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Ante el “bullying”, un libro

La biblioteca se convirtió en mi nuevo refugio para las horas malditas del descanso. Por un tiempo logré ser invisible para aquellos que me molestaban y creo que por eso poco a poco se fueron olvidando de las razones por las que yo no les gustaba. Quise que ese lugar siguiera siendo solo mío, que fuera mi secreto feliz.

Juliana Muñoz Toro*
12 de febrero de 2021 - 02:00 a. m.
En ese tiempo terrible me escondía en el salón a la hora del recreo, pero estaba prohibido y en algún momento me descubrieron y me enviaron de “castigo” a la biblioteca. Fue un alivio. Al fin podía estar sola.
En ese tiempo terrible me escondía en el salón a la hora del recreo, pero estaba prohibido y en algún momento me descubrieron y me enviaron de “castigo” a la biblioteca. Fue un alivio. Al fin podía estar sola.
Foto: Pixabay
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Las horas del descanso eran las peores. El patio de juegos se lo tomaban los niños que jugaban microfútbol y solo ellos tenían el poderío sobre quiénes entraban al juego. La única caseta de comidas tenía filas interminables y tampoco llamaban la atención sus churros y hamburguesas poco apetitosos. Quedaban los pasillos, donde se sentaban los grupos de amigos y las primeras parejas del bachillerato. Qué problema entonces si uno andaba sin amigos y no estaba interesado en el amor. Una adolescente no se lleva bien con la soledad, ni con que le digan que está gorda, ni con que la traten de bicho raro. Una joven aprende rápidamente a callar el sufrimiento.

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En ese tiempo terrible me escondía en el salón a la hora del recreo, pero estaba prohibido y en algún momento me descubrieron y me enviaron de “castigo” a la biblioteca. Fue un alivio. Al fin podía estar sola. No fue automático escoger un libro. Recuerdo que la bibliotecaria atendía asuntos administrativos, pero no tenía interés por la lectura. Inevitablemente, me aburrí. Ahora sé que mi aburrimiento crónico se lo debo a la infancia y que, más que un peso, es un fuego que me lleva a buscar algo más. Y busqué un libro.

Empecé por un título que me pareció curioso, Yo visité Ganímedes, de Yosip Ibrahim, que en ese entonces tomé por realidad y no por ciencia ficción y empecé a soñar con un planeta distinto a la Tierra donde existían seres pacíficos y ciudades perfectas. Seguí con Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez, y lo devoré en dos recreos.

La biblioteca se convirtió en mi nuevo refugio para las horas malditas del descanso. Por un tiempo logré ser invisible para aquellos que me molestaban y creo que por eso poco a poco se fueron olvidando de las razones por las que yo no les gustaba. Quise que ese lugar siguiera siendo solo mío, que fuera mi secreto feliz. Pero una vez sin miedo, fue inevitable que las letras se me salieran de las manos, que llegaran a mi boca, que volaran. Encontré un libro —lamento no recordar su nombre— con poemas de Nietzsche y empecé a leerlo en voz alta. En un par de días, estaba rodeada de niños más jóvenes que yo, escuchando fascinados “No te enojes conmigo, melancolía, / porque tome la pluma para alabarte”. No sé si entendíamos, pero las palabras, sus sonidos y su cadencia nos hechizaban. Me empezaron a llamar “la poetisa” y solo entonces entendí la dicha de la rareza.

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Esa fue la primera de las muchas veces que un libro me salvó: en esa pequeñísima biblioteca, no más grande que una sala, que años después el colegio convirtió en una bodega de cosas sin importancia.

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Por Juliana Muñoz Toro*

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