Migrantes africanos: odisea a través de Brasil hacia Colombia
Fragmento del libro “Migrantes de otro mundo”, investigación colectiva del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística, publicada en 2021 bajo el sello editorial Aguilar.
Estevan Muniz * / Especial para El Espectador
El motor se atragantó. Luego se detuvo y entonces el rugido del catamarán también cesó. El silencio subió por los aires y llenó la tarde, que ya comenzaba a nublarse. Solo había agua alrededor. Veintiocho días llevaban viajando en altamar, pero los tripulantes todavía creían en su misión: cruzar el océano Atlántico. (Recomendamos: La periodista María Teresa Ronderos explica cómo se hizo y los alcances del libro “Migrantes de otro mundo”).
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El motor se atragantó. Luego se detuvo y entonces el rugido del catamarán también cesó. El silencio subió por los aires y llenó la tarde, que ya comenzaba a nublarse. Solo había agua alrededor. Veintiocho días llevaban viajando en altamar, pero los tripulantes todavía creían en su misión: cruzar el océano Atlántico. (Recomendamos: La periodista María Teresa Ronderos explica cómo se hizo y los alcances del libro “Migrantes de otro mundo”).
Habían zarpado de Praia, la capital de Cabo Verde, un Estado insular en la costa occidental de África, y su destino estaba a tres mil kilómetros, en la ciudad de Natal, en el noreste de Brasil. A bordo del navío estaban arremolinados veinticinco migrantes de Senegal, Nigeria, Sierra Leona y Cabo Verde. Dos brasileños capitaneaban la operación. Todos compartían los pocos metros cuadrados de una embarcación sin compartimentos interiores ni camarotes.
Dos horas después, las nubes se ennegrecieron y una tormenta se desató. Y cuando las ráfagas de viento rompieron las velas del catamarán, nadie tuvo tiempo de reaccionar.
Esa tarde del 19 de marzo de 2018, unos pescadores encontraron a los náufragos cerca de la costa de São José de Ribamar, un municipio a mil cuatrocientos kilómetros de Natal. “Mi reacción inmediata fue socorrerlos, porque vi que el barco estaba completamente roto”, cuenta Raimundo Patrício, el líder del grupo de pescadores. Los videos grabados con celular muestran a los tripulantes pidiendo ayuda a gritos. Raimundo reaccionó velozmente e informó a la capitanía del puerto, que organizó el remolque del catamarán. Tras horas de inquietud, todos los tripulantes salieron con vida.
Moisés Santos, otro pescador que se unió al rescate, dice que los migrantes le contaron que pasaron cinco días sin agua ni sueño y que llevaban una semana a la deriva. Les dieron bebida y alimento, y los llevaron a un hospital en suelo brasileño. Una vez tratados y recuperados, unos funcionarios del servicio social los condujeron al gimnasio municipal de São José de Ribamar. Ahí se alojaron y ahí mismo tuvieron que someterse al proceso legal de inmigración al país.
A los dos brasileños del catamarán cada migrante les había tenido que entregar mil euros por el viaje clandestino e inseguro. Cuando se pudieron poner nuevamente en pie, fueron detenidos y acusados de inmigración ilegal.
Un país posible
Las veinticinco personas que esa tarde de 2018 escaparon de la muerte en el océano Atlántico forman parte de los miles de africanos y asiáticos que cada año tratan de entrar a Brasil en busca de una vida más digna. El país más extenso y poblado de América del Sur es la puerta de entrada de migrantes que, en su mayoría, quieren llegar a Estados Unidos o Canadá. Así es también el punto de inicio de una ruta migratoria de más de quince mil kilómetros, que empieza en São Paulo, sube por Perú y Colombia, atraviesa el Darién y luego cruza, por tierra o por mar, territorios centroamericanos y mexicanos hasta la anhelada frontera del norte.
Es difícil establecer exactamente cuándo surgieron en Brasil esa ruta y ese flujo. Pero es posible identificar sus causas. El crecimiento económico y la legislación con enfoque humanitario atrajeron a personas de todo el planeta e hicieron que la inmigración aumentara en un 160 % en los últimos diez años. Víctor del Vecchio, abogado experto en el tema, dice que Brasil se insertó en las rutas migratorias transnacionales cuando el norte global empezó a cerrarse. “Así, Brasil emerge no como un país elegido, sino como un país posible —explica—; no como un país de destino, sino como uno intermedio”.
