“Sentirse a sus anchas gobernando economías y sociedades hundidas”
Capítulo de “Autocracia S. A.”, a propósito de la caída del régimen en Siria. Los regímenes dictatoriales analizados por la historiadora estadounidense Anne Applebaum. En librerías con el sello editorial Debate.
Anne Applebaum * / Especial para El Espectador
Introducción
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Introducción
Todos tenemos en la cabeza una imagen de tebeo de un Estado autocrático. Hay un hombre malo en lo más alto. Controla al ejército y a la policía. El ejército y la policía amenazan al pueblo con usar la violencia. Hay colaboradores malvados y quizá algunos disidentes valientes.
Sin embargo, en el siglo XXI, esa imagen tiene poco que ver con la realidad. Hoy en día, las autocracias no están gobernadas por un único hombre malo, sino por sofisticadas redes que cuentan con estructuras financieras cleptocráticas, un entramado de servicios de seguridad —militares, paramilitares, policiales— y expertos tecnológicos que proporcionan vigilancia, propaganda y desinformación. Los miembros de esas redes no solo están conectados entre sí dentro de una determinada autocracia, sino también con las redes de otros países autocráticos y, a veces, incluso de las democracias. Las empresas corruptas controladas por el Estado de una dictadura hacen negocios con las empresas corruptas controladas por el Estado de otra. La policía de un país puede armar, equipar y formar a la policía de muchos otros. Los propagandistas comparten los recursos —las fábricas de troles y las redes mediáticas que promueven la propaganda de un dictador también pueden utilizarse para promover la de otro—, así como las temáticas: la degradación de la democracia, la estabilidad de la autocracia, la maldad de Estados Unidos.
Eso no significa que haya un cuarto secreto en el que se reúnen los malos, como en una película de James Bond. Ni que nuestro conflicto con ellos sea una lucha binaria sin escala de grises, una «Guerra Fría 2.0». Entre los autócratas modernos, hay quienes se definen como comunistas, monárquicos, nacionalistas y teócratas. Sus regímenes tienen raíces históricas distintas, objetivos distintos, estéticas distintas. El comunismo chino y el nacionalismo ruso no solo difieren entre sí, sino también del socialismo bolivariano de Venezuela, la ideología juche de Corea del Norte o el radicalismo chií de la República Islámica de Irán. Todos ellos se diferencian de las monarquías árabes y de otras —Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Vietnam— que, por lo general, no buscan socavar el mundo democrático. También difieren de las autocracias más moderadas y de las híbridas, denominadas en ocasiones «democracias iliberales» —Turquía, Singapur, India, Filipinas, Hungría—, que a veces se alinean con el mundo democrático y otras no. A diferencia de las alianzas militares o políticas de otros tiempos y lugares, este grupo no actúa como un bloque, sino como un aglomerado de empresas, no unidas por la ideología, sino, más bien, por la determinación firme e implacable de conservar su riqueza y poder personales: Autocracia, S. A.
En vez de ideas, los hombres fuertes que gobiernan Rusia, China, Irán, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua, Angola, Myanmar, Cuba, Siria, Zimbabue, Malí, Bielorrusia, Sudán, Azerbaiyán y quizá otra treintena de países comparten la determinación de privar a sus ciudadanos de cualquier influencia real o voz pública, de oponerse a toda forma de transparencia o rendición de cuentas y de reprimir a quienquiera que los desafíe dentro o fuera del país. También comparten una actitud crudamente pragmática hacia la riqueza. A diferencia de los líderes fascistas y comunistas de otros tiempos, que estaban avalados por el aparato de su partido y no dejaban traslucir su codicia, los líderes de Autocracia, S. A. a menudo poseen residencias suntuosas y estructuran gran parte de su colaboración como empresas con ánimo de lucro. Los lazos que los unen entre sí y con sus amigos del mundo democrático no se cimentan en ideales, sino en tratos —tratos destinados a paliar sanciones, intercambiar tecnología de vigilancia y ayudarse unos a otros a enriquecerse.
