Votar afuera: el laberinto donde se pierden los derechos políticos del migrante
Votar no es fácil para quienes están fuera de su país natal y nunca lo ha sido. La lucha de los ciudadanos no residentes por sus derechos políticos ha sido larga. Colombia, sorpresivamente, ha sido pionera en esta materia. Ahora debe tomar una decisión importante.
Camilo Gómez Forero
Era 2008 cuando Massimo Tommasoli, hoy director del Instituto para la Democracia y Asistencia Electoral (IDEA), formuló una pregunta vital para el desarrollo de esta década y las que vienen: ¿cómo se pueden asegurar los derechos políticos de las personas que viven fuera de su país natal? C Cuando planteó esta inquietud era el Día Internacional del Migrante y participaba en un panel donde se discutía cómo facilitar la vida de esta población.
En ese momento, la guerra civil en Siria no se había detonado, la crisis política, económica y social en Venezuela no había atravesado su peor momento, y Rusia no había invadido Ucrania. En el transcurso de los siguientes 15 años, al menos 20 millones de personas se vieron obligadas a salir de estos países por esas circunstancias. Y se estima que sean más en los próximos años, a medida que no solo esas emergencias se profundizan, sino que se suman otras. La migración no ha parado ni lo hará.
Tommasoli se anticipaba a un problema muy actual. Ahora, con las elecciones programadas en Venezuela y Ucrania para 2024, y las que se celebraron en Siria en 2021, su pregunta cobra mucha más relevancia. ¿Cómo vota toda la gente que salió de esos países? La participación de la población migrante en los procesos electorales o, mejor, de los nacionales residentes en un país diferente al suyo por naturaleza, pone a prueba el tejido de la democracia. Así lo señaló Armend Bekaj, director de programas en el área de consolidación de paz de la Dag Hammarskjöld Foundation, quien escribió: “Privar a los refugiados de sus derechos democráticos (como el voto) priva a toda una sociedad del pleno ejercicio de su potencial”.
Votar no es fácil para quienes están fuera de su país natal y nunca lo ha sido. El problema planteado por Tommasoli persiste, porque esta historia no empieza con la pregunta de 2008 ni con las migraciones actuales.
Sebastián Umpierrez de Reguero, becario posdoctoral en la Universidad de Tallin (Estonia) y en la Universidad Autónoma de Madrid (España), apunta que la sociología y la antropología han estudiado el voto transnacional desde hace décadas. “Antes de los ucranianos, venezolanos y sirios estaba la migración italiana, por ejemplo”, explica. Otra cosa es que no se ha enfatizado en recordar la importancia de esta discusión y esta lucha, por lo que a la academia y la prensa les corresponde enfocar este tema. Por eso es necesario recordar.
¿Cómo ganamos nuestros derechos?
A principios del siglo pasado, el voto en el exterior solo se les permitía a personas que ostentaban ciertos cargos, como diplomáticos y militares. En las últimas tres décadas del siglo XX, la mayoría de los Estados desarrollaron un enfoque más inclusivo para otorgar derechos electorales a sus ciudadanos no residentes. En Latinoamérica, el pionero fue, sorpresivamente, Colombia, adoptando el voto en el extranjero en 1961.
A Colombia le siguió Brasil, en 1965. Perú hizo lo mismo en 1979. En los años 90 se sumaron Argentina, Venezuela y República Dominicana. El resto vino después de 2000. El último en la lista fue Chile, en 2013. Y así ha sido el comportamiento en todo el mundo. No todos los países europeos lo permiten, a pesar de las enormes olas de migración interna que ha visto el continente (unos 13 millones de personas). Ha sido una lucha enorme en cada país.
En Italia, por ejemplo, los ciudadanos que vivían en otro país lo pidieron desde 1960, pero solo les fue concedido en 2006. ¿Por qué tardaron tanto en darles el voto? Porque la población migrante podría tener un enorme peso en los resultados electorales de su país, según explicó Jean-Michel Lafleur, investigador asociado del Fondo de Investigación Científica (FNRS) y director adjunto del Centro de Estudios Étnicos y Migratorios (CEDEM). Por eso, reclamar este derecho no es una formalidad.
