La luna que no cae y la manzana que cae

Desde Shakespeare hasta Jorge Luis Borges, poetas y escritores le han dedicado versos y reflexiones a la luna. Conocerla en profundidad fue una ardua tarea para los científicos.

Héctor Rago
22 de julio de 2019 - 01:53 p. m.
Panorámica de la Luna.  / Nasa
Panorámica de la Luna. / Nasa
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He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero
 qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.

Jorge Luis Borges

La Luna es veces es un refulgente disco de plata o marfil y otras veces, una galleta mordida. Voluble y cambiante, dicen que dijo Shakespeare. Es mito persistente en el imaginario de todas las culturas e inspiración definitiva de boleristas enamorados, poetas y locos, que de ellos todos tenemos un poco.

Su rostro oculto es una metáfora de lo que tuvimos que develar para conquistarla y hacerla nuestra. La Luna ha sido decisiva en la construcción de la física y a la vez las leyes de la física nos permiten indagar su verdadero rostro. 

Pensar la Luna, saber dónde está en cada instante del tiempo, saber su velocidad, cuál es su trayectoria, su tamaño, su masa, su historia, su superficie y el rol que juega con nuestro planeta; fue absolutamente necesario para la conquista real que significó sentirla y poner los pies en ella, con toda la carga simbólica que esta posesión representa.

El medio siglo de la llegada del hombre a la Luna nos permite vislumbrar la feroz competencia por el conocimiento científico, la veloz carrera por la tecnología necesaria para la delicada misión; el fantasma de la motivación bélica, de cohetes y tecnología nuclear, en un contexto de oposición de dos sistemas políticos irreconciliables. Hablamos de una época turbulenta llena de temores, paranoias y el riesgo de que la guerra dejara de ser fría y de nuevo una confrontación mundial asomara su horrible rostro.

How high the moon

Todo comienza cuando la humanidad aprendió a calcular cuán alta está la Luna, saber la distancia que nos separa de ella, y así, comenzar a despojarla de su contenido místico. El cálculo se hizo posible gracias a una afortunadamente coincidencia: el Sol y la Luna ocupan un área similar en el cielo, es decir, el ángulo que ellos hacen vistos desde la Tierra, es el mismo. Por eso durante los eclipses totales de sol, ni falta Luna ni sobra Sol. La Luna es pequeña y está cerca mientras que el Sol es grande y está lejos. Y es una coincidencia afortunada, porque la duración total de los eclipses y el tamaño de la Tierra, permite (geometría mediante), calcular que la Luna se encuentra a unas sesenta veces el radio de la Tierra, es decir, a una distancia aproximada de 390.000 Kilómetros. Este cálculo lo hicieron los griegos un siglo y medio antes de nuestra era. Con este valor y el ángulo que la Luna forma, podemos calcular su tamaño, que resulta ser de unos 1.740 Km. de radio, aproximadamente la tercera parte del radio de la Tierra. Conocida la distancia a la Luna, determinados momentos de sus fases permiten calcular la distancia al Sol. La Luna nos habla del sistema solar.  

“La Luna que no cae y la manzana que cae” 

De la mano de Isaac Newton, la Luna fue nuevamente protagonista al señalarle que estaba en lo correcto al suponer que la gravedad disminuye con el cuadrado de la distancia. Conocida la distancia a la Luna y el tiempo que demora en darnos una vuelta (unos 28 días), podemos conocer la aceleración que la Tierra le imparte a la Luna. Este valor resultó ser consistente con la aceleración de la manzana que cae en la superficie de la Tierra. La teoría de gravitación de Newton explicaba la aceleración de la manzana que cae y la de la Luna que no cae. La Luna nos habla del universo.

“Mi siglo vertical y lleno de teorías” 

Las teorías de la física son entre otras cosas, una manera de indagar la realidad y conocer lo que de otra manera hubiera sido imposible. La teoría de gravitación universal de Newton permitió calcular la masa de la Luna. Su valor resulta ser el 12% de la masa terrestre. La lógica implacable de la ciencia comienza a funcionar; conocida la masa de la Luna y su tamaño podemos calcular su densidad, que es igual a la densidad de las rocas terrestres. También podemos calcular la diferencia de la atracción gravitacional que la Luna ejerce en caras opuestas de la Tierra. Esta diferencia es responsable de las mareas en nuestro planeta, la gravedad del Sol refuerza el efecto, pero la Luna es la responsable principal de las mareas. Por cierto, el efecto recíproco de la gravedad de la Tierra sobre los lados opuestos de la Luna es responsable de que ella nos muestre siempre una misma cara.

La masa de nuestro satélite y su tamaño determinan la aceleración de gravedad en su superficie, que resulta ser el 16% de la de la Tierra. Así, un cuerpo en la superficie de la Tierra dejado caer, desciende 5 metros en un segundo. En la luna sólo caería 80 centímetros. Un astronauta pesaría en la Luna el 16% de su peso en la Tierra. 

