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En un acto celebrado hace años en la Embajada de Colombia en Tokio, en honor a un funcionario nipón que fomentaba el intercambio pedagógico entre las policías de ambos países, el intérprete, visiblemente nervioso, tradujo al español: “Agradecemos a la Policía colombiana por haber enviado a Japón a dos inspectores y cinco criminales”. (Recomendamos: Lea más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
La desigual comitiva estaba en realidad compuesta de abogados criminalistas, y el gazapo no tuvo mayor consecuencia que la sonrisa disimulada de algunos de los presentes y el sobresalto de quienes tomábamos nota con el fin de escribir la noticia.
El autor del inocuo disparate fue un funcionario japonés que había sido obligado a asumir el papel de traductor por aquella convicción generalizada, y errónea, de que cualquiera capaz de conversar en dos idiomas vale para intérprete.
Casi siempre, por razones de presupuesto, muchos directivos en Tokio piden traducir a algún empleado que hable otro idioma, ignorando que el oficio de intérprete requiere una rigurosa formación y el estudio incesante de terminología especializada.
Para el idioma inglés existe en Japón un masivo ejército de intérpretes profesionales, casi todas mujeres, expertas en campos específicos de la política, la economía, las ciencias, la cultura o los deportes. En español hay apenas un escuadrón, también mujeres en su mayoría, que debido a su reducido número son vehículos todoterreno del conocimiento.
A menudo, y de un día para otro, estudian copiosos informes para encontrar equivalentes en ambos idiomas de términos para describir el crédito atado de un país, los componentes del último motor híbrido de Toyota o el mecanismo de ascensos de la liga de fútbol femenina de Japón y su diferencia con otras ligas del mundo.
Cuando me cuentan de hombres de negocios que llegan buscando estudiantes o amas de casa japonesas que vivieron en países hispanohablantes para ahorrar en intérprete en sus reuniones (y por la noche derrochan en costosos restaurantes de sushi), cito el caso más extremo, e ingenioso, de infravaloración del trabajo de intérprete que he conocido.
Lo protagonizó el fallecido dramaturgo español Francisco Ors, cuando fue invitado a Tokio al estreno de su obra Contradanza, que había sido comprada por una importante compañía teatral nipona.
Antes de viajar le pidieron preparar un breve discurso y, desconcertado de que alguien pudiera recibir dinero por pronunciar en otro idioma hermosas frases que a él no le pagarían, Ors se aprendió de memoria la fonética de su alocución y, para sorpresa de todos, la recitó en japonés. Aunque pagó de su bolsillo a la profesora japonesa en España que le tradujo y lo entrenó, quedó contento de haber protegido sus derechos intelectuales y, más aún, de dejar un insólito episodio para contar a sus amigos.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.