“Cuando se concede el derecho al voto a una nueva población, abrimos la puerta a un cambio en los resultados electorales. En Italia, cuando se concedió el derecho de voto a tres millones de personas, los partidos políticos intentaron anticipar las tendencias de sus votos. Este temor a un cambio en los resultados empujó a Italia a crear una circunscripción especial en la que los italianos en el extranjero solo pudieron elegir a seis senadores y 12 miembros del parlamento. El impacto del voto de estos millones de electores se limita, por tanto, a 18 escaños”, explica Lafleur. Sin esa barrera, la diáspora pudo haber influenciado ampliamente las elecciones.
Así llegamos al meollo de este asunto: las barreras. El laberinto donde se pierden los derechos políticos cuando migramos. Como nos explica Umpierrez de Reguero, que un Gobierno facilite o dificulte el voto de los connacionales en el exterior depende de cómo los resultados vayan a favorecerlo o perjudicarlo.
“Silvio Berlusconi, desde 2001, apoyó el voto en el exterior porque creía que los argentinos-italianos afuera favorecerían a la Liga Norte o a todos los partidos de derecha”, explica De Reguero, pero sucedió lo contrario. En las elecciones de 2006 ganó Romano Prodi gracias a los italianos que se habían ido.
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Así que ese voto sí pesa. Hay casos ilustrativos en todo el mundo, desde los países Bálticos hasta la región andina. Por eso, el voto en el exterior ha demostrado una tendencia utilitarista en la normativa de los gobiernos. Un caso para resaltar este punto es el irlandés. Los irlandeses pierden su derecho a votar 18 meses después de emigrar, pero los miembros de las Fuerzas Armadas y el personal diplomático lo conservan. “Este derecho se justifica en una visión utilitarista por las funciones que ejercen (las personas) para el Estado”, explica Annick Laruelle, profesora de Fundamentos del Análisis Económico en la Universidad del País Vasco, en The Conversation.
Ahora traigamos esa conversación a casa: la población migrante de Venezuela, con la que compartimos espacios día a día, tiene enormes barreras para participar de las elecciones en su país, y esto se así porque el oficialismo sabe que no le conviene que la gente que está afuera vote.
El primer obstáculo es la habilitación del registro electoral dentro del registro consular. Si bien el Consejo Nacional Electoral de Venezuela permite a la ciudadanía venezolana cambiar su domicilio a un consulado, cabe destacar que la mayoría de consulados fueron cerrados. Muchos son claves, como el consulado de Miami, Florida, cerrado en 2019. En Doral, a 20 minutos de Miami, se estima que al menos el 35 % de la población es de Venezuela. Hay mucha gente que podría votar. Pero cientos de miles de personas pierden este derecho con el cierre de consulados.
Luego hay otra barrera: la regularización. La Ley Orgánica de Procesos Electorales de Venezuela (LOPRE) dice que “podrán sufragar en el exterior los electores que posean residencia o cualquier otro régimen que denote legalidad de permanencia fuera de Venezuela”. ¿Y si la persona migrante, potencial votante, no tiene sus documentos en regla por alguna razón? Millones salieron del país por trochas y atravesaron el continente de manera no regular.
En algunos países, como Colombia, se han adoptado mecanismos para la regularización, pero no en otros. Aun así, el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes (ETPV) que impulsó Colombia no es reconocido como el esquema tradicional para dar un estatus regular a los extranjeros. Eso solo lo dan las visas, y el ETPV es apenas el mecanismo que ofrece la posibilidad de aplicar a una visa.
En este orden de ideas, hay cientos de miles de personas de Venezuela en Colombia que no pueden votar. Y esta situación, en un contexto de una de las migraciones más importantes del mundo, podría cambiar los resultados. “Claro, no será tan importante (el voto extranjero) como lo sería el de Bogotá en unas elecciones de Colombia o Guayaquil, en Ecuador. Sin embargo, es un voto que ocupa un estado minoritario y que por tal debería tener el mismo peso”, señala.
