Testimonio del “miedo existencial” de vivir en Oriente Medio
A propósito del estado de guerra que se vive en Oriente Medio, un capítulo de “Mi tierra prometida. El triunfo y la tragedia de Israel”, libro publicado en Colombia bajo el sello editorial Debate en 2013.
Ari Shavit * / Especial para El Espectador
Signos de interrogación
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Signos de interrogación
Desde que tengo memoria, estaba presente el miedo. Un miedo existencial. El Israel en que yo crecí —a mediados de la década de 1960— era vigoroso, exuberante y lleno de esperanza. Pero siempre sentí que más allá de las casas suntuosas y los céspedes de clase media alta de mi ciudad natal existía un oscuro océano. Un día, temía yo, el oscuro océano se alzaría y nos ahogaría a todos. Un tsunami mitológico impactaría nuestras costas y se llevaría a mi Israel. Se convertiría en otra Atlántida, perdida en las profundidades del mar. (Recomendamos: respuestas a preguntas clave sobre el conflicto entre Israel e Irán mientras no para la guerra en Gaza).
Una mañana de junio de 1967, cuando tenía nueve años, me encontré a mi padre rasurándose en el baño. Le pregunté si los árabes iban a ganar. ¿Conquistarían los árabes Israel? ¿Realmente nos echarían a todos al mar? Algunos días después, comenzó la guerra de los Seis Días.
En octubre de 1973, las sirenas de un desastre inminente comenzaron a sonar. Ya entrado el mediodía, estaba en cama con un resfriado en ese silencioso Yom Kippur cuando los aviones F-4 rasgaron el firmamento. Volaban a 150 metros de nuestro techo y se dirigían al canal de Suez para repeler a las fuerzas egipcias que tomaron a Israel por sorpresa. Muchos de ellos nunca regresaron. Yo tenía dieciséis años y quedé estupefacto cuando llegaron las noticias de que nuestras defensas habían caído en el desierto del Sinaí y las Alturas de Golán. Durante diez horrorosos días parecía que mis miedos primigenios estaban bien fundados. Israel estaba en peligro. Los muros del tercer templo judío se estremecían.
En enero de 1991 estalló la primera guerra del Golfo. Tel Aviv fue bombardeada con misiles SCUD iraquíes. Existía algo de preocupación en cuanto a un posible ataque con armas químicas. Durante semanas, los israelíes llevaron sus máscaras antigás y todos los aditamentos necesarios adondequiera que fueran. Ocasionalmente, cuando se escuchaba una advertencia para avisar que un misil estaba en camino, nos encerrábamos con las máscaras puestas en habitaciones selladas. Aunque la amenaza no resultara ser real, había algo espeluznante en este ritual irreal. Escuchaba con atención los sonidos de las sirenas y observaba con consternación los ojos de mis seres queridos dentro de las máscaras antigás fabricadas en Alemania.
En marzo de 2002, una ola de terror sacudió a Israel. Cientos murieron cuando los terroristas suicidas palestinos detonaron sus explosivos dentro de autobuses, bares y centros comerciales. Una noche, mientras escribía en mi estudio en Jerusalén, escuché una gran explosión. Tenía que ser el bar de nuestro vecindario, pensé. Tomé mis aditamentos para escribir y corrí hacia la calle. Tres apuestos jóvenes estaban sentados en el bar enfrente de sus jarras de cerveza a medio llenar, muertos. Una jovencita menuda estaba acostada en una esquina, su cuerpo sin vida. Aquellos que sólo habían resultado heridos lloraban y gritaban. Cuando observé el infierno que me rodeaba bajo las brillantes luces del bar atacado, el periodista que ahora yo era se preguntó: ¿Cómo será en adelante? ¿Cuánto tiempo podremos sobrevivir a esta locura? ¿Llegará el día en que la vitalidad por la que nosotros los israelíes somos famosos se rendirá a las huestes de la muerte que ahora intentan aniquilarnos?