Autocracia, S. A. también colabora para mantener en el poder a sus miembros. El impopular régimen de Alexandr Lukashenko en Bielorrusia ha recibido críticas de diversos organismos internacionales —la Unión Europea, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa— y sus vecinos europeos han roto relaciones con él. Muchos productos bielorrusos no se pueden vender en Estados Unidos ni en la Unión Europea. La aerolínea nacional, Belavia, no puede operar en otros países europeos. Sin embargo, en la práctica, Bielorrusia no está en absoluto aislada. Más de una veintena de empresas chinas han invertido dinero en el país e incluso han construido un parque industrial sinobielorruso inspirado en un proyecto similar en Suzhou. Irán y Bielorrusia se hicieron visitas diplomáticas de alto nivel en 2023. Algunos funcionarios cubanos han expresado su solidaridad con Lukashenko en la ONU. Rusia ofrece mercados, inversiones transfronterizas, respaldo político y, probablemente, también servicios policiales y de seguridad. En 2020, cuando los periodistas bielorrusos se rebelaron y se negaron a informar sobre un falso resultado electoral, Rusia envió a periodistas para sustituirlos. A cambio, el régimen bielorruso le ha permitido emplazar tropas y armas en su territorio y utilizarlas para atacar a Ucrania.
Venezuela también es, en teoría, un paria internacional. Desde 2008, Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea han aumentado las sanciones al país en respuesta a la brutalidad del régimen, el tráfico de drogas y sus lazos con el crimen organizado internacional. Sin embargo, el Gobierno del presidente Nicolás Maduro recibe préstamos de Rusia, que también invierte en la industria petrolera de Venezuela, al igual que Irán. Una empresa bielorrusa ensambla tractores en Venezuela. Turquía facilita el comercio ilegal de oro venezolano. Cuba lleva tiempo proporcionando asesores y tecnología de seguridad a sus homólogos de Caracas. Venezuela utilizó cañones de agua, botes de gas lacrimógeno y escudos fabricados en China para doblegar a quienes se manifestaron en las calles de Caracas en 2014 y de nuevo en 2017, lo que dejó un saldo de más de setenta muertos, y también emplea tecnología de vigilancia diseñada por China para controlar a la población. Entretanto, el tráfico internacional de estupefacientes mantiene a los distintos miembros del régimen, así como a sus séquitos y familias, bien abastecidos de Versace y Chanel.
Los dictadores bielorruso y venezolano inspiran un desprecio generalizado en sus propios países. Ambos perderían en unas elecciones libres, si acaso llegaran a celebrarse. Ambos tienen poderosos adversarios: los movimientos de oposición bielorruso y venezolano han estado encabezados por diversos líderes carismáticos y activistas de base comprometidos que han impulsado a sus conciudadanos a arriesgarse, a trabajar por el cambio y a salir a las calles a protestar. En agosto de 2020, más de un millón de bielorrusos, de una población de tan solo diez millones, se manifestaron en las calles contra unas elecciones fraudulentas. Cientos de miles de venezolanos también participaron en numerosas protestas por todo el país.
Si sus únicos enemigos hubieran sido el régimen venezolano corrupto y arruinado o el bielorruso brutal y vil, esos movimientos de protesta podrían haber ganado. Sin embargo, no solo se enfrentaban a los autócratas de su país; luchaban contra autócratas de todo el mundo que controlan empresas públicas en multitud de países y que pueden utilizarlas para tomar decisiones de inversión multimillonarias. Se enfrentaban a regímenes que pueden comprar cámaras de vigilancia a China o bots a San Petersburgo. Sobre todo, luchaban contra gobernantes que hace tiempo que dejaron de conmoverse con los sentimientos y opiniones de sus compatriotas, así como con los sentimientos y opiniones del resto del mundo. Autocracia, S. A. no solo ofrece a sus miembros dinero y seguridad, sino también algo un poco menos tangible: impunidad.
