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—¡Papa Dios, por favor, dame un hijo! —Las lágrimas se deslizaron por sus ovaladas mejillas—. Me niego a irme de este mundo sin haber parido —agregó.
La envejecida perra de la casa, que se había marchado espantada por los gritos, regresó y se postró a los pies de Idalia. Estaba preñada, y la barriga la tenía tan grande y pesada que las patas le flojeaban. Ella la miró con desaire y le tiró un puñadito de tierra en los ojos, con el mismo gesto como cuando tira arroz crudo a las palomas. Se dio golpes en su plano vientre y maldijo la hora en que su padre le arrebató sus años fértiles. Recordó aquellos remotos días de encierro, además de los domingos de regreso a casa después de la misa, los únicos momentos en que su padre le permitía estar en soledad. En aquellas caminatas apretaba fuertemente la Biblia contra su pecho, mientras miraba de reojo lo que ocurría en el mundo. Una de aquellas tardes, cuando su padre la mando a buscar el pescado fresco que traían de Cartagena de Indias, se le cayó la tapa de la olla de peltre. Al agacharse a recogerla, una mano grande y callosa le entregó la tapa y le rozó los dedos. Idalia sintió frío en los huesos, sus piernas temblaron y los labios palidecieron. Ella sujetó la tapa con fuerza, agachó la mirada y caminó torpemente por el camino de piedras calizas. El hombre que la ayudó siguió caminando a su lado. Le dijo con una voz susurrante que no tuviera miedo, que no caminara tan rápido porque podría caerse. Ella le suplicó que, por favor, no la siguiera, que su papá tenía un carácter envenenado y que si los vecinos la veían hablando con un hombre irían con el chisme y la castigarían prohibiéndole ir a misa.
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Pacho —que así se llamaba el amable hombre— la siguió detrás. Le dijo que no era para tanto, que no fuera exagerada, que él solo quería conocerla.
—¿Me puedes decir cómo te llamas? Ella siguió caminando, mirándose los pies y agarrando con fuerza el mango de la olla.
—Mi nombre es Idalia, Idalia Josefina. Por favor, deje de seguirme.
—Bonito nombre, como la dueña —le dijo.
Sus mejillas se sonrojaron y una fiebre transitoria se apoderó de ella.
—Yo me llamo Pacho. Vivo en la casita que está al lado de la iglesia, la que tiene el palito de caucho, y me gusta montar a caballo. Ella andaba, oteando el suelo, y asintió con un leve movimiento de cabeza. Respiró hondo y contestó:
—Yo vivo en la calle del Coco, cerca del colegio público donde dicen que vivió Simón Bolívar. Solo me dejan salir los domingos para ir a misa, y alguna vez para buscar los víveres y el pescado. Se lo suplico nuevamente: váyase por donde vino o vaya a darle de comer a sus caballos —le dijo.
—Idalia, estaré pendiente los domingos, cuando entres y salgas de la iglesia —dijo Pacho con firmeza.
Pacho era un hombre alto, moreno, de cabellos rizados, dotado de unos grandes ojos negros salpicones. Lo más llamativo de su rostro eran sus labios gruesos y rosados. Idalia era una muchacha chaparrita, de piel revestida del color de la panela, con una larga cabellera negra que le colgaba hasta la cintura y que en momentos de arduo calor se amarraba con una cinta de raso de color azul. Cuando sonreía le brillaban los dientes de oro. Los domingos, cuando Idalia salía de la iglesia, escudriñaba con sigilo entre la multitud de la plaza. Siempre veía a Pacho bajo el palito de caucho, montado en un caballo, vestido con camisa blanca y sombrero vueltiao y acompañado de amigos tomando ron de caña. Para no pasar por su lado, ella cambiaba de acera, se ajustaba la cinta del cabello y caminaba con rapidez con la cabeza agachada.
Durante más de veinticinco años mató las tardes interminables bordando gorros, zapatitos y vestidos de recién nacidos. Los organizaba por colores y edad. Guardaba la ropita de color azul en un escaparate blanco, y la de colores pasteles en un baúl que heredó de su abuela. Como tenía la mala fortuna de disponer de todo el tiempo del mundo, también hacía colchas con retacitos de tela para vestir las camas que pertenecieron a sus padres y hermanos. También hizo colchas por encargo y cuando ya no quedaron camas por vestir en el pueblo, se divertía haciendo vestiditos para las muñecas y bolas de trapo.
