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Dos tipos estúpidos (Cuentos de sábado en la tarde)

Sacudió la cabellera fuertemente, su pelo rojizo y rizado blandió por los aires y aterrizó casi en mis narices. El rojo carmesí de sus labios brillantes soltó un destello de luz y encandiló mi ser. Pulsó una tecla de su teléfono celular y contestó una llamada.

Agustín Leal
01 de agosto de 2020 - 09:40 p. m.
"Los viernes o los sábados no me eran ya suficientes para verla en el restaurante donde iba a cenar con el marido".
"Los viernes o los sábados no me eran ya suficientes para verla en el restaurante donde iba a cenar con el marido".
Foto: Archivo Particular
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El marido sin prestar la más mínima atención a su mujer, continuó con la mirada fija en las bolitas que hacía con las servilletas desechables que estaban puestas sobre la mesa. Era una persona joven pero de aspecto cansino, lucía más adulta que lo normal. Siempre llamaba al mesero antes de terminar la cena. En las tantas veces que coincidimos en el restaurante, casi nunca le vi charlando con su esposa. Ella se las arreglaba para divertirse y hacer la comida amena. A menudo jugaba con su tez blanca en el vestir y la aderezaba con colores fuertes en las blusas y yines ajustados a su cuerpo. Casi siempre seguía el ritmo de una música imperceptible que únicamente ella escuchaba en su interior y que acompañaba con movimientos del tronco, de la cabeza; y por instantes, con un balanceo rítmico de los dos dedos pulgares. Esa tarde, el marido se veía más retraído que nunca; ella en cambio, seguía despampanante, como si fuera la reina de la noche. Constantemente cambiaba el oído con el que escuchaba el celular y hacía un gesto con su cabeza como de matador andaluz cuando ejecuta un buen pase de pecho. Luego hacía volar la cabellera como un capote, rematando con una impresionante revolera que esparcía su perfume por todos los rincones del lugar. Estaba embelesado por completo. Sólo me percaté que había venido con la esposa a cenar, cuando me dio un tirón, me atrajo hacia ella y me dijo— ¡Vámonos! — Como pude soslayé una mano del abrazo de pintón con que me envolvió y dejé unos billetes en la meza para pagar el consumo. Todavía circunda en mis narices el olor de ese perfume extraño, que al combinarse con sus efluvios humorales producía un alquitrán que se te pegaba en todas las partes de tu cuerpo. Era inútil bañarte, echarte otra aroma o friccionarte con alcohol, cerveza o con la gasolina de la motocicleta: ese olor siempre iba a estar allí, y no se te desprendería hasta la muerte. 

No sé por qué Daniela prefería ir a ese restaurante. De verdad no comprendo a las mujeres. Ella sabía que esa mujer iba a estar allí, pero no admitía que fuéramos a otro lugar. A la verdad estaba consciente del peligro que corría nuestra relación en ese sitio.  Siempre le llevaba falsas novedades de nuevos restaurantes y pizzerías para que cambiáramos de lugar para cenar. Ella me miraba, me reparaba de la cabeza a los pies y me decía: — ¡No señor, allá es donde tenemos que ir! — ¿O es que no quieres que vayamos?   

Las cenas de los fines de semana se tornaron en una pesadilla. Aunque me moría por ver a esa mujer, trataba en lo posible de no mencionar nada acerca de la salida. Esa conversación se volvió tabú en la casa. La esposa se ponía de mal humor desde los jueves por la tarde. Eso me hacía enmudecer y nada más hablaba con monosílabos, respondiendo y alejándome rápidamente de su vista para que no fuera a penetrar con su mirada, en los deseos ocultos e irrefrenables que sentía de ir al restaurante. Los viernes por la tarde Daniela se vestía con más cuidado que de costumbre. Era una mujer muy hermosa, la soberbia de su juventud le brotaba como un almizcle por todas partes de su cuerpo. Siempre tomaba la iniciativa para al salir de casa; y sin decirnos nada, conducía directamente para el restaurante.

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Las cosas se tornaron difíciles en el hogar, Daniela se volvió demasiado irritable y por cualquier cosa nos peleábamos. Luchaba de todo corazón para que esa mujer se fuera de mi mente, pero era incompetente para expulsarla de mis pensamientos. No obstante, era consciente que tenía que poner todo de mi parte para no estropear el matrimonio, fuerzas extrañas y ocultas en lo más íntimo de mí ser, me impulsaban hacia el pecado. Trataba de no indagar quién era ni dónde vivía, pero el azar muchas veces nos conduce hacia el abismo. Creo que ese fenómeno es lo que los religiosos llaman tentación. Inconscientemente dejaba mi labor cotidiana y salía a dar vueltas como un loco por la ciudad con la esperanza de verla en cualquier parte, en cualquier esquina. Los viernes o los sábados no me eran ya suficientes para verla en el restaurante donde iba a cenar con el marido. Una tarde salí a dar vueltas por una de las avenidas principales de la ciudad y tuve urgencia de ponerle combustible a la motocicleta. Paré en una estación de servicios y al mirar hacia un local comercial que estaba todo cubierto de cristales, la vi. Por unos instantes pensé que era una confusión que había tenido y que esa mujer se había convertido en una obsesión perversa en mi vida. Bajé la cabeza y volteé con cuidado soslayando la vista a un lado, con extrema precaución como el jugador de póker cuando revisa las cartas. Lo primero que vi fue su pelo rojizo desordenado y el movimiento pendular en su cabeza cuando hablaba por celular. No terminé de llenar el tanque de combustible, le dejé las vueltas al servidor de la estación y salí como un bólido del lugar.