¿Cómo impactaría la participación de esta porción de la población en unos comicios? Tomemos como referencia las elecciones de 2013, cuando Nicolás Maduro le ganó al opositor Henrique Capriles por menos de 150.000 votos. Es preciso destacar que entonces no teníamos la diáspora de hoy. El margen por el que perdió Capriles es equivalente nada más a la población migrante venezolana en Medellín en capacidad de votar. Con la magnitud de personas venezolanas en el exterior, es lógico que su participación pesaría en las elecciones y que, por ende, se hace necesaria.
Cuando Tommasoli respondió su pregunta hace 15 años, manifestó que en nuestra sociedad globalizada el principio de sufragio universal “solo podía ser totalmente alcanzado si los ciudadanos que viven en el extranjero tienen derecho a votar en las elecciones nacionales de su país de origen”. Eso quiere decir que, sin excusas, los gobiernos deben facilitar la votación en el exterior. En 2018, de hecho, esta fue una de las exigencias de la oposición venezolana para participar de las elecciones con la actualización del registro electoral. Y lo vuelve a ser ahora. Pero el panorama no es el más alentador.
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“Hay pocas respuestas satisfactorias a esa pregunta (de Tommasoli)”, le dijo a este diario Michael Doyle, exdirector de la Iniciativa de Política Global de la Universidad de Columbia. No hay una institución internacional que pueda imponer condiciones para una votación y hacer respetar el voto en el exterior. Acá es cuando se presenta el sesgo en cómo se facilita o dificulta el voto en el exterior.
“Si el dictador percibe que le es inconveniente, pondrá las barreras necesarias. Si ve que necesita estos votos, hará lo posible por facilitarlas”, comenta el experto chileno-ecuatoriano. En el caso venezolano, él manifiesta que hay barreras desde que surgió el chavismo. En 2004, cuando Hugo Chávez se dio cuenta de que el voto en el exterior le era inconveniente, por ejemplo, puso una condición extra para los votantes: presentar un permiso de residencia válido.
Nadie sabe si el oficialismo en Venezuela facilitará las condiciones —a escala interno, al menos, no lo ha hecho—. Sin embargo, hay una certeza: el primer paso está en manos del Gobierno de Colombia al permitir que el Permiso de Protección Temporal (PPT) sea un documento válido para que los venezolanos en Colombia voten en las elecciones de su país, así como funciona con la visa. Acá el Gobierno se enfrenta a un problema.
“Es como un juego de ajedrez”, agrega De Reguero refiriéndose a los dilemas de política exterior. “Es difícil porque al Gobierno de Venezuela no le gustaría eso. Desde el punto de vista de derechos humanos es lo que tiene que hacer Colombia, pero políticamente puede ser una papa caliente para Gustavo Petro”, agrega Txomin Las Heras Leizaola, investigador del proyecto “Esto no es una frontera, esto es un río” del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario.
Hay una marcada diferencia en quién permite votar y quién impondrá barreras porque podría afectarlo, como Venezuela. No obstante, al menos por ahora, la pelota está en la cancha de Colombia, que puede dar el primer paso para restituir estos derechos políticos. Y, como pionero en esta lucha por el voto transnacional, debería más que nadie exponer esta conversación. La población venezolana en el exterior constituye, como le dijo el candidato Freddy Superlano a este diario, “un país fuera de ese país”. Y ese país tiene que votar.
Después de facilitar el camino, el trabajo no estará terminado. Además de las barreras para participar en las elecciones, se lucha contra el “descompromiso” electoral de la población migrante, como lo llamaron unos investigadores en una publicación de Oxford en 2021. Al partir, muchos migrantes europeos reflexionan sobre si deben ejercer su derecho al voto. Se sienten desconectados de casa y sopesan su “derecho moral a participar en política democrática desde lejos”, según el estudio. Se sienten en una “realidad paralela”. En el caso de la migración venezolana, el crecimiento apolítico se ve alimentado no solo por años en los que un cambio de gobierno no ha podido abrirse paso por diferentes condiciones, entre ellas las fracturas en la oposición al oficialismo, sino también porque las vías para informarse de los asuntos políticos locales han sido cortadas. También hay otros factores.
