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"Antes, mucho antes de que me prendara de mujer alguna, mi corazón ya había sido ganado por la violencia. Dicen que mi madre se puso fea cuando me tenía adentro, de tanta pata y manotazo que le di. Y al nacer la dejé como con cuarenta kilos de menos. Fui un niño gordo, cabezón, travieso como él solo (...). A los 12 años me regalaron un rifle de copas y me la pasaba tirándoles a los ventanales de los vecinos hasta que éstos pusieron la queja y mis padres me decomisaron el rifle. Yo, claro, quedé muy descontento con esta medida y ahorré durante dos veranos para comprarme mi rifle de copas, uno más grande, más serio y potente. En quinto de primaria ya todos me decían “el loco” y yo hacía todo lo posible para cimentar esta fama: un día llamé como a 50 taxis a la casa de Germán Azcárate, y observé, divertidísimo, todo el barullo desde mi balcón.
El papá de Germán salió protestando que ellos no habían llamado a ningún carro, pero no le creyeron y había algunos que querían cobrarle la carrera. Yo me reí hasta que los ojos se me aguaron, y ahora siento lo mismo que sentía cuando pequeño: un sol inmenso que se pone, dentro de mí, en el horizonte, y que era presagio de grandes aventuras en contra de mis semejantes y hoy es signo de cagadas por venir, como no hay nada más que hacer en esta vida pues entonces conformémonos con las travesuras que pueda realizar, las acciones neutras, las acciones que producen sufrimientos en los otros, las malas vidas, la sequedad de los corazones, la luz del sol, el reverberar la apatía de ahora que escribo automáticamente pues no puedo avanzar en este relato (...).
(...) El primer recuerdo que tengo acontece en La Cumbre, un pueblo del Valle del Cauca que hoy es fantasma y en el que veraneé como diez años. Tendría yo cuatro o cinco, no lo sé. Iba encarrilado cogido de la mano con mi mamá y de pronto apareció, caminando por el mismo riel, un joven de unos quince o diez y seis años que, después sabría, se llamaba Wady Nader. Como yo no desocupé el riel, Nader se tuvo que bajar pero presto estaba a patearme por la espalda cuando mi mamá intervino. “Si querés que éste sea el último día de tu vida —le dijo, muy decidida—, tocálo”. El muchacho retrocedió, espantado. Yo había sido un niño muy deseado.
Mi mamá había quedado embarazada ocho veces, pero sólo había logrado tener tres niñas y había perdido un hijo hombre, Juan Carlos, que hoy andaría por los treinta años. Mi papá deseaba otro hijo hombre. Yo creo que en ellos el coito nunca estuvo separado de la idea del embarazo. Así que nací yo, rodeado de gustos y de favores, en un hogar de ilustres apellidos pero económicamente de clase media. Dicen que pesé diez libras y era horrible, de chiquito. Lo que recuerdo de esa época tan temprana era que sólo me gustaba andar cogido de las faldas de mi mamá y hacerme debajo de los árboles de guayaba para imaginarme perdido en los bosques. Y que organizaba peleas de vaqueros imaginarias con contendores de aire, y yo gesticulaba, daba puños, gritaba para mis adentros, amenazaba, actuaba en
bien de la justicia (...).
(...) A eso de los 7 años me dejaron en el Colegio Pío XII, un pésimo establecimiento de franciscanos. Cuando, haciendo fila, me despedí de mis padres, un alumno me empujó insultándome, y allí caí en cuenta de la agresividad que me tocaría enfrentar de kínder hasta sexto; todo lo contrario de la dulzura y la superprotección que había conocido en mi casa (...). Para llegar a mi afición literaria (cosa que se produjo a eso de segundo de bachillerato) yo había pasado por una desmedida euforia por el fútbol: era muy bueno en el puesto de arquero, y sufría mucho cuando por razones externas (enemistad con el capitán por ejemplo) me relevaban de esa posición.
Yo era un fanático del Deportivo Cali, y salía ronco de los partidos. Recuerdo una vez que el Cali le ganó al América y los aficionados de este equipo aporrearon al árbitro y tiraron mucha piedra a la salida y yo me arranqué una camisetica del Deportivo Cali para que no me fueran a hacer nada, y llegué a mi casa lleno de pánico y medio desnudo. Por esa época yo estaba bajo el régimen del terror de un tal Omar Valencia, fuerte y revejido; el hombrecito se ensañó en mí, me humillaba delante de todos en la clase y yo, ante mi incapacidad de responderle físicamente, empecé a concebir planes descabellados para matarlo por la espalda.
