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Aterrizar en “La Pista”, el asentamiento migrante más grande de Colombia

En el corazón de Maicao, en La Guajira, una antigua pista de aterrizaje es ahora el hogar de cerca de 2.000 familias, en su mayoría provenientes de Venezuela, que viven en condiciones de extrema pobreza. Tras la pandemia, muchos de los niños y las niñas abandonaron sus estudios y ahora se enfrentan a peligros como la prostitución, el trabajo forzado y la delincuencia.

Jesús Mesa
24 de diciembre de 2021 - 11:00 a. m.
A pesar de que la educación es un derecho para cualquier ciudadano en Colombia, los niños migrantes aún enfrentan múltiples barreras estructurales que no les permiten ir a clases. / María Camila Sánchez Naicipa
A pesar de que la educación es un derecho para cualquier ciudadano en Colombia, los niños migrantes aún enfrentan múltiples barreras estructurales que no les permiten ir a clases. / María Camila Sánchez Naicipa

Kenyelis García tiene 10 años y apenas recuerda cosas de Venezuela. A pesar de tener ya uso de razón, como dicen las abuelas, es poco lo que recuerda de Barinas, donde nació y creció antes de salir de su país con destino a Colombia. Su familia, como muchas otras, salió de su país buscando un futuro mejor ante la inestabilidad económica que había en el país.

Alcira Barroso, madre de Kenyelis, se quedó sin empleo y migró con sus cuatro hijos a la ciudad fronteriza de Maicao, en el departamento de La Guajira. En Barinas trabajaba en una mercería vendiendo hilos, cintas y telas, pero en Colombia no ha podido conseguir un empleo estable. Desde entonces vive como la mayoría de migrantes en uno de los 48 asentamientos informales que hay en el municipio. Su casa está en el más grande, conocido como “La Pista”.

Ubicada en lo que era la antigua pista de aterrizaje de la ciudad, este desértico asentamiento, en el que la basura, la lata y el cartón se camuflan con el polvo y la arena, alberga a más de 2.000 familias, entre venezolanos, indígenas wayuu y colombianos retornados, según el censo que maneja la Unidad de Gestión del Riesgo, institución colombiana encargada del manejo de desastres. Sus habitantes viven en condiciones dramáticas, donde el acceso a servicios básicos como el agua potable o la electricidad son un lujo, y en donde la delincuencia no deja dormir a las madres como Alcira.

“Uno nunca termina de acostumbrarse a vivir aquí, es muy duro sobre todo por los niños. Hacen falta muchas cosas y siempre está el miedo a que a los niños les pase algo”, cuenta Alcira, quien lamenta que por la pandemia no haya podido seguir con el proceso para matricular a su hija en un colegio de Maicao.

“Ya había reunido los papeles como el certificado de vacunación y el registro de nacimiento, y esperaba que pronto pudiera inscribirse en un colegio. Pero llegó la pandemia y el proceso se frenó”, lamenta.

En “La Pista”, a pesar de que no se ha hecho un censo oficial, viven cientos de niños, de todas las edades. Como en el caso de Alcira hay familias con tres, cuatro y hasta 10 hijos. La mayoría de ellos pasan días enteros solos, expuestos al sol, a las enfermedades y a la basura que abunda por el lugar. Problemas de salud a causa de la desnutrición son comunes en el asentamiento, así como la escabiosis, las llagas y los hongos ocasionados por las altas temperaturas, la arena y la falta de agua limpia. La presencia de las autoridades también es precaria y los dueños de las manzanas son grupos delincuenciales. Y la educación, así como todo lo demás, brilla por su ausencia.

Porque a pesar de que el acceso a la educación de los migrantes venezolanos en Colombia está garantizado, la situación de extrema pobreza de estas familias hace no solo difícil su acceso, sino también su permanencia en el sistema educativo colombiano. No parecen ser muchos los niños que viven en “La Pista” que estén matriculados en los colegios de Maicao o Riohacha. Y los que lo están, por cuestiones relacionadas con la pandemia, dejaron de ir a clases.

Ese fue también el caso de los hijos de Melisa, mujer indígena venezolana, wayuu, de unos 33 años, con cuatro hijos (uno de ellos recién nacido), que emigró a Colombia hace cuatro años. Sus dos hijos mayores, Sebastián y Segundo, estudiaban en un internado en Riohacha, pero la cuarentena los obligó a regresar a “La Pista”. Desde entonces no han regresado a clases, pues no pudieron seguir estudiando. Melisa no tenía un celular desde el que sus hijos pudieran ver las clases virtuales y la impresión de las guías le “descuadraban” el presupuesto de la casa.

“Yo quisiera que mis hijos estuvieran estudiando, pero se me hace muy difícil, porque exigen las tareas, internet y cosas que no podemos conseguir por el momento. Nosotros, ahorita, vivimos del día a día”, lamenta Melisa, quien cuenta que por dos meses intentaron seguir con las clases virtuales con el celular de una vecina, pero “ella se fue”.

Germán Casas, psiquiatra infantil y director para Colombia de Médicos Sin Fronteras, que ha trabajado con niños y niñas refugiados desde cerca, asegura que la pandemia develó muchas de las inequidades que estaban presentes en el sistema educativo colombiano, “pero que antes eran invisibles”. Asegura que los niños colombianos y venezolanos, en condición de pobreza, sufrieron casi de igual manera el cierre de los colegios.

