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“El nombre de mi país, un pequeño territorio perdido en Europa, del que el mundo no había oído decir casi nada, empezó a sonar en todas las lenguas y se convirtió en el diabólico laboratorio de Chernóbil, y nosotros, los bielorrusos, en el pueblo de Chernóbil”.
Tal vez oímos hablar de la patria de la Premio Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexiévich, tras la explosión de la planta atómica Vladímir Ilich Lenin el 26 de abril de 1986. Ocurrió en el norte de Ucrania, pero a 17 kilómetros de la frontera sur de Bielorrusia, por lo que millones de paisanos de ella siguen sufriendo el efecto de la radiactividad. La paradoja es que la tragedia fue el preámbulo del derrumbamiento del socialismo y de la Unión Soviética, que el 27 de julio de 1990 permitió a Bielorrusia declarar su soberanía y formalizarla en 1991.
Por fin era una nación independiente después de ser escenario de todas las guerras, desde la época de las tribus eslavas hasta campo de batalla entre rusos y alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, como dice Svetlana en sus novelas, las tragedias persiguen a su pueblo y lleva ahora 26 años bajo el régimen de Alexandr Lukashenko, reelegido en las irregulares elecciones del pasado 9 de agosto y cuestionadas por la Unión Europea.
Lo denuncia una oposición en cabeza de Svetlana Tijanóvskaya, que acaba de exiliarse en Lituania temiendo por su vida. Las dos Svetlanas le han pedido al presidente que renuncie y permita nuevas elecciones, pero él se niega y amenaza con el uso de la fuerza para reivindicar el poder que dice haber ganado en las urnas. Tijanóvskaya se hizo famosa estos días al publicar un video en el que dice: “Todos queremos salir de este círculo infinito en el que nos encontramos atrapados desde hace 26 años”.
Mientras se define el futuro político de un Estado con cerca de diez millones de habitantes, Svetlana Alexiévich, a quien conocimos en la Feria del Libro de Bogotá de 2016, nos permite acercarnos a su país desde dos novelas: Voces de Chernóbil y La guerra no tiene rostro de mujer. En la primera cita a Lilia Mijáilova Kuzmenkova, profesora de la Escuela de Arte y Cultura de Moguiliov: “Los bielorrusos no hemos tenido nada eterno. Ni siquiera hemos tenido una tierra eterna, siempre alguien nos la arrancaba y borraba las huellas de nuestro pueblo”. Recuerda como ejemplo la destrucción y el exterminio a los que los sometieron los nazis y cuenta que son tantas pérdidas que optan por burlarse de su suerte: “¡Eso es un bielorruso! La risa a través del llanto. No tenemos otra historia ni otra cultura que la del dolor”. En la revista Naródnaya del 27 de abril de 1996 se lee: “Para el mundo somos una tierra incógnita, aún por descubrir. Aún nos queda contar nuestra historia”.
Es lo que ha logrado la Nobel de Literatura, primero desde Chernóbil: “Para la pequeña Belarús representó un cataclismo… Durante los años de la Gran Guerra Patria los nazis destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas, con sus pobladores. Después de Chernóbil, el país perdió 485 aldeas y pueblos: setenta de ellos están bajo tierra. Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; hoy, uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. Se trata de 2’100 000 personas, de las que 700.000 son niños. Entre las causas del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar. En las regiones de Gómel y Moguiliov la mortalidad superó a la natalidad en 20 %”.
“Belarús es tierra de bosques, pero el 26 % de ellos y más de la mitad de sus prados situados en los cauces de los ríos Prípiat, Dnepr y Sozh se encuentran en las zonas de contaminación radiactiva… Debido a la constante acción de pequeñas dosis de radiación, cada año crece el número de enfermos de cáncer, así como de personas con deficiencias mentales, disfunciones neuropsicológicas y mutaciones genéticas”.
Se decía que para el año 2000 los bielorrusos habrían desaparecido o que quienes sobrevivieran serían humanoides. En Chernóbil permanecen 200 toneladas de material radiactivo, supuestamente protegido por una cámara de hormigón. Pero Svetlana denuncia: “es un sarcófago, un difunto que respira. Respira muerte”. Nadie sabe cuánto resistirá, porque los secretos rusos todavía son muchos.
