Batalla en pareja (Cuentos de sábado en la tarde)

Carlos la había conocido con un vestidito rosa y un listón en el cabello. La había conocido con un porte altivo, mirada inocente y una sonrisa engreída. Desde el momento en que la vio se enamoró de ella, pero no fue su vestidito rosa, ni su porte ni mucho menos sus ojos lo que lo enamoraron.

Juliana Vargas @jvargasleal 
20 de abril de 2019 - 09:26 p. m.
Cortesía
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No, para eso existían los poetas que fingían conocer los sentimientos de los hombres, y en el alma de Carlos no había espacio para versos. Lo que lo enamoró fue el hombre de al lado rozándole la mano. Los celos que treparon por sus venas como una enredadera incendiada fue el motor que lo impulsó a tomarla.

Esa misma noche la besó en los labios. No fue un acto en el que Carlos dibujara una boca y la acariciara con su mano, no fue una lucha tibia de labios, lenguas y perfumes escondidos, eso era para Julio Cortázar y sus cíclopes. En cambio, Carlos aceptó su boca como era, la subyugó bajo su ardor, conquistó todos sus rincones y la obligó a rendirse. No importaba que su boca tuviera forma de Luna, pez, Venus o serpiente, porque era suya, sólo suya.

Y así fue. Al año se casaron, y luego de pronunciar “hasta la muerte”, Carlos pudo sentir que la enredadera que lo atenazaba se desvanecía en cenizas. Por fin aquella mujer era de él, sólo de él. Aquella noche Carlos tuvo la libertad de descubrirla paso a paso, siguiendo el ritmo de un mar arrastrando las huellas dejadas en la arena. Esa vez dejó que su esposa tomara la figura que quisiera, ya fuera de Luna, pez, Venus o serpiente. Sin importar su juego, él se convirtió en Sol, la dejó sin aliento, la abrazó de forma marcial o tomó su veneno con avidez, muriendo a momentos y reviviendo a cada espasmo que sufría.

Por un tiempo, Carlos pensó que podría vivir entre la tranquilidad de las caderas y el grial entre las piernas de su esposa, pero pronto las enredaderas volvieron. Cuando su esposa llegaba del trabajo, la obligaba a despojarse de sus ropas para examinar que no hubiera trazos masculinos entre sus telas. Cuando le dijo que quería cursar un posgrado, se lo prohibió rotundamente. Cuando le comentó que saldría a tomar con sus amigas, le gritó y ordenó que su lugar era al lado de su esposo ¿Por qué lo ponía en aquella situación?, ¿acaso no la había conquistado?, ¿no le había demostrado su fuerza? Y aun así, ella se le resistía. Durante el día insistía en alejarse, durante la noche se inventaba y se reinventaba diversas metamorfosis para vencerlo alguna vez. Pero él contraatacaba una y otra vez con una furia incontenible. Si su alma estaba aprisionada, la de ella debía estarlo también.

Finalmente Carlos ganó, o eso creyó. Llegó su primer hijo, luego el segundo, el tercero…el cuarto… y con ellos llegó el cansancio. Que ya estaba vieja para posgrados, que ya no podía trabajar tiempo completo, que ya debía dedicarse enteramente a sus hijos en lugar de salir. Carlos volvió a respirar profundamente, de nuevo se iba la asfixia, de nuevo se iba el calor abrasador. El vientre de su esposa se abultó con los años, y entre más se hinchaba, más comía. Nunca comió azúcar o grasa, siempre fue pollo sudado, agua y jugos naturales; pero sólo era una fachada. Él sabía que detrás de esa máscara de salud su esposa tomaba venganza de tantos años de derrotas. 60 kilos, 80, 100, hasta 120 kilos de proteína, agua y vitaminas llegó a pesar, impidiendo así, poder transformarse dentro de su campo de sábanas. Carlos no volvió a tocarla, no volvió a besarla. La despreció, la despreció hasta la saciedad ¿Cómo había podido?, ¿cómo había sido capaz de salir victoriosa de tan sucia manera? Cuando clavaba los ojos en ella, detrás de su mirada de falsa inocencia podía vislumbrar un atisbo de satisfacción. “Si no puedo ser libre, tampoco seré tuya” pareció decirle su esposa continua y silenciosamente… hasta el día de su muerte.

“Ya han pasado cuatro años y aún no logro perdonarla”, pensó Carlos totalmente paralizado. Sólo había sido una simple caída. A pesar de sus 120 kilos, Oriana se había levantado por sí sola y siguió su camino sin quejarse. Sin embargo, poco tiempo después empezó a caminar con bastón, y luego de deteriorarse aún más, cambió al caminador. De vez en cuando Carlos veía cierta serenidad en su rostro, pero nunca se atrevió a preguntarle si acaso era felicidad de dejarlo al fin. Tampoco se atrevió a recriminarle haber engordado tanto, pues tal vez era el único acto que había decidido con total libertad. Sólo fue capaz de verla encorvarse cada vez más, sufrir en silencio cada vez más, morir un poco con cada día que pasaba, hasta que al fin, le diagnosticaron cáncer en el ilíaco y murió dos meses después.

No había dejado de llorar desde que Oriana se atrevió a dejarlo. La extrañaba todos los días, la llamaba todos los días, le ordenaba que volviera todos los días; pero ni en sus sueños volvió a aparecer. “¿Por qué, Oriana?, ¿por qué si tanto te amaba?”. En la distancia, escuchó que sus hijos empezaban a rezar. Susurraban como un viento suave que rozaba las copas de los árboles; rezaban en colores, haciendo que la oscuridad a la que ya se había acostumbrado se tornara verde, ahora amarilla, ahora azul. “¿Por qué rezan en colores?, ¿ya es hora?”. Su visión se tornó rosada y Oriana apareció frente a él como la primera vez que la había visto, con su vestidito rosa y listón en el cabello; con su porte altivo, mirada inocente y sonrisa engreída. Intentó extender los brazos para abrazarla, pero el dolor de su enfermedad se lo impedía, y ella se alejaba de forma osada, dando pequeños saltos aquí y allá, jugando con él sin que pudiera reaccionar. Los rezos de sus hijos se intensificaron, haciendo que el rosado se viera más vívido y de pronto adquiriera fuerzas de Dios sabe dónde. Aun así, Oriana continuaba con su atrevido vaivén, torturándolo con esa sonrisa engreída y esos ojos alegres. “Está bien, tú ganas”, trató de gritarle, pero las palabras no le salían, sino que se ahogaban entre las lágrimas que comenzaban a manar como caudalosos ríos. Ella bailaba y él lloraba, ella bailaba y él lloraba. Sus hijos ya no rezaban en susurros sino en agolpados cánticos que lo instaban a suplicar. “Está bien, me rindo. No más, no más, Oriana. Me rindo…me rindo…”. Al fin, Oriana se detuvo y lo contempló con mirada retadora. “Lo siento, lo siento tanto. Me rindo…”, le dijo Carlos una vez más, y en paz, finalmente expiró.

 

Por Juliana Vargas @jvargasleal 

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