La Ley de Refugio de Brasil es una de las más abiertas del mundo. Quien llega al país porque se considera perseguido, porque sus derechos humanos están siendo violados o porque su vida, libertad o integridad física están en riesgo no puede ser extraditado. La piedra angular es el principio de no devolución, que Brasil defiende desde que quedó establecido en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.
Por otra parte, la República Federativa tiene frontera con diez de los doce países de América del Sur. Se trata de zonas limítrofes porosas que hacen que el vasto territorio sirva para que el sistema de rutas terrestres y fluviales de la migración se alargue y se bifurque. Las arterias de la ruta se han abierto también hacia los cielos, dado el aumento de vuelos que conectan al sur global. Eso lo sabe quien pasa por São Paulo, la ciudad más grande, que cuenta con el centro de operaciones aéreas más activo de esa región del mundo. Antes de la pandemia, en el Aeropuerto Internacional de Guarulhos aterrizaban cada semana viajeros de Johannesburgo, Adís Abeba, Doha y Dubái.
Ese aeropuerto, sin embargo, también es una plataforma de traslado de varias estructuras de contrabando de personas, como las que también cunden por las selvas, los ríos y los mares. Y por el océano Atlántico.
Operación “Big Five”
En 2018, Milton Fornazari era el coordinador de la Comisaría de Defensa Institucional de la Policía Federal, la dependencia responsable de investigar y perseguir el delito de tráfico de personas. En octubre de ese año, el agente recibió una llamada de unos pares en el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por su sigla en inglés), que le contaron que en distintos puntos fronterizos de ese país habían encontrado a cuatro inmigrantes somalíes que decían haber contratado los servicios de un traficante de personas de São Paulo.
El ICE le propuso a Fornazari iniciar una colaboración internacional para dar con el traficante. Según la información recogida, los migrantes le pagaban al hombre cantidades que oscilaban entre los cinco y veinte mil dólares, por los cuales no recibían ninguna garantía de tener un viaje seguro o de llegar a su destino. De hecho, como Fornazari luego estableció, esos cuatro somalíes casi mueren en el viaje a ese país.
El crecimiento económico y la legislación con enfoque humanitario atrajeron a personas de todo el planeta e hicieron que la inmigración aumentara en un 160 % en los últimos diez años.
Se llamaban Abdi Ali Farah, Abdirizak Ali Ibrahim, Bashir Salah Ibrahim y Jama Muse Yusuf. El primero les contó a los agentes del ICE que un traficante lo abandonó en la selva del Darién, que tuvo que cruzarla solo y que luego, ya en Panamá, fue asaltado una segunda vez —la primera había sido en Colombia—.
Ibrahim, por su parte, contó que también fue agredido a lo largo de la ruta, y que a bordo de un barco hacia Capurganá, un pueblo costero en el golfo de Urabá entre Colombia y Panamá, él y otras veinte personas fueron asaltadas por navegantes armados, que les robaron el dinero y los celulares. Solo le quedaron unos billetes que escondió en un zapato. Luego de caminar cuatro días por el bosque tropical, atravesó Centroamérica. A México llegó semanas después en un estado crítico de salud.
En el testimonio, ambos dijeron que habían entrado en contacto con el coyote brasileño a través de varios traficantes africanos. El coyote les organizó el vuelo a São Paulo, los hizo hospedar por unas semanas en un hotel del centro y después los llevó —a unos, en bus; a otros, en avión— a Río Branco, un municipio en el estado amazónico de Acre. Allá, unos taxistas los condujeron a la frontera con Perú. En el camino pasaron por las manos de distintos traficantes, todos controlados por el coyote de São Paulo.
Durante el interrogatorio, los inmigrantes les entregaron a los oficiales estadounidenses una foto del coyote y les dijeron que todo el mundo lo conocía como Madani.
Fornazari lanzó entonces un operativo llamado Big Five2. El primer paso fue poner la lupa sobre un empresario argelino, dueño de una agencia de turismo en el centro de São Paulo, cuya foto y número telefónico aparecían en el dossier del ICE. Su nombre era Abdessalem Martani, pero también era conocido como Madani. Contra él, las autoridades locales ya llevaban una investigación por haber recibido un envío de pasaportes con visas brasileñas falsas.
