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Y solo quedan las palabras

Apuntes sobre el filme Canino, 2009, de Yorgos Lanthimos, la repercusión tienen las palabras y nuestra realidad.

Nathalia Baena Giraldo
13 de septiembre de 2020 - 06:55 p. m.
"Canino", de Yorgos Lanthimos, ganó el Premio Óscar a la Mejor Película Extranjera.
"Canino", de Yorgos Lanthimos, ganó el Premio Óscar a la Mejor Película Extranjera.
Foto: Archivo particular
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Los griegos antiguos no sólo nos legaron los Dioses, La Ilíada y La Odisea; de ellos conservamos la conciencia del poder del lenguaje como instrumento de control social. Él no sólo comunica: también construye y destruye. Desde la prehistoria, las señas permitían el entendimiento en un ecosistema aún no contaminado por las manecillas del reloj. Ahora todo es distinto.

Una tarde me crucé con un texto de Raymond Williams que habla del lenguaje y de los «niños salvajes». En él cuenta la historia de Víctor, un joven encontrado en 1799 en los bosques de Aveyron, en Francia, y de Itard, el médico que intentó reeducarlo. En sus investigaciones, el galeno halló cosas extraordinarias, pero la más valiosa fue que el Hombre no tiene una naturaleza presocial. Su única característica es la adaptabilidad pues, dice, antes de humanizarse, carecía de inteligencia y de lenguaje: solo pudo desarrollar esas facultades en un contexto social, por medio de la imitación y, por supuesto, de la necesidad.

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Y de inmediato recordé el filme griego “Canino”, 2009, del director Yorgos Lanthimos, que narra el día a día de una familia constituida por madre y padre y tres hijos adolescentes. Estos reciben el nombre de la Mayor, la Menor, el Hijo. La historia nos recuerda los mecanismos propios de la crianza y la educación “correctas”: su poder descansa en el uso del lenguaje, en el miedo, en la dominación de las palabras y sus significados. Aquí, el padre es quien impone las formas de autoridad –los límites–: encierra a sus hijos en casa –que bien podría funcionar como caverna–, negándoles en consecuencia el conocimiento del mundo exterior haciendo del muro el único horizonte. Y no satisfecho con esto, los lanza a una serie de competencias y castigos y recompensas ridículas entre ellos mismos.

La película, que es una especie de laboratorio conductual y educativo, quebranta todo límite social y cultural. Las hijas y el hijo, por ejemplo, no tienen nombres para que no puedan ni deseen ni intenten ser ellos mismos: les niegan la opción de tener una identidad y, por supuesto, de decidir sobre sí. Los padres, conscientes del poder del lenguaje, cambian los significados de algunas palabras con la intención de protegerlos, llamando teléfono al salero, viento muy fuerte a una autopista, teclado a una vagina y zombie a una flor amarilla.

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Nada está muy lejos de la realidad. La casa de Canino es, entonces, el país que habitamos y el padre, en ejercicio de su hombría, es el Estado que domina a través de los medios masivos de comunicación y transgrede por medio del equívoco uso del lenguaje. Todo es un reality show: jugamos a transformar el significado real de los hechos al llamar, por ejemplo, “intervención policial con arma no letal” al brutal asesinato de un hombre con un taser a manos de dos policías, “asesinatos colectivos” a las masacres, “ayuda humanitaria” a la manipulación de testigos, “apareció muerta” a los feminicidios. Larga repercusión tienen las palabras.

La Mayor, cuando se acerca el fin de la película, se entera de que el mundo exterior no es como su padre lo impone, y busca escapar, rompiendo con el sistema. Nosotros, que entre tanto vamos abriendo los ojos y despertamos del hechizo de las sirenas, de su canto, comprendemos que el conocimiento del exterior, de lo real, también es un instrumento de poder. El padre –el Estado– busca deshumanizarnos para hacer de nosotros un eslabón más en la cadena, sin saber que también descubrimos en el lenguaje una estrategia de supervivencia y un mecanismo de transformación social que, a lo mejor, primero tendrá que destruir para luego volver a construir.

Por Nathalia Baena Giraldo

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