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Balzac y “Las ilusiones perdidas”

No se saben dónde han estado: tan sólo que estuvieron allí, en algún párrafo, en algún lugar de la página, pero pasaron por alto frente a nuestros ojos. Los verdaderos hallazgos en la lectura están sin duda en el efecto de releer.

Andrés Felipe Yaya
24 de agosto de 2020 - 04:55 p. m.
Honoré de Balzac, autor de "Papá Goriot", "La piel de Zapa" y "Las ilusiones perdidas", entre otras obras.
Honoré de Balzac, autor de "Papá Goriot", "La piel de Zapa" y "Las ilusiones perdidas", entre otras obras.
Foto: Archivo Particular

Releer es volver a sentir la sensación de descubrimiento en el momento justo cuando una palabra bien puesta nos generó una sensación de dicha que nunca pudo ser remediada. Volver a los libros leídos, llenos de notas al margen, llenos de papeles coloridos que señalan algo huidizo que logramos hacerlo nuestro, nos permite volver a ese otro que fuimos en la primera vez. Borges encontró años después el placer en la relectura de las novelas de Stevenson, en los cuentos de Chesterton y logró, tal vez, alojarse en la oscura curiosidad de los días como un niño que pide que le repitan la historia, no por los sucesos, sino por repetir la sensación que despertó.

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Volví por estos días a releer Las ilusiones perdidas de Balzac. Mientras el sol caía sobre el pueblo, tan severo, tan alucinante, dejando un aire caliente sobre las cosas permaneciendo hasta la noche, me recluía en la relectura de las Ilusiones perdidas sin la premura del tiempo, sin la sospecha de avanzar, sin el impulso inconsciente de contar las páginas restantes. Cabe decir que leí años atrás Papá Goriot cuando cursaba bachillerato: apenas recordaba escenas fragmentarias, volátiles, que no lograba encadenar. Por recomendación volví a leer Papá Goriot y después las Ilusiones perdidas el año pasado finalizando octubre. Sucede que en cada lectura hay una que está en silencio despertando: leer a Papá Goriot moldeó el músculo para entrar en Las ilusiones perdidas. El realismo, incluso, nos lleva a leer el tejido del detalle porque hay una estética orgánica, es decir, escribe una réplica del mundo. Abundan las descripciones y abre un abanico a la fenomenología poética: encontrar en lo simple lo profundo.

Uno desea y necesita repeticiones, retornos, relecturas y entre ellas una de las más decisivas era Las ilusiones perdidas. Empecé su lectura los primeros días de agosto, hacia la misma hora, repasándolo página por página, habituándome desde el principio a sus palabras, a su papel, a las notas en los costados y recordando aquel pensamiento que surgió en el momento, inspeccionando, como se palpa la corteza de un guayacán. Al cabo de los días Balzac es inesperadamente una compañía, un aprendizaje para perdernos y despojarnos de nosotros mismos y recobrarnos de otro modo, más agudos, más austeros, mejorados por la observación y la inmersión balzaquiana en las pasiones sociales. 

Toda creación de un universo requiere de obsesiones descomunales: Balzac escribía día y noche, escribía para evadir las deudas y acompañaba su oficio con grandes cantidades de café. Casi 90 novelas conforman su proyecto La comedia humana donde fijó el retrato de dos décadas de la sociedad francesa. Los personajes son casi tan vulnerables al paso del tiempo como las ropas indumentarias. Un hombre de acción era Balzac, con un carácter sosegado o estridente, que le permitía estar en todas partes y copiar con fino detalle la pulsión de una sociedad que comenzaba a ser devorada por la presencia del capitalismo salvaje. Leí en Papá Goriot que «detrás de toda fortuna hay un crimen», e imperceptiblemente es una vindicación del presente, en esa forma tan melancólica de verdad que no se llega a percibir, no se concluye, sino cuando la literatura nos revela grandes verdades.

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Hay rasgos de Balzac en el poeta Lucien Chardon en las Ilusiones perdidas: de joven trabajó en la imprenta donde aprendió el oficio de los periódicos y el oficio de la impresión en moldes. Ingenuo, pero dotado de una ambición por sobresalir en las altas esferas con su poesía, por integrarse en la alta sociedad y alcanzar notoriedad en los círculos aristocráticos. Él, Lucien, triunfó en público, pero el fracaso personal lo embargó. «Lucien lleva dentro la poesía, pero no es poeta; sueña, pero no piensa; se exalta, pero no crea», escribe D`Arthez, el presidente del Cenáculo en una carta contra Lucien. También Balzac se hace su autorretrato en la persona de D`Arthez: «La expresión de sus ojos que antes tenía el brillo del fuego de un noble erotismo, se apagó con el éxito». Por algún motivo, Balzac se siente dueño de sus propios personajes, porque sabe exactamente quiénes son y qué sienten.

Tan asiduamente Lucien se integra en la alta sociedad, pero traiciona sus ideales al momento que emprende la escritura de artículos periodísticos, llenos de manipulaciones y de intereses ajenos. Vendió su alma al diablo del poder: perdió sus ilusiones, las mismas ilusiones que se perdieron al fracasar los ideales libertarios que había proyectado el Romanticismo. En toda la novela Balzac propone una estática composición visual en cada página, solo que con tal delicadeza, que siempre da una impresión de naturalidad, como esas novelas en las que el vaivén social parece haberse detenido al irrumpir nuestra presencia. Durante el realismo sucede el desplazamiento del campo hacia la ciudad: aparece el reloj y el tiempo es rentable. No hay espacios para el ocio y la imaginación se cercena de tajo. La ciudad bulle y se traga la muchedumbre y deja al hombre marginado: huérfano del Estado y la sociedad. «En la realidad está todo» repetía Víctor Erice, «sólo hay que fijarse». Balzac fue capaz de mirar como se mira lo que no se puede contener y lo puso delante de nosotros con una intensa claridad, aun después de que hayamos podido verlo una primera vez.

@andresyaya

Por Andrés Felipe Yaya

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