Unos abandonaron el país y otros se quedaron a resistir en esa “Rusia Blanca”, descrita primero por Alés Adamóvich en su novela Soy de la aldea en llamas. Fue el maestro de Svetlana Alexiévich y fue a Moscú, al Kremlin, a pedir a la antigua URSS que protegiera a su nación. No le prestaron atención.
Svetlana, la mujer silenciosa que le da voz a los sin voz, a quien vi llorar en Bogotá oyendo a las víctimas de la guerra colombiana, retomó las banderas literarias de Adamóvich y ahora las políticas para decir no más opresión, para que el mundo sepa quiénes habitan Bielorrusia. “Nos hemos hecho más sabios, todo el mundo se ha vuelto más inteligente, pero después de Chernóbil. Hoy en día, los bielorrusos, como si se tratara de ‘cajas negras’ vivas, anotan una información destinada al futuro”.
En la novela La guerra no tiene rostro de mujer, explica, a través de las voces de las excombatientes de la Segunda Guerra Mundial, que todo es culpa de una arraigada cultura de belicista: “Éramos hijos de la Gran Victoria. Los hijos de los vencedores… La guerra siempre estuvo presente: en la escuela, en la casa, en las bodas y en los bautizos, en las fiestas y en los funerales”.
“Jugábamos a alemanes y rusos. Siempre habíamos estado combatiendo o preparándonos para la guerra. O recordábamos cómo habíamos combatido. No conocíamos el mundo sin guerra, el mundo de la guerra era el único cercano, y la gente de la guerra era la única gente que conocíamos. En las bibliotecas la mitad de los libros eran sobre la guerra. En la escuela nos enseñaban a amar la muerte. Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaría entregar la vida por… Era nuestro sueño”.
Sofía Krígel, cabo mayor y francotiradora, encarna ese espíritu: “Llegamos al Primer Frente Bielorruso… Éramos 27 chicas. Los hombres nos admiraban: ‘No son lavanderas, ni telefonistas; son las francotiradoras. Nunca hemos visto a muchachas como estas. ¡Qué chicas! El cabo escribió unos versos en nuestro honor. La idea era que las chicas siguieran siendo tiernas como rosas de mayo, que la guerra no mutile sus almas. Al partir al frente, cada una de nosotras había jurado que no habría amoríos. Después de la guerra, si sobrevivíamos, ya tendríamos tiempo para amar. Y antes de la guerra ni siquiera nos habíamos besado. Éramos más estrictas que la juventud de ahora. Para nosotras un beso significaba el amor hasta la muerte. De hecho, en el frente las relaciones estaban prohibidas; si los superiores se enteraban, por norma general, a uno de los enamorados lo trasladaban a otra unidad; simplemente los separaban. Pero nosotras protegíamos, defendíamos nuestro amor. Incumplimos nuestros juramentos infantiles… Nos enamorábamos… Creo que si en la guerra no me hubiera enamorado, no habría sobrevivido. El amor me salvó. Esa fue mi salvación…”.
A miles de ellas las condecoraron con la Orden de la Estrella Roja. Pero cuando volvieron a sus pueblos, como dice la enfermera Elena Ivánovna Variújina, “iba avanzando por una Bielorrusia recién liberada y no encontraba hombres en los pueblos. Solo estaban las mujeres”. Ellas y los pocos hombres sobrevivientes rehicieron un país con alma pacifista a pesar de la guerra fría y del socialismo soviético.
Quienes conocen Minsk, la capital de Bielorrusia, dicen que es bella y moderna, pero la Plaza de la Independencia sigue presidida por el monumental cuartel general de la antigua policía secreta KGB. También se impone el Museo de la Gran Guerra Patriótica, que conmemora el rol del país en la Segunda Guerra Mundial. Las Svetlanas y miles de bielorrusos, que completan dos semanas protestando en las calles, claman por un nuevo gobierno y una nueva Constitución que evite una guerra civil. Luego, según manda la costumbre eslava, inaugurarán de nuevo la casa, empezando por la entrada.