La convicción, común entre los autócratas más fervientes, de que el resto del mundo no puede tocarlos —de que las opiniones de los demás países no importan y ningún tribunal de la opinión pública los juzgará jamás— es relativamente reciente. Tiempo atrás, los dirigentes de la Unión Soviética, la autocracia más poderosa de la segunda mitad del siglo XX, daban mucha importancia a cómo los veía el resto del mundo. Defendían enérgicamente la superioridad de su sistema político y protestaban cuando lo criticaban. Al menos de boquilla, respetaban el ambicioso sistema de normas y tratados instaurado después de la Segunda Guerra Mundial, con su lenguaje sobre los derechos humanos universales, las leyes de la guerra y el Estado de derecho en general. Cuando el primer ministro soviético Nikita Jrushchov se levantó en la Asamblea General de la ONU de 1960 y dio el famoso golpe con el zapato en la mesa, fue porque un delegado filipino dijo que a la Europa del Este ocupada por los soviéticos se la había «privado de derechos civiles y políticos» y la había «engullido la Unión Soviética». Jrushchov consideró importante protestar. Incluso a principios de este siglo, la mayoría de las dictaduras ocultaban sus verdaderas intenciones tras una fachada de democracia muy bien planificada y manipulada.
Hoy en día, a los miembros de Autocracia, S. A. ya no les importa que los critiquen a ellos o a sus países ni quién lo haga. Algunos, como los dirigentes de Myanmar y Zimbabue, no abogan por nada que no sea el enriquecimiento personal y el afán de conservar el poder, por lo que es imposible avergonzarlos. Los gobernantes de Irán restan todo valor a las ideas de los infieles de Occidente. Los de Cuba y Venezuela interpretan las críticas del extranjero como una prueba del vasto complot imperialista organizado contra ellos. Los mandatarios de China y Rusia se han pasado una década cuestionando el lenguaje de los derechos humanos empleado desde hace tiempo por las instituciones internacionales y han logrado convencer a muchas personas de todo el mundo de que los tratados y convenios sobre la guerra y el genocidio —y conceptos como «libertades civiles» y «Estado de derecho»— encarnan ideas occidentales que no van con ellos.
Impermeables a las críticas internacionales, los autócratas modernos no sienten ninguna vergüenza por usar abiertamente la violencia. La junta militar birmana no oculta el hecho de haber asesinado a centenares de manifestantes, entre ellos jóvenes adolescentes, en las calles de Rangún. El régimen de Zimbabue hostiga a los candidatos de la oposición a la vista de todos durante elecciones que son pura pantomima. El Gobierno chino presume de haber destruido el popular movimiento por la democracia en Hong Kong y de su campaña «antiextremista» —con detenciones multitudinarias y campos de concentración para millares de uigures musulmanes— en Sinkiang. El régimen iraní no oculta su violenta represión de las mujeres en su país.
Llevado al extremo, ese desprecio puede degenerar en lo que el activista internacional por la democracia Srđa Popović ha llamado «modelo Maduro» de gobierno, en referencia al actual dirigente de Venezuela. Los autócratas que lo adoptan están «dispuestos a ver entrar a su país en la categoría de estados fallidos», afirma, pues aceptan la ruina económica, la violencia endémica, la pobreza generalizada y el aislamiento internacional si con ello logran mantenerse en el poder. Al igual que Maduro, los presidentes Bashar al Asad en Siria y Lukashenko en Bielorrusia parecen sentirse a sus anchas gobernando economías y sociedades hundidas. Los habitantes de las democracias pueden tener dificultad para entender esa clase de regímenes, ya que su principal objetivo no es generar prosperidad o mejorar el bienestar de los ciudadanos. Su prioridad es permanecer en el poder y, para ello, están dispuestos a desestabilizar a sus vecinos, destrozarle la vida a la gente corriente o —siguiendo los pasos de sus predecesores— incluso enviar a la muerte a centenares de miles de sus ciudadanos.
