El Magazín Cultural

Antolín Díaz, de la selva a la prensa bogotana

Semblanza de uno de los grandes cronistas de la historia colombiana. Trabajó en El Espectador en 1929 y publicó tres libros.

José Luis Garcés González * Especial para El Espectador
13 de enero de 2019 - 02:00 a. m.
La obra de Antolín Díaz ha sido exaltada por cronistas como Juan José Hoyos y escritores como Daniel Samper Pizano. / Fotoilustración: Jonathan Bejarano
La obra de Antolín Díaz ha sido exaltada por cronistas como Juan José Hoyos y escritores como Daniel Samper Pizano. / Fotoilustración: Jonathan Bejarano

Se cumplieron cincuenta años de la muerte de Antolín Díaz Ruiz, un personaje quizá desconocido para las actuales generaciones que ejercen el periodismo y la escritura en Colombia. Pero ¿quién era Antolín? Nació en San Carlos, un pueblecito que a la sazón estaba ubicado en las sabanas y selvas de lo que hoy es Córdoba, el 2 de septiembre de 1895, y terminó vinculado, después de librar una continuada lucha por cumplir su vocación y hallar su destino, con lo más selecto de la prensa bogotana. Por su lugar de origen y por sus circunstancias sociales, al parecer, estaba destinado al estancamiento y el fracaso.

Estudió en su pueblo natal con el reconocido profesor Manuel Antonio Valverde Gamero, luego de que este regresó de Jamaica, donde estuvo exiliado, y por su inteligencia, su afán de lectura y deseos de superación el docente lo instó a que marchara hacia geografías y oportunidades más propicias. “Aquí no serás nadie, y tú estás llamado a ser alguien”, le dijo su maestro. Esas palabras horadaron el cerebro del adolescente.

Este Antolín Díaz “con afán de ser” sale de su tierra y ya a los 17 años está en Montería vinculado a Fiat Lux, un periódico fundado en 1911. Allí hace de todo: aceita la prensa, limpia los tipos, refila el papel, lee con sed, publica sus primeros poemas. Su periplo, para la época, se ensambla con la osadía y la aventura. Pocos jóvenes de su edad asumían semejantes retos.

Por ello, después de quemar su etapa de Montería en Fiat Lux, su labor de periodista, de “repórter”, como él mismo se llamaba, lo conduce a Magangué, donde escribe en El Decoro y El Pequeño Diario. Llega a Cartagena para vincularse a El Mercurio, pasa a Barranquilla para trabajar en La Nación, se dirige a Medellín para escribir en El Correo de Colombia y de allí gira a Bogotá, adonde llega el 6 de junio de 1929, y a los pocos días ya está en El Espectador; luego entra a El Tiempo, donde se estabiliza como columnista. En esos momentos ya nada del periodismo le era extraño. Antolín Díaz publicó tres libros: Lo que nadie sabe de la guerra (1933), donde narra las experiencias del conflicto con el Perú, al cual fue en calidad de corresponsal de guerra; las crónicas que no fueron censuradas las publicó El Tiempo.

Edita Sinú, pasión y vida del trópico (1935), un valioso reportaje que cobija un viaje por la región, señalando sus características, sus contrastes, sus protuberantes injusticias, y que Hernando Téllez, su prologuista, califica con palabras elogiosas, y compara a su autor con Alberto Londres y con John Lindsay, genios del reportaje en Francia y Estados Unidos. Años después Daniel Samper Pizano, comentando este reportaje vanguardista de Antolín, escribe: “Ofrece ya muchos elementos de la crónica moderna: diálogos, creación de expectativa, ambientación…”.

En 1948 publicó Los verdugos del caudillo y de su pueblo, texto escrito por la conmoción que produjo en Antolín el asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán, y que fue su último libro editado. Para reivindicar y dar a conocer esta múltiple experiencia, el magíster Albio Martínez Simanca editó en diciembre de 2002 la más completa investigación antológica: Vida y obra de Antolín Díaz.

Sinú, pasión y vida del trópico

En esencia, Sinú, pasión y vida del trópico es su libro más importante y se puede definir con el testimonio escrito de un viaje que Antolín Díaz, en su calidad de periodista, emprende por el Sinú, región a la que él hermosamente llama “la comarca del sol”. Este texto, por su jerarquía investigativa y escritural, debería de ser lectura obligatoria en las facultades de comunicación social.

Ese viaje deja un conocimiento y deja una constancia. Sinú, pasión y vida del trópico produce cierta tristeza al saber que ha sido con explotación e injusticia que se ha hecho la historia de estas tierras. Este memorial de agravios lo construyó Antolín andando cinco meses por estas tierras a partir del año 30 del siglo XX. De rapidez podemos señalar veredas, corregimientos y pueblos que lo vieron pasar: Vilches, Cereté, Campanito, Las Nubes, Bajo, La Arena, Las Palomas, Tres Piedras, Montería, Planeta Rica (que en el año 30 solo tenía 400 habitantes), Arroyo Negro, Caniseca, El Yayal, Sahagún, etc.

Antolín Díaz, en su calidad de repórter, quería testimonios de primera mano, quería convencerse por sus propios ojos, y lo logró. Halló una región rica y selvática, analfabeta y con personas sometidas a la explotación y al desprecio. El recorrido de Antolín es total. Va desde las audacias y sanaciones de la brujería encarnadas en José Francisco Vergara y Juvenal, para citar solo a dos, la lucha contra el tigre y la caza del caimán, hasta la denuncia del trato que los terratenientes de la región les dan a los hachadores, raicilleros, caucheros y concertados.