Esa penosa situación duró como tres años: sólo terminó cuando yo lo dejé de ver. Y hoy me lo encuentro, más viejo y más pequeño, sucio y mal vestido (su papá era famoso por sus millones y su tacañería), habiendo hecho nada en su vida, triste, apocado, alcohólico. Cuando estaba en segundo de bachillerato pasé por una crisis de estar diciendo mentiras y de aparentar que mi familia era más rica de lo que realmente era. Lo que pasó fue que me introduje en la llamada “gallada del Club Campestre”: los Cabal, los Urdinola, los Racines, gente de la más rica de todo Cali. Y yo, claro, no podía mantener el mismo tren de vida que ellos, invitando peladas a almorzar, haciendo fiestas todos los sábados, montando en taxi, viajando a Miami todos los años.
Y era cosa natural que claro, me descubrieran en mis mentiras, motivo por el cual me fui volviendo prevenido y temeroso y un tanto paranoico con las muchachas, y ya en tercero de bachillerato comencé a recurrir a las prostitutas (...). (...) Comencé a escribir a los trece años: poemas de amor y cuentos breves, de una sola situación. Cuando mi primer cuento ambicioso, La piel del otro héroe, fue publicado en el magazine dominical del diario Occidente de Cali, cobré ímpetu y me llené de ambiciones; pronto me vi recompensado por publicaciones en el periódico El Espectador (...).
(...) Después vendría mi viaje a USA, a Los Ángeles, para intentar vender dos guiones de horror: cuando me di cuenta todo el problema de lenguaje que había de por medio desistí y me dediqué únicamente a ver cine, mientras me durara la plata. Vivía yo al frente del teatro New Vagabond, que daba programas especiales de 8 ó 16 películas, es decir todo el día; o sea que yo me levantaba a las ocho de la mañana, cruzaba la calle desayunado ya, y me entraba al teatro, a mi cita con la oscuridad, para salir a eso de las once o doce de la noche o ya de mañana; y fue allí cuando probé por primera vez las anfetaminas.
A Colombia regresé un tanto desilusionado (Hollywood no existía) después de casi un año de pasar trabajos, de mantener un recuerdo de mi tierra magnificado por la distancia. Vine con la idea expresa de editar una revista, y a los cuatro meses ya teníamos en circulación nuestra Ojo al Cine (11), que fue un éxito de venta y de crítica. Mientras tanto, yo había publicado crítica de cine en Occidente, El Espectador, El País y recién cuando se fundó el diario El Pueblo. Y también en la revista Hablemos de Cine, lo que había sido uno de mis sueños dorados. Así fui haciéndome a un reconocimiento nacional
como entendido en cine, pero aún tenía problemas con la droga, sobre todo con las pepas, pues yo comencé a tomar Valium 10 cuando hacía viajes por tierra de Cali a Bogotá.
No tenía mujer, ni me interesaba. Tomaba mucha cerveza y me la pasaba contento en Cali, mucho más después de que me hice muy amigo de Clarisol y Guillermo Lemos, dos niños super precoces y super perversos y fui dando la imagen del niño que no ha crecido o se niega a crecer: ellos me hicieron probar los hongos y el Daprisal, y yo estaba contento con mi pose silvestre porque así desconcertaba a los intelectuales de profesión, a los que he detestado siempre y bastante es el mal, con pullas indirectas, que me han hecho. Pero como todo el mundo deseaba y admiraba a Clarisol, no se podían meter conmigo, pensaban “ése va a acabar mal”, pero no decían nada.
Pero terminé mal, la pura verdad. Con Clarisol hicimos un pacto: “Tú aparentas mi edad y yo la tuya”, y así pasábamos el tiempo, cada uno desconcertando a su manera. Pero llegó Patricia y todo se acabó. Con Clarisol había conocido una especie de vida salvaje. El amor salvaje de Patricia me trajo a una más cercana realidad, aunque también peligrosa. Yo la conocía a ella desde hacía dos años, pero no le había parado bolas, desinteresado como estaba por toda mujer hecha y derecha. Pero mentiras; Patricia resultó ser una niña malcriada, exigente y desconfiada. Ella me sedujo y me atrapó. Su amor fue como un viaje sin regreso por la selva más tenaz de todas, la del Chocó; fue como pasar hambre y darse después un festín y emborracharse con cerveza helada. Yo creo que ambos éramos unos niños al conocernos y juntamos nuestras malas crianzas y hacíamos el amor de una forma perfecta. Por varios meses yo fui su segundo hombre, hasta que las circunstancias me llevaron a ser el único, el primero.