Umpierrez de Reguero nació en Ecuador, pero se formó en Chile, donde guarda sus lazos más cercanos. Ahora vive entre España y Estonia. Y esto sucede con los migrantes: que al moverse pueden sentir que no son ni de aquí ni de allá. “Sufrí microdiscriminaciones porque me decían que no era suficientemente ecuatoriano, chileno o español. Hay varios estudios en los que he trabajado. El profesor Lafleur también. Y acá hay un punto importante en cómo te sientes y en la socialización política”, explica.
Si se crece en un país donde es obligatorio votar, vas a formarte con esta idea y esta necesidad de sufragar. Pueden influir otras esferas, como la familiar. Mi padre, por ejemplo, votaba apenas abrían las urnas. Y ese ejercicio hizo que yo lo replicara también. De fondo están estas socializaciones políticas. Pero cuando una persona proviene de un país autoritario y se va de allí, puede que salga sin querer saber nada de la política local. “He entrevistado a venezolanos que, una vez consiguen el pasaporte europeo, dicen que ‘ya no son venezolanos’ y tratan de borrar esa historia, desde el lenguaje incluso. Cuando vienes de un país sin un trauma, como en el caso venezolano, hay otro contexto que te hace ver las cosas con más claridad y sientes la necesidad de votar”, apunta De Reguero.
Cada migración es diferente. Como reflejo de esto, de las barreras y el “descompromiso” con la política local, es entendible que apenas 217.154 migrantes se inscribieran para participar de las primarias de la oposición que se celebrarán este mes. Una fracción mínima de los cinco millones de potenciales electores. Había barreras de todo tipo: político, económico, social. El asunto es que millones de personas pierden su representación política, un eje para las democracias, porque no votan en sus países de origen, pero tampoco pueden votar en el que residen.
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Era 2008 cuando Massimo Tommasoli, hoy director del Instituto para la Democracia y Asistencia Electoral (IDEA), formuló una pregunta vital para el desarrollo de esta década y las que vienen: ¿cómo se pueden asegurar los derechos políticos de las personas que viven fuera de su país natal? C Cuando planteó esta inquietud era el Día Internacional del Migrante y participaba en un panel donde se discutía cómo facilitar la vida de esta población.
En ese momento, la guerra civil en Siria no se había detonado, la crisis política, económica y social en Venezuela no había atravesado su peor momento, y Rusia no había invadido Ucrania. En el transcurso de los siguientes 15 años, al menos 20 millones de personas se vieron obligadas a salir de estos países por esas circunstancias. Y se estima que sean más en los próximos años, a medida que no solo esas emergencias se profundizan, sino que se suman otras. La migración no ha parado ni lo hará.
Tommasoli se anticipaba a un problema muy actual. Ahora, con las elecciones programadas en Venezuela y Ucrania para 2024, y las que se celebraron en Siria en 2021, su pregunta cobra mucha más relevancia. ¿Cómo vota toda la gente que salió de esos países? La participación de la población migrante en los procesos electorales o, mejor, de los nacionales residentes en un país diferente al suyo por naturaleza, pone a prueba el tejido de la democracia. Así lo señaló Armend Bekaj, director de programas en el área de consolidación de paz de la Dag Hammarskjöld Foundation, quien escribió: “Privar a los refugiados de sus derechos democráticos (como el voto) priva a toda una sociedad del pleno ejercicio de su potencial”.
Votar no es fácil para quienes están fuera de su país natal y nunca lo ha sido. El problema planteado por Tommasoli persiste, porque esta historia no empieza con la pregunta de 2008 ni con las migraciones actuales.