No la vi por un tiempo. Hacía varias semanas que no iban por el restaurante y me había propuesto no pasar por el sitio donde trabajaba. Por casualidad descubrí que se llamaba Noelia, una tarde antes que dejaran de ir por el restaurante. Ese nombre era el título de una vieja canción que solía escuchar muy a menudo en casa. Desde ese día, guardé con mucha discreción el álbum donde se encontraba el disco para no escucharlo más. Los recuerdos que me inspiraban esa mujer eran contraevidentes.  No estaban basados en experiencias vividas sino en unas sensaciones extrañas que llegaban a mi mente a través del olfato y la vista: todo me olía a esa mujer y en todas las cosas que veía estaba su imagen.  Cuando me golpeaban esas ideas, todo mi cuerpo se inundaba de testosterona y crujían mis dientes como en un mal sueño, como si tuviera un ataque de epilepsia.      

La ausencia definitiva de la pareja en el restaurante hizo que las cosas en casa volvieran a la normalidad. La mujer había dejado el mal humor y yo me sentía más sosegado. Por fin la esposa había aceptado que la llevara a otros lugares. Íbamos a la pizzería, ya no tendría que soportar más la comida monotemática de ese establecimiento.

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La ciudad donde habitábamos era pequeña, pero muy divertida. Todos nos conocíamos y nos tratábamos sin distingos de clases o razas. Quizá era por esa familiaridad existente, que circulaba el rumor en la calle que la infidelidad se había vuelto endémica. Las mujeres más que los hombres daban crédito a esos rumores y por ello vivían crispadas siempre. Para las fiestas del carnaval las esposas se volvían histéricas y susceptibles. Salir sin ellas a cualquier parte era un asunto bastante complejo. 

En los comienzos del carnaval me le escapé y me fui con unos amigos. Nos habíamos agrupado a tomarnos unas cervezas en una taberna.  De allí donde estábamos, decidimos ir a buscar a las esposas e irnos para una discoteca. Cuando llegamos a la pista de baile, ahí estaba ella. Era la atracción del espectáculo, montada en sus zapatos plataformas que la hacían lucir más alta de lo normal, con sus yines apretados, camisa roja carmesí sostenida por uno o dos botones y semiabierta hasta el ombligo, en donde remataba en un lazo al estilo vaquero. 

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Fue la noche de mi mal. Siempre supe disimular lo mejor que pude frente a mi esposa de que esa mujer no me interesaba más allá de la inquietud que provocaba en cualquier hombre, pero el licor, el ambiente y su desparpajo me enajenaron por completo. Distraídamente me solté de la mano de mi mujer y me quedé boquiabierto contemplándola bailar y blandir el cabello hacia todos los lados.

Cuando reaccioné del embrujo en que me sumí, salí como loco a buscar a Daniela en la mesa donde nos habíamos ubicado con el resto de los amigos, pero ya no estaba allí.

La esposa quedó muy ofendida con el suceso de la discoteca. Hoy creo que, aunque en poco tiempo las cosas volvieron a la normalidad, en realidad ella nunca me perdonó, sino que trató de sobrellevar las cosas por el niño pequeño temíamos. Ella fue incapaz de olvidar el suceso, y muy a menudo me hacía fuertes reclamos, como si las cosas hubiesen sucedido ayer por la noche. Trataba de cambiar las cosas, de ir a los sitios que frecuentábamos cuando estábamos de novios y llevarle muchas de las golosinas que le encantaban, pero el recuerdo del desplante en la discoteca era superior a cualquier detalle que le hiciese. Un día le compré un ramo de rosas y cuando se las llevé, me miró con sus ojos indios, los abrió como queriéndome tragar y me gritó —¡hipócrita!— y se fue corriendo a susurrar en el cuarto.

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Ya no íbamos al restaurante a cenar. Eso me había aliviado de la tensión que me provocaba el hecho de pensar que, por cualquier circunstancia, volviese a encontrar a Noelia allí. No soportaría el hecho de tener que mirarla de nuevo, sin que mis ojos y todo mi ser divulgaran lo que estaba agazapado en lo más profundo de mi corazón.

El desdén y los reproches de mi mujer me habían conducido a una soledad inexplicable. Esa mujer ocupaba cada espacio de mi pensamiento, era el refugio y sosiego de mi espíritu. Todas las rendijas de mi alma habían quedado impregnadas de su perfume y de su sutil coquería.

