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En los últimos meses, el debate sobre la legalización de la droga resucitó a medida que intelectuales y políticos de América Latina apoyaban la idea de permitir la venta de narcóticos. No es asunto nuevo. En los años 80 hubo controversia semejante y la legalización se presentó como respuesta al ascenso del narcotráfico.
Sin embargo, las expectativas de tal giro fueron enterradas por dos duras realidades: el salto en el consumo de cocaína en EE.UU. y Europa (que empujó a sus gobiernos a enfatizar la necesidad de controlar la droga) y la capacidad de los carteles de generar violencia y corrupción, que impulsó a países productores de América Latina a declararles la guerra sin cuartel.
La pregunta, 25 años después, es si la lógica del tráfico de narcóticos y el entorno internacional hacen más propicio el avance de la propuesta. Respuesta: la evolución del mundo hace inconveniente y difícil la legalización.
Los partidarios de despenalizar la venta de drogas suelen presentar esta opción como la única posible y dicen que la “guerra contra el narcotráfico” es un fracaso.
Su categórico juicio se sostiene sobre el argumento de que los narcóticos siguen llegando a las calles de las grandes ciudades, pero ignora los éxitos que el control ha cosechado cuando hay voluntad política para imponerlo. El mejor ejemplo es Colombia que, según la ONU, redujo su producción de cocaína de 680 a 330 toneladas entre 2004 y 2010.
El problema reside en que habitualmente se evalúa la estrategia contra las drogas con un nivel de exigencia superior al empleado para otras políticas públicas. Nadie se atrevería a proponer la venta libre de armas con el pretexto de que su control no impide que los traficantes continúen haciendo negocios con su venta ilegal. Sin embargo, un razonamiento semejante parece válido para descalificar la política antidrogas. En realidad, el planteamiento de que la “guerra contra la droga” no funciona puede justificar una revisión de la estrategia para hacerla más eficaz, pero no se puede usar para descalificar la prohibición.
Lo cierto es que el supuesto potencial de la despenalización para terminar con el negocio de las mafias exigiría autorizar la venta legal de “drogas duras” como la cocaína y la heroína. Las grandes ganancias del crimen organizado están en la venta de este tipo de narcóticos. En consecuencia, si se plantea la legalización como la solución para arrebatar a las mafias los enormes beneficios que obtienen del mercado negro, la venta libre debería extenderse a sustancias con un potencial adictivo y un impacto sobre la salud extraordinariamente dañino.
En este contexto, el miedo a que la legalización haga más accesible la droga y provoque un incremento del número de adictos es una preocupación legítima. Los partidarios de la despenalización ignoran esta posibilidad con el argumento de que no existen precedentes de legalización, con lo que resulta imposible prever cómo se comportaría el consumo. Pero la decisión de EE.UU. de prohibir la cocaína en 1914 y la heroína años más tarde fue una medida de salud pública destinada a impedir que la adicción cobrase dimensiones de epidemia incontrolable. No hay razones para pensar que la legalización no conduzca de vuelta al punto de partida: drogas más accesibles que facilitan la multiplicación del número de adictos.
Por otra parte, la legalización no significaría la total desaparición del mercado negro de la droga. Los partidarios de acabar con la prohibición pasan por alto que incluso los esquemas más abiertos de liberalización de la venta de narcóticos implicarían algún tipo de restricción que automáticamente crearía un rentable negocio ilegal. La venta de narcóticos a menores necesariamente estaría vedada, lo cual crearía las condiciones para el mantenimiento de un negocio ilícito centrado en los jóvenes. Bajo tales circunstancias, se mantendrían grupos mafiosos que las autoridades tendrían que perseguir. El escenario no sería tan distinto de la prostitución, legal en los adultos, pero perseguida y lucrativa en los menores.
La cuestión a considerar tiene que ver con los costes de la legalización. En los años 80, los partidarios de la despenalización podían alegar que el consumo era un problema de los países ricos y el continente estaba librando una guerra que no era suya. Sin embargo, la diferenciación entre países productores —los latinoamericanos— y consumidores —EE.UU. y Europa— es cada vez más ficticia. En México, el volumen de ciudadanos que afirmó haber probado la cocaína saltó del 1,2% al 2,4% entre 2002 y 2008. El caso colombiano siguió un patrón similar.
Si se tiene en cuenta que la legalización podría acelerar la expansión del consumo, el número de adictos a tratar representaría un reto sanitario de primer orden. El asunto sería particularmente complejo en sociedades como las latinoamericanas que cuentan con sistemas de salud débiles.
La paradoja es que el escenario internacional hace hoy más difícil la legalización que en los años 80. Incluso los más radicales proponentes de la despenalización reconocen que un paso de esta naturaleza debería ser una decisión global. Sin embargo, a medida que la hegemonía de Washington declina y potencias emergentes ganan influencia, alcanzar este consenso se hace más complejo. Más allá de que un cambio en la política antidroga de EE.UU. parece remoto, los nuevos poderes internacionales están más comprometidos a mantener la prohibición. De hecho, resulta difícil de imaginar que China apoye la legalización si tradicionalmente ha condenado los narcóticos como instrumento del imperialismo occidental para sojuzgar al país. Y en los países islámicos la prohibición es un mandato religioso que será impuesto con más rigor por los partidos fundamentalistas que están ascendiendo al poder en Oriente Medio.
Finalmente, la pregunta sin resolver más importante sobre la despenalización del comercio de drogas es la legitimidad de un cambio en esta dirección. Las encuestas señalan que la mayoría de las sociedades están en contra de la legalización. De hecho, un sondeo realizado por el Centro Nacional de Consultoría en noviembre de 2011 reveló que la oposición a esta medida superaba el 75% de los entrevistados en Colombia, Perú, Bolivia y Venezuela. Desde esta perspectiva, los partidarios de terminar la prohibición no pueden enarbolar la bandera de la democracia en su favor.
En consecuencia, cabe preguntarse si no valdría la pena dar menos relevancia a la fútil discusión sobre la legalización y abrir un debate sobre cómo incrementar la efectividad de la lucha contra la droga. Esta es la única opción realista y también la que prefieren los ciudadanos.
La lucha contra las drogas
El desafío de la lucha contra las drogas ilícitas ha sido asumido por Colombia especialmente con la estrategia de la guerra sin cuartel contra quienes participan en el negocio.
Este modelo fue especialmente impulsado con el respaldo de Estados Unidos al Plan Colombia, diseñado por la administración Pastrana.
No obstante, la presión social por las consecuencias de la guerra y los efectos de la fumigación llevaron a que en los últimos años se intentara resolver el problema con el método de la erradicación manual de cultivos.
* Profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes y consultor en temas de seguridad.