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Capítulo 1: Un problema del carajo
Cuando los primeros vapores del verano invaden las calles de Nueva York, el neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás escapa por la Interestatal 95, bordea la Costa Este hasta New Haven, deja atrás Providence, la segunda ciudad más grande de Nueva Inglaterra, y se interna en ese territorio solitario y antiguo que los viejos naturalistas llamaban Outlands y ahora se conoce como Cape Cod. Mientras conduce su Mercedes Benz suele entretenerse escuchando audiolibros.
A medio camino entre los poblados de Woods Hole y Plymouth, se esconde la casa de verano que compró junto a su esposa, Gillian, en los años ochenta. En la fachada cuelga una de las abigarradas obras del artista indígena colombiano Carlos Jacanamijoy. Es un cuadro de casi tres metros de ancho por dos de alto elaborado con pintura de avión para que resista los inclementes inviernos y la brisa marina. Aun así se ha ido decolorando poco a poco. Cada cierto tiempo, cuando pasa a visitar a su amigo, Jacanamijoy le hace algunos retoques.
El otro rasgo por el que los vecinos reconocen de un vistazo la casa de la familia Llinás es la cúpula de casi cuatro metros de diámetro que corona el techo. Bajo esta, se oculta un telescopio lo suficientemente poderoso para ver galaxias vecinas a la Vía Láctea. Llinás se ufana de tener el telescopio casero más grande de todo Norteamérica. Con él se asoma al cielo en busca de planetas extrasolares a dos mil años luz de distancia: manchas luminosas en las que sueña que existe alguna forma de vida. En la parte trasera de la casa, envuelto en silencio, hay un quiosco blanco de madera desde el que se divisa toda la línea de la costa y, al atardecer, las gaviotas hambrientas al acecho de una presa.
Un frente de aire frío baja del Atlántico Norte y barre el lugar haciendo que el calor en verano sea menos apabullante que en las tierras continentales. Los turistas llegan por centenares a disfrutar de las playas, a caminar entre los bosques de pinos y las marismas, a devorar langostas y sopas de cangrejo. El paisaje lo completan más de 2.000 lagunillas, huellas de un glaciar que cubrió todo el lugar hace 10.000 años. Alrededor de la península hay algunas islas: Monomoy, Monomoscoy y Popponesset. Martha’s Vineyard, la más grande, albergó por casi dos siglos una gran comunidad de personas sordas que crearon su propio lenguaje de señas.
La primera vez que Llinás visitó el cabo fue en 1962. Tenía 28 años. Se había graduado como médico en la Universidad Javeriana de Bogotá y luego de descartar especializarse en neurocirugía, desencantado con lo que parecía más una burda trepanación de cráneos que un intento por descubrir los insondables secretos del cerebro, había conseguido una vacante en el grupo del neurocientífico Carlo Terzuolo, en la Universidad de Minnesota, en Minneapolis. Terzuolo era un pionero en grabaciones intracelulares, una técnica que abría nuevos caminos en la comprensión del cerebro y que consistía en utilizar diminutos electrodos hechos de tubo de vidrio, mucho más delgados que un cabello, para emplazarlos dentro de una célula sin dañarla y registrar los voltajes neuronales. Era una técnica para espiar las conversaciones privadas entre neuronas. En la primera parte del siglo XX, los microscopios de luz habían permitido escudriñar tan solo los contornos de las células y reconstruir a grandes rasgos los circuitos neuronales. El español Santiago Ramón y Cajal, un hombre difícil, arrogante y mujeriego, el gran ídolo científico de Llinás, fotografió y dibujó meticulosamente con tinta china y acuarela lo que veía a través del objetivo de su microscopio. Con la era de la electrónica y los desarrollos en física, comenzó a parecer posible entender la arquitectura y la mecánica más secreta del cerebro.