Todo esto fue un lento y arduo proceso necesario para la conquista de nuestro satélite.

“Fly me to the Moon”

Lo que vino después fue vorágine y vértigo. El desarrollo de armamento nuclear por parte de USA y del régimen soviético, el macarthismo en los Estados Unidos y el férreo stalinismo en la Unión Soviética, el triunfo de Mao en China y el inicio de la guerra de Corea proveían el eruptivo telón de fondo de los años de la postguerra. El “delicado balance del terror”, la frase es de Winston Churchill, encontró en la carrera espacial la periferia que evitaría que la sangre llegara al río. La experiencia con proyectos de misiles balísticos intercontinentales devino en la posibilidad real de poner un satélite artificial en órbita alrededor de nuestro planeta. La carrera espacial había empezado. La URSS picó adelante y en 1957 puso en órbita al Sputnik, una pelota de aluminio de sesenta centímetros de diámetro, desatando una ola de pánico colectivo y una profunda herida en el ego de la nación que se asumía como la más desarrollada tecnológicamente. Unos meses después los soviéticos mandaron a la perrita Laika al espacio en el Sputnik 2 y en 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en mirar la Tierra desde el espacio exterior. En febrero de 1958 los estadounidenses lograron hacer orbitar al Explorer 1. Al comienzo de los sesenta J. F. Kennedy anunció los planes de enviar astronautas a la Luna antes de finalizar la década alucinante. Y hoy celebramos.

Cierto, la motivación de la conquista de la Luna no fue la noble curiosidad intelectual de los científicos ni las ansias de conocimiento. No había ninguna necesidad de hacerlo, pero los complejos avatares culturales y políticos impulsaron la carrera espacial y apresuraron la conquista de nuestro satélite.  El verdadero móvil fue la rivalidad entre dos potencias, y el temor a quedar rezagado en el desarrollo tecnológico y con el orgullo herido. La lectura subyacente es que un triunfo en la conquista de la Luna permitiría vislumbrar que el poderío tecnológico era la representación simbólica de una superioridad ideológica y en tiempos de inocencia perdida, también de superioridad bélica en caso de una conflagración real.

Sin embargo, los efectos colaterales de la carrera por conquistar la Luna fueron imprevistos y altamente beneficiosos para la humanidad. No sólo en ciencias espaciales, también en tecnología, y ciencia básica. El esfuerzo de cada nación significó formación de científicos en ingenieros, intercambios, transferencia de tecnologías, desarrollo de computadoras y modernización de programas educativos. 

Solamente el programa Apollo desarrolló más de cincuenta experimentos, algunos de los cuales aún continúan y la NASA habla de unos dos mil productos comerciales relacionados.

La comprensión de la Luna como un astro con microcráteres a diversas escalas, sin campo magnético, sin atmósfera, con materiales similares a los de la Tierra, y el análisis detallado de más de 400 kilos de rocas lunares en diversas misiones, revolucionó las ciencias planetarias y nos habló de orígenes, de nacimientos de planetas, de choques, de violentos volcanes en erupción brindándonos una visión del sistema solar temprano. La Luna nos habla de nuestro suburbio.

Los espejos reflectores puestos por la tripulación del Apollo 11 y otras dos misiones posteriores nos permiten conocer la distancia Tierra – Luna con la exquisita precisión de unos cuantos milímetros. La medición tan exacta nos informa que la Luna se aleja de la Tierra algo menos de 4 centímetros al año, precisamente por las fuerzas de marea. También nos permite verificar delicadas predicciones de la relatividad general. De nuevo la Luna nos habla del universo.

No es descabellado afirmar que la moderna era tecnológica con su enjambre de satélites artificiales y complejas redes de comunicación, incluyendo internet y GPS estuvo prefigurada desde el instante en el que una nave se posó apaciblemente en el Mar de la Tranquilidad.

…una ignorante luna ,sin su Virgilio y sin su Galileo

Cuando Galileo enfocó su pequeño telescopio a la Luna, presagió el momento en el que alguien habría de dar un pequeño salto en su superficie y un gran salto de la humanidad. La Luna contribuyó decididamente a edificar la ciencia moderna y aprendimos a saber de ella lo necesario para construir teorías y para conquistarla.

¿Que hay conspiranoicos que piensan que todo fue un gigantesco montaje urdido por la cámara implacable de Kubrick? A ellos hay que preservarlos como evidencia de que aún existe la inocencia en el universo.

La carrera espacial, cuyo momento cumbre celebramos hoy, es un instante paradigmático en la historia de la humanidad porque trazó la silueta del mundo contemporáneo, aprendimos más de nosotros mismos y de cómo funciona el universo y…no morimos en el intento.

Por Héctor Rago

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