La victoria decisiva en la guerra de 1967 disipó los temores surgidos anteriormente. La recuperación de las décadas de 1970 y 1980 curó la profunda herida de 1973. El proceso de paz de la década de 1990 sanó el trauma de 1991. La prosperidad de finales de la primera década del siglo disimuló el horror de 2002. Precisamente debido a que estamos sumergidos en la incertidumbre, los israelíes insistimos en creer en nosotros mismos, en nuestro Estado nacional y en nuestro futuro. Pero a lo largo de los años, mi propio temor callado nunca desapareció. Expresar este temor o hablar sobre él era tabú y sin embargo me acompañaba adondequiera que fuera. Nuestras ciudades parecían estar construidas sobre débiles cimientos; nuestras casas nunca parecían ser del todo estables. Incluso aunque mi nación se hacía más fuerte y acaudalada, yo sentía que era profundamente vulnerable. Me di cuenta de lo expuestos que estamos, de lo intimidados que nos vemos constantemente. Sí, nuestra vida sigue siendo intensa y rica y, en muchos sentidos, feliz. Israel proyecta una sensación de seguridad que emana de su éxito material, económico y militar. La vitalidad de nuestra vida diaria es extraordinaria. Y sin embargo siempre existe el miedo de que un día la vida se congele como en Pompeya. Mi amada tierra se desmoronará cuando las masas árabes o las poderosas fuerzas islámicas superen sus defensas y erradiquen su existencia.
Desde que tengo memoria, tengo presente la ocupación. Apenas una semana después de preguntarle a mi padre si las naciones árabes iban a conquistar Israel, Israel conquistó las regiones de Cisjordania y Gaza, pobladas por árabes. Un mes después, mis padres, mi hermano y yo nos embarcamos en un primer recorrido familiar por las ciudades ocupadas de Ramalá, Belén y Hebrón. Adondequiera que fuéramos había restos calcinados de jeeps, camiones y vehículos militares jordanos. Vimos banderas blancas de rendición sobre la mayoría de las casas. Algunas calles estaban bloqueadas por los carbonizados y deformados despojos de elegantes automóviles Mercedes aplastados por las orugas de los tanques israelíes. En la mirada de los niños palestinos de mi edad y menores se veía el miedo. Sus padres parecían devastados y humillados. En unas cuantas semanas los poderosos árabes se transformaron en víctimas, mientras que los israelíes en peligro se convirtieron en conquistadores. El Estado judío ahora estaba victorioso, orgulloso y aturdido con una embriagante sensación de poder.
Cuando era adolescente, todavía todo estaba bien. La noción popular era que la nuestra era una ocupación militar benévola. El Israel moderno trajo consigo el progreso y la prosperidad a las regiones palestinas. Ahora nuestros subdesarrollados vecinos tenían la electricidad, el agua potable y la atención médica que nunca habían tenido. Tenían que darse cuenta de que nunca habían estado tan bien. Seguramente estaban agradecidos por todo lo que les habíamos proporcionado, y cuando llegara la paz devolveríamos la mayor parte de los territorios ocupados. Pero por el momento, todo estaba bien en la tierra de Israel. Los árabes y los judíos coexistían en todo el país, disfrutando de la calma y la abundancia.
Sólo cuando fui soldado que me di cuenta de que algo estaba mal. Seis meses después de unirme a la brigada de élite de paracaidistas de las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel), me asignaron a las mismas ciudades ocupadas que había recorrido de niño diez años antes. Ahora estaba asignado a hacer el trabajo sucio: servicio en puntos de control, arrestos domiciliarios, dispersión violenta de manifestaciones. Lo que más me traumó fue irrumpir en las casas para sacar a jóvenes de sus cálidos lechos para interrogatorios de media noche. ¿Qué carajo está pasando?, me pregunté a mí mismo. ¿Por qué estoy defendiendo mi tierra natal tiranizando a civiles que fueron privados de sus derechos y su libertad? ¿Por qué mi Israel ocupaba y oprimía a otro pueblo?