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El día que cumplió cuarenta años, Idalia preparó un guiso de carne y arroz con ahuyama. Bajo el palo de guayaba tendió una estera de palma y se puso a comer. Compartió el manjar con los perros y gatos, y a las palomas le tiraba granitos de arroz. El sol le maltrataba las mejillas y buscó un lugar donde hubiera sombra. Extenuada de la celebración, a las seis de la tarde se levantó y regó los bonches y veraneras de diversos colores que tenía en el patio. Un rato más tarde se fue a dormir.
Una mañana de agosto, en la que el sol no daba tregua, se fue caminando hasta el arroyo Mameyal. Cuando llegó sudando y agotada, se quitó las sandalias de cuero tres puntadas. Tenía los pies maltratados y rojos. Para aliviarlos, los metió en el agua fría y se dio un masaje con las piedras. Sintió un profundo alivio y cerró los ojos mientras degustaba un mamey.
De repente, sintió detrás de sí un aliento fuerte de animal bravo que la espantó. Cuando se volvió, vio a Pacho. Lo reconoció por sus ojos azabaches y sus labios. Ahora estaba gordo, con poco pelo y canoso. Vinieron a su memoria aquellos años cuando él la perseguía a la salida de la iglesia, y ella lo rechazaba por temor a las represalias de su padre, a pesar de que le gustaba tanto. Pacho se había quedado viudo dos años antes y se consolaba cortejando muchachitas en el arroyo y la plaza del pueblo.
Desde ese momento no dejaron de verse y a los pocos meses se casaron. Asistieron a la boda los vecinos de enfrente, el indio Turizo y su prima Mabel, que adivinaba el pasado y el futuro en las cartas. Fue una boda sencilla y discreta. Los perros y gatos huían espantados cuando escuchaban los gritos en la casa.
—¡Te he dicho hasta la saciedad que quiero un hijo varón! No entiendo por qué no te quedas preñada, gritó Pacho.
—Ojalá lo supiera. He ido varias veces donde el indio y me he tomado todos los brebajes habidos y por haber. Y mi prima Mabel dice que vio en las cartas que tendré un hijo varón.
—Eso es que estás vieja, atrofiada y maldita como las mulas —le dijo.
—¡Maldito hombre, hijo de satanás! Te arrepentirás de todos estos improperios que derramas sobre mí, te lo juro —gritó.
—¡Maldecida estás tú como la mula! —le repitió.
Idalia le arrojó con rabia el termo de café hirviendo. Pacho lo esquivó y quedó hecho añicos en el suelo. El hombre se acordonó los zapatos temblándole el pulso y salió a la calle.
—¿A dónde vas?
—Al arroyo a buscar un mamey —se burló Pacho.
—Te estoy preguntando que a dónde vas.
—¡Qué te importa, no tengo que darte explicaciones!
—¡Pues lárgate y no vuelvas más!
Pacho cada día llegaba más tarde del trabajo. Ella lo esperaba con los brazos cruzados apoyada a la puerta. Él entraba sin mirarla, abría con la mano izquierda la cortina de flores de la habitación y se acostaba en la cama. El viernes siguiente el hombre salió de la casa bajo el sol caliente, y por la noche ya no volvió.
Ella se quedó esperándolo hasta el sábado, sentada en el mecedor tejiendo un tapete.
Idalia miró nuevamente a la perra y le tiró otro puñado de arena en los ojos. El animal se sacudió y se fue tambaleando hasta el cuarto.
La mujer se quitó los zapatos y se metió en la alberca a llorar, lamentándose de su desgracia. Llevaba dos días alimentándose de alguna guayaba y algún que otro tamarindo. La mañana siguiente, agotada de tanto malestar, decidió ir al médico para que le recetara algún medicamento para aliviar el dolor de cabeza y del corazón. Después de tres horas de espera en la salita de urgencias, una jovencita con una barriga prominente se sentó a su lado.
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—¡Qué barriga tan enorme! ¿Cuánto tiempo tienes? —le preguntó.
—Estoy a puntito. Dentro de pocos días salgo de cuentas. Estoy deseando verle la carita a Pachito.
—¿Pachito? ¿Pachito?
—Sí, se llamará Pachito, como su papá. Seguro le gustarán también los caballos.