En el siglo XX, el mundo autocrático no estaba tan unido como lo está hoy. Los comunistas y los fascistas libraban guerras entre sí. A veces, los comunistas también combatían contra otros comunistas. Sin embargo, tenían la misma opinión sobre el sistema político al que Lenin, el fundador del Estado soviético, se refería con desdén como «democracia burguesa», la cual calificaba de «estrecha, amputada, falsa, hipócrita, paraíso para los ricos y trampa y engaño para los explotados, para los pobres». «La democracia pura —escribió— es un embuste de liberal que embauca a los obreros». Líder de lo que fue en sus inicios una facción política minúscula, Lenin, como era de esperar, también desdeñaba la idea de unas elecciones libres: «Solo los canallas o los bobos pueden creer que el proletariado debe primero conquistar la mayoría en las votaciones realizadas bajo el yugo de la burguesía […]. Esto es el colmo de la estulticia».
Los fundadores del fascismo, pese a oponerse implacablemente al régimen de Lenin, eran igual de desdeñosos con sus adversarios democráticos. Mussolini, el líder italiano cuyo movimiento acuñó las palabras «fascismo» y «totalitarismo», se mofaba de las sociedades liberales tachándolas de débiles y degeneradas. «El Estado liberal está destinado a perecer —predijo en 1932—. Todos los experimentos políticos del mundo contemporáneo son antiliberales». También tergiversó la definición de «democracia» al describir las dictaduras italiana y alemana como «las democracias mejores y más sólidas que existen en el mundo actual». La crítica de Hitler al liberalismo seguía el mismo patrón. En Mi lucha escribió que la democracia parlamentaria es «uno de los más graves síntomas de decadencia de la humanidad», y afirmó que no es «la libertad individual lo que constituye una manifestación de un nivel cultural superior, sino la restricción de la libertad individual», si la lleva a cabo una organización racialmente pura.
Ya en 1929, Mao Zedong, que más adelante se convertiría en el dictador de la República Popular China, también prevenía contra lo que él llamaba «ultrademocratismo», ya que tales «ideas son absolutamente incompatibles con las tareas de lucha del proletariado»; una afirmación que más adelante reprodujo en su Pequeño Libro Rojo. Uno de los documentos fundacionales del régimen moderno de Myanmar, un memorando de 1962 titulado «La vía birmana al socialismo», incluye una dura crítica contra las asambleas legislativas electas: «La “democracia parlamentaria” de Birmania no solo no ha contribuido a nuestro desarrollo socialista, sino que, debido a sus propias incoherencias, defectos, debilidades y lagunas, a sus abusos y a la ausencia de una opinión pública madura, ha perdido de vista los objetivos socialistas y se ha apartado de ellos».
Sayyid Qutb, uno de los fundadores intelectuales del islam radical moderno, adoptó tanto la fe de los comunistas en una revolución universal como la fe de los fascistas en el poder liberador de la violencia. Al igual que Hitler y Stalin, sostenía que las ideas liberales y el comercio moderno constituían una amenaza para la creación de una civilización ideal —en este caso, la islámica—. Construyó una ideología en torno a la oposición a la democracia y los derechos individuales y forjó un culto a la destrucción y la muerte. Las intelectuales y activistas por los derechos humanos iraníes Ladan y Roya Boroumand han escrito que Qutb imaginaba que una «minoría avanzada con conciencia ideológica» encabezaría una revolución violenta para crear una sociedad ideal, «una sociedad sin clases de la que se desterraría al “individuo egoísta” de las democracias liberales y se suprimiría la “explotación del hombre por el hombre”. Solo Dios la gobernaría mediante la aplicación de la ley islámica (sharía)». Eso, escriben, era «leninismo disfrazado de islamismo».
Los autócratas modernos difieren en muchos aspectos de sus predecesores del siglo XX. Sin embargo, los herederos, sucesores e imitadores de esos líderes y pensadores anteriores, por muy variadas que sean sus ideologías, tienen un enemigo común: nosotros.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Anne Applebaum es columnista en The Atlantic y senior fellow en el Agora Institute de la Johns Hopkins University. En Debate ha publicado Gulag, El Telón de Acero (obra galardonada con el Premio Pulitzer en la categoría general de no ficción), Hambruna roja (con el que ganó el Premio Cundill y fue finalista al National Book Award), El ocaso de la democracia y Entre Este y Oeste. Vive en Polonia con su marido, el político polaco Radosaw Sikorski, y sus dos hijos.