Ay no, todo esto está mal escrito. Su matrimonio iba ya muy mal cuando nos conocimos, y por pura coincidencia feminista yo me dejé seducir, porque era testigo de lo mal que la trataba su marido. Además él, Carlos Mayolo, había arruinado por su mal genio un filme que realizamos en 1971: Angelita y Miguel Angel, en 16 mms. y con guión mío. Pero no creo que haya sido venganza; hice a medias el amor con ella y me gustó muchísimo y estuvo; quedé enamorado como nunca en mi vida. De allí, nuestra relación fue siempre incompleta, y su marido, como dice el proverbio, fue el último en saberlo; nos pilló in fraganti en el último Festival de Cine en Cartagena.
Pero con él ya todo estaba dañado, y la cosa no fue muy grave. En el intervalo yo trabajé durísimo con el grupo de teatro de la U. del Valle en mi obra El mar, sobre el desorden, sobre el trabajo acumulado y sobre la relación difícil con los objetos (incapacidad manual), además de ser, a la vez, un comentario crítico (no sé cómo me las arreglé para lograrlo) a dos novelas magníficas: Moby Dick de Melville y Arthur Gordon Pym de Poe. Con perdón de todo el mundo, esa fue mi (fatua) obra maestra. No duró más que tres días en cartelera, ya que el protagonista celebró tan duro el éxito del estreno que hasta hoy sigue borracho.
Mi relación con Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que yo tuve que recurrir el triple a Valium 10. Primero que todo ella se demoró mucho en dejar de amar a Carlos, y a mí me tocó presenciar una escena de súplica y de amor en vano tal, que me pegó uno de los mayores sustos de mi vida. Y lo que lo acaba a uno no es la droga sino los sustos. Después de eso yo me porté muy duro con ella, repitiéndole que ya no había caso, que ya no la quería, y eso y la separación con su esposo la condujeron a una especie de locura por los hombres; hizo el amor con el más grande y el más chiquito
de los cineclubistas de Bogotá, pero siempre venía hacia mí.
Y yo estaba bastante golpeado, a medias destruido, ya que “el más grande” era uno de mis mejores amigos, y yo nunca le perdoné lo que hizo con Patricia. La verdad fue que ella me utilizó como muleta, me expuse como escudo de su inestabilidad, y yo tenía que estarla cuidando, impidiendo toda clase de rumba, convencido, como dice la canción, que las rumbas no son buenas, que hacen daño y que dan penas. Además ese ambiente ya estaba para mí completamente pasado de moda. Hará unos tres años yo fui un muchacho super rumbero, tanto que escribí una novela sobre todo eso.
Pero me aburrió el snobismo y la vulgaridad de la rumba, y fue precisamente en mitad de una rumba que yo intenté suicidarme por primera vez, cortándome las venas después de tomar 25 blues, como le decimos nosotros al Valium de 10 mgs. Me despertó el mismo ruido de mi sangre goteando sobre el piso de madera, y minutos después cicatrizaría. Pero como no me hicieron lavado de estómago estuve todo pepo como 15 días. Después, quedé muy propenso al llanto, por todo lloraba como un niño, y hablaba imitando a Patricia. Estaba, creo yo, a un paso de la locura.
La segunda vez que me intenté suicidar está rodeada de circunstancias más allá de mi memoria. Según parece me tomé 125 pepas y discutí mucho con ella. A los varios cinco o seis días me vine a despertar en “Cuidados Intensivos” creyendo, por la calefacción, que estaba en Cali. Me llegaba el recuerdo de Patricia como el de un ángel guardián y experimentaba ráfagas de felicidad indefinida e inconclusa. Ahora, pasado ya un mes de estar en esta clínica, tengo planes urgentes para el futuro inmediato; sacar un número 5 de Ojo al Cine que sea mejor que los anteriores, gestionar la publicación de mi novela Que viva la música con las dos editoriales que me la han comprado y arreglar la publicación de un libro de cuentos con Eduardo Agudelo, el dueño de la editorial que me saca la revista; asimismo, comenzar dándole forma al libro que tengo planeado sobre los Rolling Stones”.