Idalia regresó a su casa con la mirada extraviada. Abrió la puerta con tres golpes secos y se fue al patio. Dio varias vueltas, abrió los tamarindos y tiró las cáscaras al suelo, los masticó y escupió. Se encaramó en el aljibe y se sentó con los pies entrelazados, los movía y miraba las hojas de los árboles. Su rostro se humedeció de lágrimas y con los puños se propinaba golpes en el cuerpo. Cuando consiguió calmarse entró a la casa, sacó la ropita de color azul, también buscó unas mantas, un paraguas, una linterna y agarró la macana —reliquia propiedad de su padre, encontrada cuando excavaron para construir la alberca; era un arma ofensiva de los indios Yurbaco—. Lo guardó todo dentro de un bolso y lo colocó en el suelo, junto a la cama sin saber qué hacer con todo eso.
Cada día se acercaba al hospital con los primeros rayos del sol, con la excusa de los interminables dolores. Un mediodía vio que llegaba la joven que había conocido la semana anterior, acompañada de su madre. La niña gritaba de dolor y pedía un médico con desesperación. Los pacientes cargaron a la joven y la llevaron a la sala de partos. Idalia se quedó dando vueltas en el hospital y luego se sentó en un banco de madera con el bolso en el regazo. Cuando Idalia escuchó el llanto del recién nacido le dolió el vientre, se lo presionó y permaneció absorta.
Al cabo de un rato, sujetándose las caderas, caminó despacito entre la multitud que se encontraba apelotonada en la entrada, se dirigió al baño, levantó la tapa del inodoro, se sentó y colgó el bolso en un clavo. Al rato alguien tocó la puerta con desesperación.
Cuando abrió, vio que era una enfermera. La cogió por el brazo y la metió en el baño. Le tapó la boca y la arrinconó. Ella intentó defenderse con empujones, con las uñas y agarró a Idalia por el pelo. En una maniobra certera, Idalia consiguió sacar la macana del bolso y le propinó con esta un golpe en la cabeza. La enfermera comenzó a sangrar, con una de las mantas la limpió para que no se manchara la ropa. Tirada en el suelo la desvistió y se vistió ella con el uniforme. Esperó un rato prudente y fue hasta la habitación donde estaba la recién parida. Con el pretexto de llevarse al niño para practicarle la circuncisión, lo envolvió en un arrullo y le dijo a la madre que dentro de unas horas se lo traería.
Miró alrededor y los médicos de turno estaban dormidos, con la cabeza apoyada sobre las mesas. Miró nuevamente hacia el pasillo, largo y poco luminoso, y al fondo estaba una anciana dormida en un sillón.
Salió por la puerta trasera del hospital. Caminó durante horas escondiéndose por los barrancos y matorrales. Comenzó a llover, abrió el paraguas y se resguardó bajo el cobijo de un árbol de mamey. El niño lloraba y logró calmarlo con arrullos y cantos de cuna.
—Tranquilo mi Pachito, pronto dejará de llover, estás con tu mamá, no tienes por qué tener miedo —le decía.
Cuando dejó de llover, se fue hasta el arroyo, dejó al niño dormido sobre las hojas secas y se refrescó la cara. A lo lejos escuchó a los vendedores de bollo de mazorca y pescado fresco. Se asustó. Tomó al niño y olvidó el bolso. Siguió caminando rápidamente y cuando iba a subir la loma para ir hasta su casa, vio a varios hombres haciendo ejercicios en los corredores de sus casas. Entró al cementerio, rezó a todos los difuntos y se sentó en una tumba sin flores a descansar. El niño no se atrevió a llorar, por miedo a que se despertaran los muertos. Más tarde, llegó a su casa, cerró las puertas y ventanas con todos sus cerrojos. Encendió una vela y colocó al niño en la cama. Se cambió de ropa y se acostó a su lado. Se quedó mirándolo, como adorando a un santo.
—¡Gracias, padre santísimo, por bendecirme con este hijo! —dijo.
El niño reventó a llorar. Intentó calmarlo cantándole, pero el recién nacido no tenía consuelo. —Cálmate, hijo, tu mami te va a dar de comer —le dijo.
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Se desabrochó la blusa, se sacó un pecho flácido y puso al niño a mamar, se calmó por un momento y estalló nuevamente con un llanto de perro hambriento.
A media mañana, un hombre gritaba con la ayuda de una bocina, anunciando que habían robado a un niño del hospital. Ella se asomó por la ventana y vio cómo la gente salía a la calle. Los policías hacían preguntas y registraban las casas. Se desató un aguacero torrencial y el agua se colaba por unos huecos que había en el techo. El niño siguió llorando amargamente, lo cogió en brazos y se fue hasta el cuarto donde estaba la perra amamantando a sus cachorros. Estiró al más grande de una pata y colocó al recién nacido.
Por primera vez, en sus veinticuatro horas de vida, succionó una teta con leche.