Sebastián Umpierrez de Reguero, becario posdoctoral en la Universidad de Tallin (Estonia) y en la Universidad Autónoma de Madrid (España), apunta que la sociología y la antropología han estudiado el voto transnacional desde hace décadas. “Antes de los ucranianos, venezolanos y sirios estaba la migración italiana, por ejemplo”, explica. Otra cosa es que no se ha enfatizado en recordar la importancia de esta discusión y esta lucha, por lo que a la academia y la prensa les corresponde enfocar este tema. Por eso es necesario recordar.
¿Cómo ganamos nuestros derechos?
A principios del siglo pasado, el voto en el exterior solo se les permitía a personas que ostentaban ciertos cargos, como diplomáticos y militares. En las últimas tres décadas del siglo XX, la mayoría de los Estados desarrollaron un enfoque más inclusivo para otorgar derechos electorales a sus ciudadanos no residentes. En Latinoamérica, el pionero fue, sorpresivamente, Colombia, adoptando el voto en el extranjero en 1961.
A Colombia le siguió Brasil, en 1965. Perú hizo lo mismo en 1979. En los años 90 se sumaron Argentina, Venezuela y República Dominicana. El resto vino después de 2000. El último en la lista fue Chile, en 2013. Y así ha sido el comportamiento en todo el mundo. No todos los países europeos lo permiten, a pesar de las enormes olas de migración interna que ha visto el continente (unos 13 millones de personas). Ha sido una lucha enorme en cada país.
En Italia, por ejemplo, los ciudadanos que vivían en otro país lo pidieron desde 1960, pero solo les fue concedido en 2006. ¿Por qué tardaron tanto en darles el voto? Porque la población migrante podría tener un enorme peso en los resultados electorales de su país, según explicó Jean-Michel Lafleur, investigador asociado del Fondo de Investigación Científica (FNRS) y director adjunto del Centro de Estudios Étnicos y Migratorios (CEDEM). Por eso, reclamar este derecho no es una formalidad.
“Cuando se concede el derecho al voto a una nueva población, abrimos la puerta a un cambio en los resultados electorales. En Italia, cuando se concedió el derecho de voto a tres millones de personas, los partidos políticos intentaron anticipar las tendencias de sus votos. Este temor a un cambio en los resultados empujó a Italia a crear una circunscripción especial en la que los italianos en el extranjero solo pudieron elegir a seis senadores y 12 miembros del parlamento. El impacto del voto de estos millones de electores se limita, por tanto, a 18 escaños”, explica Lafleur. Sin esa barrera, la diáspora pudo haber influenciado ampliamente las elecciones.
Así llegamos al meollo de este asunto: las barreras. El laberinto donde se pierden los derechos políticos cuando migramos. Como nos explica Umpierrez de Reguero, que un Gobierno facilite o dificulte el voto de los connacionales en el exterior depende de cómo los resultados vayan a favorecerlo o perjudicarlo.
“Silvio Berlusconi, desde 2001, apoyó el voto en el exterior porque creía que los argentinos-italianos afuera favorecerían a la Liga Norte o a todos los partidos de derecha”, explica De Reguero, pero sucedió lo contrario. En las elecciones de 2006 ganó Romano Prodi gracias a los italianos que se habían ido.
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Así que ese voto sí pesa. Hay casos ilustrativos en todo el mundo, desde los países Bálticos hasta la región andina. Por eso, el voto en el exterior ha demostrado una tendencia utilitarista en la normativa de los gobiernos. Un caso para resaltar este punto es el irlandés. Los irlandeses pierden su derecho a votar 18 meses después de emigrar, pero los miembros de las Fuerzas Armadas y el personal diplomático lo conservan. “Este derecho se justifica en una visión utilitarista por las funciones que ejercen (las personas) para el Estado”, explica Annick Laruelle, profesora de Fundamentos del Análisis Económico en la Universidad del País Vasco, en The Conversation.