No sé pero creo que a esa mujer le pasaba algo igual que a mí porque era el tipo de mujer que me había inquietado desde la edad temprana. Recuerdo que me iba de mi barrio y caminaba grandes distancias hasta donde vivía la gente adinerada de la ciudad, a ver las chicas lindas pasearse en sus bicicletas pintorescas. A ella, quizá por esa curiosidad perversa que experimentan las mujeres cuando un hombre se interesa en ellas con miradas y gestos inequívocos de enamoramiento pero nunca le dice nada.

Me percaté de todo esto una tarde mientras departía con unos amigos en una heladería y ella había pasado varias veces por el sitio donde estábamos. Los dos disimulamos no vernos, pero nuestros ojos se encontraron como cuando nos hacemos señas con los pies por debajo de la mesa. Nuestras vistas se acariciaron pero nuestros ojos se esquivaron de vergüenza. 

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El sórdido restaurante ya no significaba nada para mí. Todas las tardes la veía pasear en círculos por la cuadra de la heladería en donde iba a hablar con los amigos. Ella pasaba en su motocicleta deportiva con el pelo al aire, su tez blanca y sus labios rojos carmesí; yo en cambio, la seguía con la mirada sin perder el hilo de la conversación con los amigos. Al final de la tarde los dos volvíamos a nuestros hogares, como cuando los amantes furtivos después de un fugaz encuentro han agotado toda su lascivia, ya no tienen más caricias que darse ni más nada que decirse.

Una de esas tardes, pasó con una amiga común muy querida en su moto y comprendí de inmediato, que los amores platónicos habían llegado a su fin. Mi corazón tembló y se turbó mi alma, pensé en tantas cosas que había dejado atrás cuando organicé una familia, pero mi instinto nuevamente se apoderó de mi ser. No había nada que hacer, la suerte estaba echada.

A partir de ese momento, todo fue volcánico entre los dos, nos amábamos como dos salvajes en los sitios más inverosímiles de la ciudad. Ya no tenía voluntad, esa mujer había llenado todos los espacios de mi existencia. En nuestras vidas solo los dos existíamos; lo demás era ficción: mi hogar y su marido era apenas un débil sueño que nos hacía despabilar por instantes cortos de nuestro idilio.

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La esposa había cambiado totalmente. No hablaba, no hacía diatribas sobre la voluptuosa mujer, ni me inquiría cuando llegaba a la cama impregnado del alquitrán de su perfume. Hacia un gesto brusco cambiando la posición de su cuerpo, se volteaba de espaldas a mí y se cubría de pies a cabeza con la sábana.

Me había sumido en una total estupidez, con la mujer con quien había constituido una familia y conmigo mismo, porque estaba convencido de la verdad herética que persigue a los amantes: era la única persona en el mundo que hacía feliz a esa mujer. Por eso, anhelaba que todo se hiciera público y termináramos juntos, como en una mascarada, como en la zarzuela. Ella sutilmente, me explicaba los problemas familiares y sociales que eso acarrearía y me hacía desistir de cualquier idea de hacer notable lo nuestro.

Una tarde septembrina bajo amenazas de una fuerte tormenta, un amigo con quien compartía oficina me mandó buscar para que fuera urgentemente a su casa. Cuando llegué a su residencia, con parsimonia y misticismo me condujo hacia el estudio. Cerró tras si la puerta corrediza y me enseñó una fotografía —que hasta el día de hoy no sé cómo obtuvo—. Me preguntó mirándome fijamente a los ojos:

 — ¿Creo que tú conoces esta persona?

—No— le dije, bajando la mirada para esconder el rubor del rostro. —Bueno, está de espaldas, pero a lo mejor la he visto por ahí— agregué.

Haciendo un gesto con la mano derecha señalándole que la fuerte brisa del temporal golpeaba con ímpetu las ventanas del estudio. Me despedí y me fui a toda prisa dejándole palabras a medio decir en la boca.

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Caminaba bajo la tempestad sin rumbo fijo y sin inmutarme por la lluvia que rodaba a cántaros por mi cuerpo. Estaba totalmente ensopado pero sentía la tibieza de las lágrimas cuando se deslizaban por las mejillas. Era su pelo bermejo y alborotado, era su cuerpo descomunal y su piel blanca y aterciopelada.  Caminé hasta donde pude, me refugié en una cantina de baja ralea, tomé aguardiente para que raspara mi garganta y me deshiciera el nudo que llevaba en ella. No sé cuánto tiempo estuve allí, solo recuerdo que haciendo un esfuerzo sobrenatural me levanté, tomé un taxi y pedí que me llevara a casa. 

La mujer estaba despierta, parecía que había estado esperando ese momento por mucho tiempo. Como pude ubiqué mi cuerpo gelatinoso frente a la ventana para tocar y que me abriera la puerta. Ella medio abrió la ventana y me gritó —¡Cínico!— y la volvió a cerrar para siempre.

Por Agustín Leal

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