Cuando solicitó información sobre el número telefónico de Martani, Fornazari se enteró de que estaba a nombre de otra persona: el sudafricano Abdi Fatah Hussein Ahmed. El policía anotó el nombre.
Fornazari decidió entonces viajar a Estados Unidos para escuchar a los cuatro migrantes somalíes. No se conocían y viajaron en grupos y fechas distintas, pero sus declaraciones coincidían. Todos identificaron al sudafricano como miembro de la red criminal y afirmaron que trabajaba estrechamente con Martani y con un tercer personaje, un tal Mohsen Khademi Manesh.
La Policía Federal interceptó sus teléfonos y correos. Los escuchó hablar, en efecto, sobre operaciones de tráfico, sobre cambios de ruta, sobre nombres de ciudades y de contrabandistas, y sobre un miembro del Ejército de Estados Unidos que colaboraba con ellos en la frontera con México.
En una conversación interceptada, Mohsen Khademi Manesh recibió las quejas de un migrante que llevaba tres meses varado en Tapachula (México), a pesar de haberle pagado seis mil quinientos dólares a Martani. Colgó, y de inmediato le indicó a su cómplice que arrastrara al migrante a otra parte de la frontera y le exigiera aún más dinero.
El triángulo entre el argelino Martani, el sudafricano Hussein y Mohsen Khademi Manesh mantenía activamente contacto con varios extranjeros y hablaba de acciones de fraude en distintos países. Poco a poco, los oficiales de la Policía Federal fueron comprendiendo que se encontraban frente a un entramado de redes internacionales de migración ilegal.
En una llamada, Martani le dijo a un cliente que buscaba visas, al parecer falsas, de Bolivia y Venezuela, y que cobraría por ellas mil dólares. En otra, un extranjero le pidió una visa falsa de Australia. Y en otra más, se refirió a la venta de una visa falsa de Taiwán. Llegó incluso a proponer abrir una ruta por medio de un crucero que iba de Cuba a Cancún: los migrantes llegarían en un solo día y no necesitarían visa.
Según los somalíes interrogados por el ICE, un grupo distinto de traficantes operaba otros tramos de la ruta. “Carlos” manejaba los hilos en Perú; “Mama África”, en Costa Rica; “Garwayne”, en Sudáfrica, y “Bibaye”, en Kenya. Los investigadores sumaron esos nombres a otros que ya habían venido anotando: los de “Lauren” y “Anthony”, también en Costa Rica, y el de “Karim”, que vivía cerca de la frontera entre México y Estados Unidos.
Las interceptaciones también permitieron seguir la ruta del dinero. Los coyotes recibían los pagos por las sucursales de Western Union, una multinacional estadounidense de servicios financieros, y por la app de la empresa de transferencias MoneyGram. En los registros de MoneyGram aparecen transferencias entre Martani e individuos en distintos lugares del mundo, así como giros a la ciudad fronteriza de Reynosa, en México. Estos últimos movimientos confirmaban la sospecha de que Martani les pagaba así a los miembros de la red en puntos clave de la ruta.
La suma total que tenía que pagar un migrante para completar toda la ruta no terminaba de quedar clara para los investigadores. Los tres cómplices parecían siempre querer exprimirles a los viajeros irregulares hasta el último dólar. En una llamada, Martani habló con Mohsen Khademi Manesh sobre un grupo estacionado en la frontera norte de México que necesitaba ir primero a Houston y después a Canadá. Si no enviaban más dinero —aclaró secamente Martani—, no se podían mover de la frontera.
Los traficantes también extorsionaban a los migrantes. Y si era necesario, los secuestraban para mostrarles el precio que podrían llegar a pagar si no entregaban más dinero. En marzo de 2019, los dos investigados se conectaron en una llamada para saldar cuentas con una mafia que había retenido ilegalmente a unos “clientes” suyos en el norte de México.
En total, de acuerdo con la Policía Federal, la banda criminal introdujo a Estados Unidos a setenta y dos migrantes de Somalia, Yemen, Etiopía y Eritrea.
Un año duró la operación Big Five. Para cerrarla, en octubre de 2019, la Policía Federal ordenó la detención de Martani, de Mohsen Khademi Manesh y de Abdi Fatah Hussein Ahmed como sospechosos de tráfico de personas. Los tres fueron condenados.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Periodista investigativo y director de documentales de Globo TV. Trabaja para esa cadena desde 2013 y cubre derechos humanos y salud. Tiene una maestría de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, Nueva York.