Díaz arribó a la misma conclusión a la que llegó Luis Striffler cuarenta años antes: “Los hombres sinuanos, sanjorjanos y sabaneros carecen de iniciativas. No son perezosos ni débiles para el trabajo. No tienen ambición por el dinero. Son gentes despreocupadas. Por eso son accesibles a la explotación de los más audaces”.

Enfatizando en este análisis descarnado, Antolín señala: “Estas gentes no tienen contacto con ninguna región semicivilizada. Viven tranquilos como las plantas. Nada los conmueve. Temen más a los hombres que a las fieras de la selva. Es un vasto capital humano desperdiciado, minado por la anemia y por la más dura ignorancia. Nada saben. Nada quieren. A nada aspiran”.

Como se sabe, del Sinú salía para el resto de Colombia y del mundo una enorme cantidad de madera, que iba a servir para el mobiliario de gente poderosa o para la construcción de edificios, teatros, parlamentos. En Inglaterra y Francia hay diversos ejemplos. De las selvas y bosques sinuanos, en trozos de dos a tres metros de espesor y 12 metros de largo, salían cedro, caoba, dividivi, carreto, canime, volador, roble y ceiba veteada. En los grandes campamentos de la tala, trescientos o cuatrocientos hombres daban hacha desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde. Les pagaban 40 centavos por día y la alimentación.

En el capítulo “Árboles caídos”, por ejemplo, en un diálogo doloroso, Antolín Díaz señala la relación de los hacheros con los patronos:

“—Estos hombres reciben todos ‘el avance’ en Montería, que es donde está la gerencia de la empresa. Se tiene el cuidado de hacer los avances en época de fiestas, porque es entonces cuando los buenos salen a la ciudad.

—¿Y qué ocurre?

—Reciben diez, quince o veinte pesos y se los beben en aguardiente o los queman en esperma, en las ruedas de los fandangos, con música.

—¿Y no hay alguno que deje de cumplir con su compromiso, después de haber derrochado el dinero del avance?

—Es la gente más honorable. Pasados los días de fiesta, sin un centavo, toman el hacha, la mochila y el machete, y vienen a los campamentos; aquí trabajan hasta dejar saldada la cuenta.

—¿Y qué tiempo permanecen derribando árboles?

—Hasta seis meses. Transcurrido este lapso, suele haber otra festividad en Montería y vuelven a la gerencia.

—¿De manera que toda la diversión de ellos es de tres días?

—Sí, pero tres días por semestre.

—¿Y cuando enferman?

—Se les echa en una balsa agua abajo, a buscar salvación en cualquier pueblo del río.

—¿La compañía no tiene un hospital ni una caja de drogas?

—Por aquí no se conocen hospitales. Además, no se acostumbra ese servicio casi inútil. Cuando los trabajadores tienen calentura o dolores de barriga, se les da salmuera (agua de sal)”.

Esa era la parte injusta y triste del Sinú en los años treinta. Mientras que en Montería se publicaban Fiat Lux y otros periódicos, donde aparecían comentarios sobre Anatole France o Fiódor Dostoievski, en la selva impenetrable o en los pueblos llenos de olvido, el ser humano era considerado o tratado peor que un animal feroz. Este libro de Antolín Díaz da fe de ello. Y en este sentido es un texto precursor de lo que Eduardo Galeano, Orlando Fals y Óscar Lewis, entre otros, harían muchos años después cuando comenzaron a estudiar la turbulenta historia de América Latina, desde el río Bravo hasta la Patagonia.

La vida vibrante de Antolín Díaz

La vibrante vida de Antolín Díaz estuvo signada por el ajetreo del periodismo, por su simpatía con la justicia, por su pobreza que era muestra de su honradez, y por ese tic de aventura, de verlo todo, de sentirlo todo. Fue muchas cosas: pastor protestante, cazador de caimanes, liberal, gaitanista, oficial de sanidad, soldado raso, fundador del Círculo de Periodistas de Bogotá. En todas dejó su impronta.

Por la limpidez de su prosa, por su economía de lenguaje, por su forma estéticamente válida, la obra de Antolín Díaz es un aporte mayúsculo al periodismo y a la literatura de Colombia. Periodista ético, comentaba con fervor, asistido por la verdad y por un coraje a toda prueba. Ese temperamento indoblegable le granjeó la amistad y el reconocimiento de todos los prohombres de la Revolución en Marcha de López Pumarejo. Alberto Lleras Camargo lo llamó “el Coloso”, como un homenaje a su fortaleza periodística. Carlos H. Pareja (Simón Latino) lo denominó “espíritu rubeniano”.

Además, su vida como desafío, como decisión de romper ataduras provincianas y proyectarse a todo el país, derribando dificultades y prejuicios, es ejemplo para las juventudes actuales, muchas de las cuales aburguesan su espíritu en la superficialidad y las banalidades. Antolín Díaz se ganó el derecho a la vida, pues nada le fue gratuito o heredado. Fue un hombre que se hizo a pulso. Y cuya verticalidad no es solo historia sino ejemplo.

* Escritor, conferenciante, gestor cultural y catedrático universitario. Director del periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, al francés, al inglés y al eslovaco. Sus dos libros más recientes son: Los trabajos del insomnio (Cuentos completos), y la analecta erótica Banquete sagrado.

Por José Luis Garcés González * Especial para El Espectador

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