Así que me convertí en un pacifista. Primero como joven activista y luego como periodista, luché contra la ocupación apasionadamente. En la década de 1980 me opuse al establecimiento de asentamientos en los territorios palestinos. En la década de 1990 apoyé el establecimiento de un Estado palestino encabezado por la OLP (Organización para la Liberación de Palestina). En la primera década del siglo XXI exigí la retirada unilateral de Israel de la Franja de Gaza. Pero casi todas las campañas antiocupación en las que estuve involucrado finalmente fracasaron. Casi medio siglo después de que mi familia recorriera por primera vez la Cisjordania ocupada, esta sigue ocupada. A pesar de lo maligna que es, la ocupación se ha convertido en parte integral de la existencia del Estado judío. También se ha convertido en parte integral de mi vida como israelí. Aunque me opongo a la ocupación, soy responsable de ella. No puedo negar o escapar al hecho de que mi nación se ha convertido en una nación ocupacionista.
Hace apenas unos años me di cuenta de que mi miedo existencial en cuanto al futuro de mi nación y mi indignación moral en cuanto a su política de ocupación no están desconectados. Por un lado, Israel es la única nación occidental que está ocupando a otro pueblo. Por el otro, es la única nación occidental amenazada en su propia existencia. La ocupación y la intimidación hacen que la condición israelí sea única. La intimidación y la ocupación se han convertido en los dos pilares de nuestra condición.
La mayoría de los observadores y analistas niegan esta dualidad. Los de izquierda se concentran en la ocupación y omiten la intimidación, mientras que los de derecha se enfocan en la intimidación y descartan la ocupación. Pero la verdad es que si no se incluyen ambos elementos en una sola cosmovisión, uno no puede entender el conflicto entre Israel y Palestina. Cualquier corriente que no identifique de forma seria estos dos elementos básicos forzosamente será imperfecta y fútil. Únicamente un tercer enfoque que asimile la intimidación y la ocupación puede ser realista, moral y susceptible de entender correctamente la problemática israelí.
Nací en 1957 en la ciudad universitaria de Rejovot. Mi padre era científico, mi madre era artista y algunos de mis antepasados estuvieron entre los fundadores del proyecto sionista. Reclutado a la edad de dieciocho años, al igual que la mayoría de los israelíes, hice mi servicio militar como paracaidista y tras completarlo estudié filosofía en la Universidad Hebrea en Jerusalén, donde me uní al movimiento pacifista y posteriormente al movimiento pro derechos humanos. Desde 1995 escribo para el principal periódico liberal de Israel, Haaretz. Aunque siempre he sido partidario de la paz y he apoyado la solución de los dos Estados, gradualmente me he dado cuenta de las imperfecciones y las tendencias del movimiento pacifista. Mi entendimiento de la ocupación y la intimidación hicieron que mi voz fuera un tanto diferente a las de otros en los medios de comunicación. Como columnista, desafío los dogmas de la derecha y de la izquierda. He aprendido que no existen respuestas sencillas en el Medio Oriente y que no hay soluciones rápidas para el conflicto entre Israel y Palestina. Me he dado cuenta de que la condición israelí es extremadamente compleja, tal vez incluso trágica.
A Israel le fue bien en la primera década del siglo XXI. El terrorismo se redujo, las nuevas tecnologías tuvieron un auge y la vida diaria era animada. Económicamente, Israel demostró ser una fiera. Existencialmente demostró ser una fuente de vitalidad, creatividad y sensualidad. Pero bajo el brillo de una extraordinaria historia de éxito, la ansiedad hervía a fuego lento. La gente comenzó a formular en voz alta las preguntas que yo mismo me había estado haciendo toda la vida. Ya no se trataba solamente de política entre derecha e izquierda; ya no era sólo secular contra religioso. Algo más profundo tenía lugar. Muchos israelíes no se sentían tranquilos con el nuevo Israel que estaba surgiendo: se preguntaban a sí mismos si aún pertenecían al Estado judío. Habían perdido la confianza en la capacidad de Israel para perdurar. Algunos obtuvieron pasaportes extranjeros; otros enviaron a sus hijos a estudiar a otro país. La élite se aseguró de tener una alternativa a la elección israelí. Aunque la mayoría de los israelíes aún amaran su tierra natal y celebraran sus bendiciones, la mayoría perdió su inamovible fe en el futuro.