Ahora traigamos esa conversación a casa: la población migrante de Venezuela, con la que compartimos espacios día a día, tiene enormes barreras para participar de las elecciones en su país, y esto se así porque el oficialismo sabe que no le conviene que la gente que está afuera vote.
El primer obstáculo es la habilitación del registro electoral dentro del registro consular. Si bien el Consejo Nacional Electoral de Venezuela permite a la ciudadanía venezolana cambiar su domicilio a un consulado, cabe destacar que la mayoría de consulados fueron cerrados. Muchos son claves, como el consulado de Miami, Florida, cerrado en 2019. En Doral, a 20 minutos de Miami, se estima que al menos el 35 % de la población es de Venezuela. Hay mucha gente que podría votar. Pero cientos de miles de personas pierden este derecho con el cierre de consulados.
Luego hay otra barrera: la regularización. La Ley Orgánica de Procesos Electorales de Venezuela (LOPRE) dice que “podrán sufragar en el exterior los electores que posean residencia o cualquier otro régimen que denote legalidad de permanencia fuera de Venezuela”. ¿Y si la persona migrante, potencial votante, no tiene sus documentos en regla por alguna razón? Millones salieron del país por trochas y atravesaron el continente de manera no regular.
En algunos países, como Colombia, se han adoptado mecanismos para la regularización, pero no en otros. Aun así, el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes (ETPV) que impulsó Colombia no es reconocido como el esquema tradicional para dar un estatus regular a los extranjeros. Eso solo lo dan las visas, y el ETPV es apenas el mecanismo que ofrece la posibilidad de aplicar a una visa.
En este orden de ideas, hay cientos de miles de personas de Venezuela en Colombia que no pueden votar. Y esta situación, en un contexto de una de las migraciones más importantes del mundo, podría cambiar los resultados. “Claro, no será tan importante (el voto extranjero) como lo sería el de Bogotá en unas elecciones de Colombia o Guayaquil, en Ecuador. Sin embargo, es un voto que ocupa un estado minoritario y que por tal debería tener el mismo peso”, señala.
¿Cómo impactaría la participación de esta porción de la población en unos comicios? Tomemos como referencia las elecciones de 2013, cuando Nicolás Maduro le ganó al opositor Henrique Capriles por menos de 150.000 votos. Es preciso destacar que entonces no teníamos la diáspora de hoy. El margen por el que perdió Capriles es equivalente nada más a la población migrante venezolana en Medellín en capacidad de votar. Con la magnitud de personas venezolanas en el exterior, es lógico que su participación pesaría en las elecciones y que, por ende, se hace necesaria.
Cuando Tommasoli respondió su pregunta hace 15 años, manifestó que en nuestra sociedad globalizada el principio de sufragio universal “solo podía ser totalmente alcanzado si los ciudadanos que viven en el extranjero tienen derecho a votar en las elecciones nacionales de su país de origen”. Eso quiere decir que, sin excusas, los gobiernos deben facilitar la votación en el exterior. En 2018, de hecho, esta fue una de las exigencias de la oposición venezolana para participar de las elecciones con la actualización del registro electoral. Y lo vuelve a ser ahora. Pero el panorama no es el más alentador.
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“Hay pocas respuestas satisfactorias a esa pregunta (de Tommasoli)”, le dijo a este diario Michael Doyle, exdirector de la Iniciativa de Política Global de la Universidad de Columbia. No hay una institución internacional que pueda imponer condiciones para una votación y hacer respetar el voto en el exterior. Acá es cuando se presenta el sesgo en cómo se facilita o dificulta el voto en el exterior.
“Si el dictador percibe que le es inconveniente, pondrá las barreras necesarias. Si ve que necesita estos votos, hará lo posible por facilitarlas”, comenta el experto chileno-ecuatoriano. En el caso venezolano, él manifiesta que hay barreras desde que surgió el chavismo. En 2004, cuando Hugo Chávez se dio cuenta de que el voto en el exterior le era inconveniente, por ejemplo, puso una condición extra para los votantes: presentar un permiso de residencia válido.
