Pensadores globales 2025: Proteger el legado cultural en tiempos de guerra
El fundador del grupo de inversión KKCG y cofundador de la Fundación Familiar Karel Komárek explica otra dimensión del costo de los conflictos armados actuales. Segunda entrega de la serie “Pensadores”.
Karel Komárek* / Especial para El Espectador
Lucerna, Suiza
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Lucerna, Suiza
Los estragos de la guerra nunca se limitan al campo de batalla. Los costos recaen sobre toda la sociedad y cuando las bombas destruyen monumentos, obras de arte y archivos irremplazables, las pérdidas no se miden solo en vidas y bienes, sino en términos históricos más amplios.
La identidad, la memoria y el patrimonio cultural son lo que sostiene a una sociedad en sus horas más oscuras, y su destrucción erosiona la civilización. Del mismo modo, la profanación o pérdida de elementos que una cultura considera sagrados puede alimentar nuevos ciclos de protesta, desesperación y violencia justificada.
La conexión entre la preservación cultural y la paz es una de las razones por las que gobiernos de todo el mundo se reunieron en 1954 para adoptar la Convención de La Haya para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado. En ella se obliga a todas las partes a identificar los sitios y bienes del patrimonio cultural, velar por su protección y contribuir a la aplicación de sanciones en caso de incumplimiento de la Convención. Sin embargo, a pesar de estos compromisos formales, la pérdida de patrimonio cultural en zonas de conflicto sigue siendo un problema urgente.
La protección del patrimonio cultural no es un objetivo de baja prioridad que deba abordarse recién después de haber satisfecho todas las demás necesidades en tiempos de guerra. La mayoría de las veces, el ataque a tesoros de valor incalculable forma parte de la estrategia del agresor.
Hace una década, cuando el Estado Islámico se apoderaba de territorio y cometía atrocidades masivas en Siria e Irak, la “depuración cultural” era parte fundamental de las actividades del grupo. Como señalaron en marzo de 2015 la directora general de la Unesco, Irina Bokova, y Abdulaziz Othman Altwaijri, de la Organización Islámica para la Educación, la Ciencia y la Cultura, la destrucción por parte del ISIS de la antigua ciudad de Hatra, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, estuvo motivada por su estrategia propagandística.
El mismo problema se ha vuelto a plantear en Ucrania donde, desde febrero de 2022, las fuerzas rusas han atacado, dañado o destruido al menos 451 lugares de interés cultural —entre ellos, bibliotecas, museos y edificios religiosos—, parte integrante de la identidad nacional ucraniana y del sentido de pertenencia de los ucranianos.
El presidente ruso, Vladimir Putin, lanzó su invasión a gran escala sobre la base (falaz) de que Ucrania no es un país real y, por tanto, debe ser absorbida por Rusia. Como dijo el viejo arquitecto de la política de Putin para Ucrania en 2020, “Ucrania no existe. Existe la ucranianidad. Es decir, un trastorno específico de la mente. Un asombroso entusiasmo por la etnografía, llevado al extremo. Ucrania es un embrollo en lugar de un Estado. Pero no hay nación. Solo hay un folleto, La Ucrania autoproclamada, pero no hay Ucrania”.
Putin retomó más tarde este argumento en su ensayo pseudohistórico de 2021, “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”. En realidad, la Rus de Kiev era una potencia en la región siglos antes de que Moscovia surgiera como Estado por derecho propio.
Con los presupuestos gubernamentales y de las ONG ya exhaustos por la escasa ayuda humanitaria y militar prestada a Ucrania, quienes trabajan para proteger y preservar el patrimonio cultural han tenido que innovar. Las asociaciones entre el sector público y privado son cruciales, porque los gobiernos por sí solos a menudo no pueden financiar o movilizar la experiencia necesaria para preservar los bienes culturales en peligro. Si trabajan junto a organizaciones privadas, instituciones locales y ONG internacionales, las nuevas asociaciones pueden crear redes potentes para cerrar la brecha. Estos esfuerzos deben entenderse no solo en términos de lo que les debemos a nuestros ancestros, sino también como inversiones en nuestro futuro.
Con esto en mente se concibió Ark for Ukraine, iniciativa checa respaldada por inversiones gubernamentales y filantrópicas, y conocimientos intersectoriales. Ark envía vehículos especiales a la zona de guerra ucraniana para rescatar obras de arte, libros, documentos y material de archivo de valor, digitalizar documentos importantes y escanear en 3D objetos inamovibles como frescos.
Gracias a esta labor, Ark podría servir de nuevo modelo mundial de preservación cultural en el siglo XXI. Su estructura público-privada ya tiene un historial bien establecido. Por ejemplo, la colaboración entre empresas farmacéuticas, gobiernos y ONG aceleró la respuesta a la pandemia y mejoró enormemente la distribución de vacunas en regiones desatendidas. Del mismo modo, las asociaciones público-privadas han contribuido a proteger de la deforestación a zonas de gran biodiversidad como la Amazonia brasileña.
En todos los casos, la colaboración entre empresas, gobiernos, ONG y organizaciones filantrópicas ha dado más frutos que la suma de sus partes —y más de lo que el sector público o el privado podrían ofrecer por sí solos—. Ahora ha llegado el momento de aplicar el modelo a la preservación cultural.
En tiempos de guerra, proteger la cultura no es un lujo; es esencial para mantener el sentido de identidad de un pueblo y sus esperanzas de recuperación. Los ataques a sitios culturales son actos de borrado cultural, surgidos de los mismos motivos eliminacionistas que impulsan el genocidio. Trágicamente, el borrado cultural ha sido siempre una estrategia de guerra y conquista, y lo ha seguido siendo en la era moderna. El objetivo es debilitar la determinación de las personas y sumirlas en la desesperación.
De manera que la protección de la cultura en las zonas de guerra no debe tratarse como una ocurrencia tardía, sino como la piedra angular de cualquier respuesta humanitaria. Para ser realmente eficaces, los esfuerzos de preservación cultural deben tener el apoyo de un compromiso mundial renovado del tipo consagrado en la Convención de 1954, porque el patrimonio cultural no es simplemente un bien nacional, sino que forma parte de nuestra historia humana común.
Al generar resiliencia en el ámbito cultural, podemos empezar a trabajar por un futuro en el que todas las culturas sean respetadas y reciban la protección que merecen. Si no lo hacemos, reforzaremos los incentivos para los futuros aspirantes a imperialistas que, como Putin, estén pensando en lanzar sus guerras de borrado cultural y nacional.
Al proteger la identidad cultural, salvaguardamos la propia civilización. Debemos hacerlo no como un gesto noble, sino como un acto de deber para con las generaciones futuras. Cuando se protegen la cultura y el patrimonio de los pueblos, el camino hacia la paz y la recuperación es más armonioso.
* Copyright: Project Syndicate, 2024. www.project-syndicate.org