones humanas mucho menores. Son muy pacíficos y tolerantes y su confianza en dios es algo muy fuerte para ellos, que les da un soporte para sobrellevar esto.
Juliana Puerta terminó en Bangladesh por algo que le dijeron en sus días de estudiante. “Ustedes son la minoría que tiene acceso a la universidad, lo que hagan con eso tienen que hacerlo bien”, escuchaba en la facultad de psicología de la Universidad Javeriana de Bogotá, de la que se graduó.
Puerta se lo tomó en serio. Su trabajo con Médicos Sin Fronteras la ha llevado a brindar asistencia psicológica en Colombia, Palestina y, a partir de 2017, en Bangladesh, el país que desde agosto ha recibido más de medio millón de personas expulsadas por el ejército birmano en lo que Naciones Unidas ha calificado como “una limpieza étnica”.
En Palestina trabajó en un proyecto de salud mental, ¿es muy distinto a lo que hace en Bangladesh?
El sufrimiento es similar. En Birmania, los rohinyás tenían restringidos sus derechos y su movilidad, algo muy parecido a lo que pasa con los palestinos. Ambos son pueblos musulmanes y creen que dios los va ayudar con la situación que están viviendo, en términos de salud mental ese es un recurso muy importante. Sin embargo, hay muchas diferencias. En Palestina, la gente está en sus casas, con su gente, con sus familias. Los rohinyás están en un contexto completamente distinto: al salir se desintegraron sus familias, están en un lugar nuevo, en condiciones insalubres y con muchas necesidades de salud.
Lea también: Las limpiezas étnicas no son cuentos del pasado.
Usted tiene entrenamiento profesional para manjar estas situaciones, pero, ¿cuál es el impacto personal de trabajar en un campo de refugiados?
Es cierto que tengo algunas herramientas para blindarme. Mi rol es ayudar y tengo claro que para hacerlo es clave estar bien pero, aunque tengas nervios de acero, siempre es muy duro saber que otro ser humano ha pasado por situaciones tan difíciles de imaginar y de comprender.
¿Con qué tipo de historias llegan los refugiados?
En mi primera semana, una mujer que todavía estaba en negación, porque no podía creer que estaba en un campo de refugiados y sin su familia, me contó que hubo una masacre dentro de su casa. Hubo mujeres que permanecieron días encerradas por el ejército birmano. Hubo casas quemadas con personas adentro, un señor me dijo que no alcanzó a sacar a sus bebes. También estaban las huidas, que eran tremendas porque les disparaban. Familias de siete personas quedaban reducidas a cuatro o tres. En el camino a Bangladesh atravesaban pantanos, los niños caen, la montonera les pasa por encima y no los vuelven a ver.
¿Se puede recuperar alguien que ha pasado por eso?
Depende de sus recursos personales. Existe gente que ha sido violentada en el pasado, pero eso los ha hecho fuertes, también hay gente que ha sufrido tanta violencia que no tiene ese tipo de recursos. Ayuda mucho si hay alguien que los escuche, si reciben ayuda profesional, si esa ayuda llega a tiempo. Lo que MSF puede hacer para ayudar a recuperar del trauma es paliativo y es tratar de instalar esperanza y ayudarlos a reconocer los recursos que tienen a su alrededor que los puedan ayudar.
¿Hay tensiones entre los locales y los rohinyás?
El gobierno de Bangladesh abrió las puertas completamente. Eso es muy importante si consideramos que se trata de un país pobre, con una densidad poblacional violenta. A nivel local sí que hay tensiones.
Mientras los rohinyás reciben ayuda de organizaciones internacionales, los locales también son pobres, marginados, y tienen poco acceso a la salud. Además, los rohinyás están ocupando sus tierras y utilizan sus fuentes de agua, es inevitable que haya roces. Eso empeora su adaptación, porque estar en un lugar donde no eres bienvenido genera una sensación de vulnerabilidad, de amenaza.
Ustedes están organizados en grupos interdisciplinarios en los que hay médicos, enfermeros, psicólogos, ¿cómo es un día normal en los campos de refugiados?
Nosotros llegamos a los campos, donde tenemos estructuras de distintos niveles: desde centros de salud hasta instalaciones en las que prestamos servicios de hospitalización y médicos permanentes durante las 24 horas. Allí nos encontramos con equipos voluntarios rohinyás y ellos nos acompañan a visitar familias.
¿Cuál es su prioridad durante esas visitas?
Dignificar. Escuchar con atención, sonreír y estar presentes. Eso les devuelve el brillo en la mirada, que está totalmente perdido cuando llegamos. Son personas que han pasado por situaciones en las que obviamente no han sido tratadas de forma digna, en términos psicológicos también es muy importante hacer que la gente entienda que no se está volviendo loca, que no tengan miedo de perder el control. Cuando estás así, no duermes, estás irritado y te peleas con todo el mundo, lloras de la nada o lloras todo el tiempo o no quieres hacer nada. Es un estado de desesperación tremendo. Decirles que lo que están pasando es normal les da mucho alivio, aunque también hay gente que dice que, de todas formas, lleva mucho tiempo dormir, esos son signos de mayor gravedad que nos hace empezar una asistencia más especializada.
¿Qué tan frecuentes son esas remisiones?
El trabajo es demasiado y no queda mucho tiempo para registrar y monitorear datos, pero, donde yo estaba, que era un campo de refugiados de 25 mil personas, y accediendo a muy poca gente cada día, todas las semanas remitía un paciente a psiquiatría.
Lo más frecuentes era que tuvieran enfermedades graves de vieja data. Algunos lo tenían controlados, pero desde que en Birmania les cortan el acceso a los centros de salud, no los pudieron volver a tratar. Antes eso, eran personas absolutamente funcionales, y ahora estaban en condición crítica.
En noviembre, el gobierno birmano y el de Bangladesh firmaron un acuerdo de repatriación, ¿cómo se recibió esa noticia en los campos de refugiados?
Cuando se empezó a hablar sobre el acuerdo, había mucha tensión. Ellos no se sienten tranquilos de regresar. Creen que pueden tener una mejor vida en Bangladesh, a pesar de las condiciones en las que viven. Todavía no se sabe qué va a pasar, porque el acuerdo tiene condiciones. Se tiene que garantizar la seguridad de la población y tiene que ser voluntario, pero ya se sabe que ellos no quieren volver.
¿Cómo son los rohinyás?
No sé si siempre ha sido así, pero son muy amables y, claro, como mi trabajo es brindar ayuda, tienen una gratitud maravillosa. Por supuesto, hay situaciones de violencia dentro de los campos de refugiados. Imagínate tener una población con la misma cantidad de habitantes que Buenaventura, viviendo en hacinamiento, sin agua con poca comida, sin trabajo y sin actividades. Sin embargo, estoy segura de que en cualquier otro lugar las cosas se habrían puesto mucho peor con concentraciones humanas mucho menores. Son muy pacíficos y tolerantes y su confianza en dios es algo muy fuerte para ellos, que les da un soporte para sobrellevar esto.