Al empezar a desarrollarse la segunda década del siglo XXI, cinco preocupaciones distintas oscurecen el voraz apetito de Israel por la vida: la noción de que el conflicto entre Israel y Palestina podría no terminar en un futuro próximo; la preocupación de que la hegemonía estratégica regional se vea puesta en duda; el miedo de que la misma legitimidad del Estado judío se esté erosionando; la inquietud de que una sociedad israelí profundamente transformada ahora esté dividida y polarizada y que sus cimientos liberales-democráticos se estén desmoronando; y el descubrimiento de que los gobiernos disfuncionales de Israel no pueden lidiar seriamente con retos tan cruciales como la ocupación y la desintegración social. Cada una de estas cinco preocupaciones encierra una amenaza significativa, pero su efecto combinado hace que la amenaza general sea dramática. Si la paz no está al alcance, ¿cómo vamos a soportar un conflicto que ha durado toda una generación si nuestra superioridad estratégica está amenazada, nuestra legitimidad se desvanece y nuestra identidad democrática está fracturada, al tiempo que nuestras fisuras internas nos están haciendo trizas? Aunque Israel sigue siendo innovador, seductor y vigoroso, se ha convertido en una nación sumergida en la duda. La angustia se cierne sobre la tierra como la enorme sombra de un ominoso volcán.
Por eso es que me aventuré en este viaje. Sesenta y cinco años después de haberse fundado, Israel ha regresado a sus preguntas centrales. Ciento dieciséis años después de su surgimiento, el sionismo enfrenta sus contradicciones principales. Ahora el reto va mucho más allá de la ocupación y es más profundo que el problema de la paz. Lo que todos nosotros enfrentamos es la pregunta triple de Israel: ¿Por qué Israel? ¿Qué es Israel? ¿Podrá Israel?
La cuestión israelí no puede resolverse con polémica. Por compleja que sea, no se someterá a argumentos y contraargumentos. La única forma de luchar con ella es contar la historia de Israel. Eso es lo que he intentado hacer en este libro. En mi propia forma idiosincrática y mediante mi propio prisma he intentado abordar nuestra existencia como un todo, como yo lo entiendo. Este libro es la odisea personal de un israelí desconcertado por el drama histórico que envuelve a su tierra natal. Es el viaje en el tiempo y el espacio de un individuo nacido israelí que explora la narrativa más amplia de su nación. Mediante la historia familiar, personal y entrevistas de fondo intentaré encarar la historia más extensa y la pregunta más profunda de Israel: ¿Qué ha estado sucediendo en mi tierra natal desde hace más de un siglo que nos ha puesto donde estamos ahora? ¿Qué se logró aquí, qué salió mal y hacia dónde nos dirigimos? ¿Está bien fundamentada mi profunda sensación de ansiedad? ¿Se encuentra de verdad en riesgo el Estado judío? ¿Estamos los israelíes atrapados en una tragedia sin esperanza, o todavía podríamos revivirnos a nosotros mismos, salvarnos y salvar la tierra que tanto amamos?
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Ari Shavit es un distinguido columnista y escritor israelí. Nacido en Rehovot, Israel, Shavit fue paracaidista en las Fuerzas de Defensa de Israel y estudió filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En la década de 1980 escribió para el semanario progresista Koteret Rashit; a principios de los años noventa fue presidente de la Asociación por los Derechos Civiles en Israel, y en 1995 se unió al diario Haaretz, donde formó parte del consejo editorial. “Mi tierra prometida”, fue escogido como libro del año por The New York Times Book Review y The Economist, y fue ganadordel premio Natan, del National Jewish Book Award y del Anisfield-Wolf.