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Beethoven: “El sentimiento es la palanca de todo lo grande”

Las dos grandes pasiones de Beethoven fueron el arte y el honor. A su parecer, lo bueno y lo bello iban de la mano, así como la virtud era una condición necesaria para todo artista. No en vano, en uno de sus cuadernos de conversaciones, escribió: “La ley moral en nosotros, el cielo estrellado sobre nuestras cabezas”.

María José Noriega Ramírez
15 de diciembre de 2020 - 02:00 a. m.
Como músico lírico, Beethoven se formó en Viena, una ciudad en la que se respiraba música todo el tiempo.
Como músico lírico, Beethoven se formó en Viena, una ciudad en la que se respiraba música todo el tiempo.
Foto: Ilustración Tania Bernal

Edouard Herriot, en su libro La vida de Beethoven, escribió que el compositor alemán creó la cavatina del cuarteto XIII casi entre lágrimas, a unos cuantos años antes de morir, con la intención de alcanzar su ideal de vida. Y es que Beethoven es recordado no solo por ser un devoto del arte, sino también por ser alguien que buscó la perfección moral. Lo dijo el compositor bohemio Tomaschek, que lo escuchó en Praga en 1798, al afirmar que la genialidad del alemán no se “impone por su ciencia de la ‘armonía, del contrapunto o de la euritmia’. Sus méritos son diferentes. Se distingue de Mozart o de Haydn por otros dones: por la originalidad con la que traduce un carácter sensible, pero independiente, brusco y casi salvaje”. De ahí que sus melodías se consideren como “emocionantes” y sus armonías como “deslumbradoras”, pues la expresión de los sentimientos fue el norte de su quehacer musical.

Como músico lírico, Beethoven se formó en Viena, una ciudad en la que se respiraba música todo el tiempo: se presentaban óperas en la Puerta de Carintia y en el An der Wien, había conciertos para los dilettanti, el emperador Francisco tocaba el violín, así como la emperatriz María Teresa cantaba, y la música de Mozart se escuchaba por los rincones. Luego de haber hecho una presentación en Oxford, su viaje a Londres lo ayudó a consolidar una imagen de autoridad ante los vieneses. Es más, se dice que Beethoven llegó a Viena “por Haydn y para Haydn”, su primer maestro; y Gluck, quien hizo de la ciudad austriaca su escenario, “ofreció a Beethoven el ejemplo del retorno a las fuentes tradicionales de la inspiración: la naturaleza, la pasión. Y le dio un consejo: la sencillez”. Precisamente este último compositor imprimió en las oberturas de Leonora y de Coriolano un sello antes desconocido: “Traducir el dolor en sus formas más punzantes, concentrar sus medios de expresión en sentimientos simples y profundos, asociar la orquesta a la versión de un lirismo sinceramente humano (…), y dar al canto la nobleza y la pureza de la poesía”. Así, el valor detrás de las obras de Beethoven no está en el entretenimiento musical, sino en la inspiración que hay detrás de ellas. “Lloraba y reía Beethoven; pero, a través de sus emociones y de sus desfallecimientos, encontraba su salvaguarda en su amor por el arte, al cual había decidido sacrificarlo todo”.

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Orientando su música hacia las preocupaciones del espíritu, Beethoven leyó y discutió a Aristóteles, Eurípides, Homero, Plutarco, Shakespeare y Klopstock. Del dramaturgo británico, sobre todo, aprendió “a ensanchar los estrechos dominios de la poesía, mezclando al drama la fantasmagoría, asociando a los hechos de los seres humanos todos los seres y todas las cosas”; y del escritor alemán, por su parte, “le agradó el humor altivo, su apego a la justicia y a la igualdad, su pasión por la soledad”. Pero, quizá, por encima de ellos estuvo Goethe. Este último, amigo de Karl Friederich Zelter, quien fue su consejero musical y, además, admirador de Beethoven, fue digno de su veneración. “¡Qué influencia tuvo sobre mí!, le dijo Beethoven a Friederich Rochlitz (…). Ningún poeta admite la música tan bien como él”.

Beethoven, según lo describe Herriot en su libro, fue un hombre de contrastes, pero, sobre todo, alguien que disfrutó del humor, de la soledad, de la lectura y del campo. Sus conversaciones estaban llenas de sarcasmos y paradojas, y en medio de los silencios se permitía hacer unas pausas para soñar. Nunca le importó el qué dirán. Quienes lo vieron al final de su vida aseguraron que caminaba con una libreta de música dentro de los bolsillos de su frac, aunque se ensancharan, así como con un cuaderno de conversación y un tubo acústico. Sus dos grandes pasiones fueron el arte y el honor. A su parecer, lo bueno y lo bello iban de la mano, así como la virtud era una condición necesaria para todo artista. No en vano, en uno de sus cuadernos de conversaciones, escribió: “La ley moral en nosotros, el cielo estrellado sobre nuestras cabezas”. Herriot agrega: “Él se arrebataba, se dejaba arrastrar por su sentimiento, quebrantaba el piano, daba al auditorio la impresión de una catarata que se escapaba, o de un alud que rodaba, pero en los pasajes melancólicos apagaba los sones, languidecía los acordes y hacía subir los himnos como vapores de incienso”.

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Beethoven confiaba en la bondad de las personas. Él mismo admitió que “donde encuentro personas buenas, allí está mi hogar”. De ahí se entiende su constante preocupación por la perfección espiritual y que el origen de ella no sea otro distinto al de un amor por la humanidad, pues el sentimiento, a su parecer, “es la palanca de todo lo grande”. Herriot añade: “Sabemos que jamás consintió en desdoblar su ser, en disociar su amor por el arte y su culto a la virtud. Aunque no invocaba la virtud frecuentemente, pensaba en ella. Beethoven había colocado por encima de todo el deber”.

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Duncan Darn(84992)15 de diciembre de 2020 - 07:10 p. m.
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