Biblioteca Luis Ángel Arango: resistir el caos

¿Cómo una biblioteca puede salvar a alguien? Este sitio, ubicado en el centro de Bogotá, se convirtió en refugio y trinchera. Una historia de amor y agradecimiento.

Camila Builes 
20 de febrero de 2018 - 08:08 p. m.
Imagen de uno de los pasillos de la Luis Ángel Arango, que hoy cumple 60 años de haber sido inaugurada.  / Cortesía
Imagen de uno de los pasillos de la Luis Ángel Arango, que hoy cumple 60 años de haber sido inaugurada. / Cortesía
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Lo único que quería hacer era escribir. No había descubierto la forma para comenzar a hacerlo de una forma digna, llevaba nueve meses escribiendo para El Espectador desde Rionegro y en Bogotá había descubierto lo patético que uno puede parecer cuando quiere salvar el mundo escribiendo. No había nada, excepto una escritura lacrimosa y una ciudad abrumadora y desconocida. Formas repetidas, descripciones insulsas.   

El primer fin de semana que estuve en la ciudad, lo único que parecía necesario era alguien que me dijera lo único que a veces hace falta escuchar, esa frase mentirosa que reza: “Todo va a estar bien”. Me encontré en un Transmilenio repleto, rumbo al centro de la ciudad. Ah, la Plaza de Bolívar no es tan grande, tremendo lo del Palacio de Justicia, hay mucha gente, hace mucho frío. Vagaba por una ciudad inmensa, ajena, preguntándome: “¿Todo esto para qué?”.

Cuando pasé los obligatorios cinco minutos en la Plaza subí por una de las calles que parecían bajar desde los cerros. Estaba cansada, perdida, pero aún no tengo claro si me arrastraba alguna clase de determinación que yo misma desconocía, el rechazo de admitir la derrota o el miedo a derrumbarme en mitad de la nada. Fuera como fuera, había logrado llegar a Bogotá y me resultaba imposible pensar en devolverme. Entré a la Biblioteca Luis Ángel Arango después de deambular sin sentido. El frío de afuera se transformó en un vaho cálido; las columnas enormes, los techos inalcanzables. Me sentía una foránea en Bogotá, pero no ahí dentro. No sabía, siquiera, cómo pedir un libro; si acaso yo podía pedir un libro. Pero nada de eso me resultó agresivo, fue como entrar por primera vez a la universidad, todo era extraño y, por eso, hermoso.

Pedí El año del pensamiento mágico, de la periodista y escritora Joan Didion. Random House lo había publicado en enero de 2015, así que me alegró que ya lo tuvieran. En esa biblioteca, sentada en una poltrona de cuero café sentí, por primera vez en Bogotá, alegría. “La vida cambia deprisa/ La vida cambia en un instante / Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba / La cuestión de la autocompasión”. Comencé a leer.

Hoy, la Biblioteca celebra 60 años desde que el 20 de febrero de 1958 dejara de ser un espacio reservado para 250 personas que buscaban libros acerca de finanzas y economía hasta convertirse en un edificio de 45.000 m², con más de 2.000 puestos de lectura, doce salas temáticas, una sala de exposiciones temporales y una sala de conciertos. Hoy, su colección bibliográfica supera los 2’700.000 ítems.

Sesenta años siendo uno de los centros culturales más importantes de Bogotá y Latinoamérica: en 1996 fue la primera biblioteca de la región en poner al servicio de sus usuarios una biblioteca digital. Lo que hace 22 años nació como una versión virtual de la colección de la BLAA, es hoy en día la Biblioteca Virtual del Banco de la República y cuenta con más de 16.000 documentos digitales, 3.000 imágenes históricas, más de 400 números de prensa antigua, más de 60 proyectos digitales y recibe 22 millones de visitas al año provenientes de todos los países del mundo.

Lo que sentí ese día en la Luis Ángel, ese sentimiento primigenio de felicidad, lo repetiría durante años. El saberme de un lugar, el sentirme de una gente. Repitiéndome hasta el cansancio: “Hay que seguir. Algo sucederá”. Abrazando esos muros como lo único parecido a un hogar en esta ciudad tan hermosa pero tan violenta. En esas salas encontré armas periodísticas y leí la columna que Leila Guerriero escribió para El Colombiano: “la épica tediosa del oficio del periodista, la pequeña orfebrería cotidiana que termina en eureka porque se han hecho las cosas bien: porque se han metido las narices con paciencia y sin prejuicios en una oscuridad intocable y se ha sostenido la fe en que no es lo mismo contar que no contar, ni contar bien que contar de cualquier manera”.

Leí a Cavafis para sentirme valiente: “Pues la ciudad es siempre la misma. / Otra no busques —no la hay— / ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”. Leí todo lo que he podido y he escuchado todo lo que he podido. Eso me lo ha permitido la Biblioteca: mantenerme resguardada dentro de ella, pero con el poder del observador. Y eso no lo cambio por nada.

Todavía me veo mirando un paisaje de cemento desde el piso alto al que no llegaba nada que no fuera la atronadora indiferencia del mundo. Todo parece vedado para siempre. Nunca ha sido peor que ahora, pero la Biblioteca me ha salvado.

 

Por Camila Builes 

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