“Los niños en condición de vulnerabilidad se convirtieron en potenciales víctimas de desnutrición, reclutamiento forzado o explotación sexual y laboral al no estar protegidos por el ambiente escolar, confinados en donde las autoridades no podían ir a vigilar”, agrega Casas.

Contrario a lo que podría pensarse de la pandemia, que paró casi todas las actividades humanas por unos meses, no lo hizo con la migración venezolana. De acuerdo con las últimas cifras de Migración Colombia, para octubre de 2021, había en el país 1.842.390 venezolanos, un incremento del 8% respecto al último registro del año 2020, cuando el número de ciudadanos venezolanos en el país era de 1.729.537. En otras palabras, a pesar del Covid-19, de los confinamientos y de los cierres de frontera, a Colombia llegaron 112.853 nuevos migrantes.

La alternativa para muchas de estas madres como Alcira y Melisa está en una pequeña escuela en una de las manzanas de “La Pista”. Apoyada por la congregación religiosa de los hermanos Maristas, cuatro maestras de origen venezolano, que también viven en este asentamiento, dan clases a aproximadamente 70 niños.

“Lo que hacemos con los niños es que, como no tenemos un espacio adecuado como tal, les enseñamos lo que son los valores, sus derechos y sus deberes, así como temas básicos como las vocales o matemáticas básicas”, cuenta Yorelis, trabajadora social venezolana, que desde hace dos años vive en “La Pista”.

Yorelis vive en la misma casa donde funciona hoy la escuela. Apoyada por tres mujeres, también venezolanas y licenciadas para ser maestras, reparten a los 70 niños en tres grupos de aproximadamente 20 a 25. Los más pequeños tienen dos horarios, en las mañanas, y los más grandes (de 10 a 14 años) asisten en horas de la tarde.

“Normalmente a mí me dieron para dar clase a 40 niños, pero la necesidad es muy grande. Acá los niños cantan, ríen, dibujan y tratamos en dos meses de resaltar lo más importante, que conozcan de ellos mismos, de sus padres, de su cuerpo y de Venezuela y Colombia”, asegura la maestra.

Sin embargo, esta alternativa para estos niños migrantes que viven en “La Pista” es temporal. Una vez terminan los dos meses de estudios, los niños deben dejar espacio para los que hacen cola o siguen llegando. Por ello, la decisión del Gobierno de Colombia de regularizar a más de un millón de migrantes venezolanos a través del Estatuto Temporal de Protección genera altas expectativas en la población migrante, con la que esperan que el proceso para matricular a sus hijos en la ciudad sea más fácil.

“Para las familias es muy importante esta escuelita, pero sabemos que no podemos hacer todo lo que se hace en un colegio”, explica Yorelis. “Acá les podemos dar algunas clases y mantenerlos ocupados, pero en un colegio van a recibir no solo educación, sino también refrigerios, almuerzos y otras cosas que nosotros no podemos ofrecer”, asegura.

“Yo solo quiero que mis hijos sean alguien en la vida, que estudien y que salgan adelante”, dice Alcira, quien ya comenzó a tramitar el PPT apoyada por las organizaciones que hacen presencia en la zona. Ya se inscribió en el RUMV y está a la espera de que le confirmen que los papeles están en regla.

“Los niños no se pueden quedar acá en la calle sin hacer nada, porque uno sabe que la calle es peligrosa. Y el tiempo pasa y entre más grandes es más difícil”, asevera.

Trabajo realizado en el marco del curso “Puentes de Comunicación II” de la Escuela Cocuyo, apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.

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Karmen(0larq)24 de diciembre de 2021 - 08:49 p. m.
Es lamentable la situación que tienen pero hay que limitar el número de hijos, no se puede ser irresponsable trayendo hijos a pasar penurias y necesidades, nadie tiene la vida comprada, ni sabe las vueltas que da la vida. Hay muchos métodos. No podemos cargarle al Estado (somos los colombianos) esa responsabilidad.
Pathos(78770)24 de diciembre de 2021 - 05:57 p. m.
Esta situación tan lamentable indica q lo más indicado es el regreso a su tierra
Manuel(62043)24 de diciembre de 2021 - 05:10 p. m.
¿...no parecen ser muchos los niños que viven en la pista?, o ....no son muchos los niños que viven en la pista!
luis(89686)24 de diciembre de 2021 - 04:37 p. m.
Colombia, Venezuela, Ecuador países ricos con pueblos pobres, que se ponen de acuerdo solo para pelear, con comunidades por debajo de la línea de la pobreza (miseria), importando alimentos. Estamos lejos de la equidad. Pañitos de agua tibia no curan el tumor.
Ricardo(35219)24 de diciembre de 2021 - 12:09 p. m.
Lamentable, pero si creo que deben de ser responsables de sus actos. No puede ser posible que como comentan un caso, viviendo en esa situación y con un recién nacido. Ellos también deben de responder por su historia y su futuro, familias con 10 hijos, no se entiende, y luego se quejan...
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