Nadie sabe si el oficialismo en Venezuela facilitará las condiciones —a escala interno, al menos, no lo ha hecho—. Sin embargo, hay una certeza: el primer paso está en manos del Gobierno de Colombia al permitir que el Permiso de Protección Temporal (PPT) sea un documento válido para que los venezolanos en Colombia voten en las elecciones de su país, así como funciona con la visa. Acá el Gobierno se enfrenta a un problema.
“Es como un juego de ajedrez”, agrega De Reguero refiriéndose a los dilemas de política exterior. “Es difícil porque al Gobierno de Venezuela no le gustaría eso. Desde el punto de vista de derechos humanos es lo que tiene que hacer Colombia, pero políticamente puede ser una papa caliente para Gustavo Petro”, agrega Txomin Las Heras Leizaola, investigador del proyecto “Esto no es una frontera, esto es un río” del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario.
Hay una marcada diferencia en quién permite votar y quién impondrá barreras porque podría afectarlo, como Venezuela. No obstante, al menos por ahora, la pelota está en la cancha de Colombia, que puede dar el primer paso para restituir estos derechos políticos. Y, como pionero en esta lucha por el voto transnacional, debería más que nadie exponer esta conversación. La población venezolana en el exterior constituye, como le dijo el candidato Freddy Superlano a este diario, “un país fuera de ese país”. Y ese país tiene que votar.
Después de facilitar el camino, el trabajo no estará terminado. Además de las barreras para participar en las elecciones, se lucha contra el “descompromiso” electoral de la población migrante, como lo llamaron unos investigadores en una publicación de Oxford en 2021. Al partir, muchos migrantes europeos reflexionan sobre si deben ejercer su derecho al voto. Se sienten desconectados de casa y sopesan su “derecho moral a participar en política democrática desde lejos”, según el estudio. Se sienten en una “realidad paralela”. En el caso de la migración venezolana, el crecimiento apolítico se ve alimentado no solo por años en los que un cambio de gobierno no ha podido abrirse paso por diferentes condiciones, entre ellas las fracturas en la oposición al oficialismo, sino también porque las vías para informarse de los asuntos políticos locales han sido cortadas. También hay otros factores.
Umpierrez de Reguero nació en Ecuador, pero se formó en Chile, donde guarda sus lazos más cercanos. Ahora vive entre España y Estonia. Y esto sucede con los migrantes: que al moverse pueden sentir que no son ni de aquí ni de allá. “Sufrí microdiscriminaciones porque me decían que no era suficientemente ecuatoriano, chileno o español. Hay varios estudios en los que he trabajado. El profesor Lafleur también. Y acá hay un punto importante en cómo te sientes y en la socialización política”, explica.
Si se crece en un país donde es obligatorio votar, vas a formarte con esta idea y esta necesidad de sufragar. Pueden influir otras esferas, como la familiar. Mi padre, por ejemplo, votaba apenas abrían las urnas. Y ese ejercicio hizo que yo lo replicara también. De fondo están estas socializaciones políticas. Pero cuando una persona proviene de un país autoritario y se va de allí, puede que salga sin querer saber nada de la política local. “He entrevistado a venezolanos que, una vez consiguen el pasaporte europeo, dicen que ‘ya no son venezolanos’ y tratan de borrar esa historia, desde el lenguaje incluso. Cuando vienes de un país sin un trauma, como en el caso venezolano, hay otro contexto que te hace ver las cosas con más claridad y sientes la necesidad de votar”, apunta De Reguero.
Cada migración es diferente. Como reflejo de esto, de las barreras y el “descompromiso” con la política local, es entendible que apenas 217.154 migrantes se inscribieran para participar de las primarias de la oposición que se celebrarán este mes. Una fracción mínima de los cinco millones de potenciales electores. Había barreras de todo tipo: político, económico, social. El asunto es que millones de personas pierden su representación política, un eje para las democracias, porque no votan en sus países de origen, pero tampoco pueden votar en el que residen.
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