En aquel verano de 1962, Harry Grundfest, una leyenda entre la comunidad de neurocientíficos, invitó a Terzuolo a pasar unas semanas en Woods Hole, sede del Marine Biological Laboratory. Terzuolo le pidió a su joven discípulo colombiano que lo acompañara. Tomaron un avión desde Minneapolis y aterrizaron en Boston. Desde allí viajaron en carro un par de horas hasta la bahía de Woods Hole. Llinás jamás olvidó ese viaje: “La alucinante sensación que se produjo tras mi primera visita al Marine Biological Laboratory me ha acompañado desde entonces”.
Hay una razón, entre muchas, para que año tras año, desde el principio del siglo XX, científicos de Estados Unidos se den cita en este rincón de la costa noreste. La bahía es el lugar ideal para pescar una gran variedad de especies marinas que sirven a los investigadores como modelos para sus experimentos. En un pequeño barco remolque, el Gemma, los empleados del laboratorio salen cada mañana en busca de calamares, caballitos de mar, cangrejos, langostas y rayas. El más apetecido es el calamar. Dentro de su gelatinoso y escurridizo cuerpo esconde la fibra nerviosa más grande conocida hasta el momento. El axón gigante del calamar es un cable natural que llega a ser veinte veces más grueso que un cabello humano. Es perceptible a simple vista. Es la ventana perfecta para asomarse al sistema nervioso.
Sobre las once de la mañana, nadando en piscinas de agua salada del acuario, los calamares quedan a disposición de los científicos y sus estudiantes de doctorado. De vuelta en sus laboratorios y tras una delicada cirugía manual, extraen el axón gigante y comienzan sus intentos por develar un secreto más de la transmisión neuronal. Llinás aprendió, ese verano de 1962, las técnicas de los neurofisiólogos. Aprendió a abrir el delicado manto de los calamares y a extraer la fibrilla nerviosa. Por los pasillos del Marine Biological Laboratory también conoció a distinguidos investigadores. En conferencias, en los corredores, en la cafetería, se discutían las ideas más novedosas sobre la arquitectura secreta del cerebro. Era el lugar en el que Llinás había soñado estar toda su vida.
Cada verano, sin falta, durante medio siglo, Llinás ha regresado a Woods Hole. Siempre en busca de la misma inspiración de aquel primer viaje. Siempre en busca del calamar y su axón gigante. En cada regreso, encerrado en su laboratorio, persigue una respuesta para una misma pregunta: ¿cómo emerge del tejido nervioso la conciencia?
En una pequeña sala del segundo piso del Edificio Lille, del Marine Biological Laboratory, donde se encuentra su laboratorio, Llinás se toma la cabeza entre las manos. Acaba de cumplir 80 años y goza de buena salud. Sus rutinas de trabajo siguen siendo intensas. Es domingo. Uno que otro estudiante sale de un laboratorio para perderse tras otra puerta de esos largos y silenciosos pasillos. Una mata de pelo blanco cae sobre su frente, las gafas se escurren sobre su nariz.
“Tengo acorralado el problema —dice enérgico, con la mirada recia de un boxeador analizando a su rival—. ¿A qué se parece los qualia, la conciencia? Dígame —y su voz se exalta—. El movimiento, la motricidad, las entiendo muy bien. La sensibilidad la entiendo bien. La memoria es una carajada. El amor. Todo eso son pendejadas. Son cosas ridículamente simples. Pero no entiendo cómo se traduce la actividad eléctrica en sensación. El problema de los qualia es un problema del carajo —continúa—. Y va a ser difícil de entender porque hay algo que no sabemos aún. Hay una propiedad grande que no entendemos. Es como tratar de entender el sonido que genera una campana, sin entender la resonancia vibratoria del metal. Es un problema precioso —suspira. Entonces se queda pensativo. Un silencio sirve de pausa para aceptar que tiene 80 años, que queda poco tiempo y aún no tiene la respuesta que ha perseguido toda la vida. Luego dice: —Si alguien me dijera ‘le explico cómo funciona la conciencia pero luego lo mato’, yo le diría, ‘perfecto’”.