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Recuerdo el primer día que lo encontré en una hoja pálida que saqué en un taller de la universidad y que para ahorrar preferí usar una que por un lado ya estaba impresa. Ese día conseguí por lo menos quince copias con diferentes especificaciones, talleres y textos. De camino a casa, entre el matorral de hojas que algún día fueron árbol y aquel día destilaban letras de periodismo o comunicación social, encontré una que tenía las esquinas circulares. Mi lado era un taller cuyo contenido no recuerdo. El otro, el lado que no me pertenecía, era un escrito a medias que llevaba como título “Muerte, no seas mujer”. No decía el autor, eran cinco párrafos y recuerdo que leí en el carro.
Gonzalo Arango —hijo de una pareja de campesinos de Andes, Antioquia, blancos pero pobres, pobres pero honrados, católicos arraigados, conservadores de mano dura que tuvieron quince hijos— fue a quien encontré una noche después de salir de la universidad, cuando iba en un bus repleto de personas sedientas de cama, taciturnos y lejanos, sin encontrar a nadie, sin encontrar la vida o la muerte, y yo sabiendo que la muerte no era mujer y que si lo era estaría muriendo, desde su propia mano, en los brazos de Arango. Esa noche se inició mi pesquisa por el Nadaísmo y aún no termina.
El primer lugar del Nadaísmo era impenetrable, no sólo porque es de esos espacios abstractos sin una imagen de referencia, sino porque la mente de Gonzalo Arango, oscura soledad, donde a fuego lento se cocinaban la rebeldía, la sátira y la herejía que todas, en preparación, como un menjurje, darían paso al Nadaísmo, era inalcanzable para quien no sintiera el mismo desprecio por lo convencional, el mismo odio calcinante por los ídolos impuestos, distante para quien repetía frases turbias en la iglesia, la escuela y la calle.
Entrar a la mente de Gonzalo Arango para descubrir los recovecos del movimiento literario, filosófico y cultural que había desencadenado su pensamiento era impensable por las acciones que habían dejado nuestros casi 60 años de diferencia y su muerte prematura para una sociedad que quería más de la nada.
Sin embargo, aún había uno de los primeros lugares, un oasis entre el asfalto de la Medellín que vería nacer al Nadaísmo como el hijo bastardo de una sociedad que no quería reconocer (ni quiere aún) los defectos que la comen desde dentro, pero que afuera luce un rostro maquillado, hipócrita, como el colorete del difunto.
A media cuadra del Parque de Bolívar, en pleno centro de Medellín, hace 53 años se enaltece el Salón Versalles, el sitio donde siempre son las 12 para almorzar, y que sonriente, entre el pasaje Junín, abre sus puertas para los que alguna vez han soñado con ser escritores, poetas, pintores, músicos o conversadores.
“En la mesa de esa esquina se sentaba Gonzalo con unos amigos. Flacos, largos todos. Hablaban de cosas tristes”, señala con el dedo índice Edilberto Arenas, administrador de Versalles, hacia una mesa cercana a las escaleras.
Dos pisos. El primero a su entrada: vitrina con resplandor dulce como de postre, milhojas y pasteles hacen caras de tentación para que más de uno caiga derretido. El segundo piso era el punto de encuentro de los homeros de la ciudad. Más de 100 cuadros en las paredes, portadas de la revista Vogue que trajo don Leonardo Nieto, creador de Versalles, desde Francia, y una de las primeras fotos que recibe de Gonzalo Arango: cigarrillo en boca, ojos oscuros.
El Nadaísmo se enfrentó al enemigo, y a los enemigos del enemigo y a los enemigos de los enemigos del enemigo, que se destruyeron entre sí, creyendo que lo combatían con fuego amigo, mientras ellos se enjaulaban por su propia voluntad en Versalles a mediados de los 50, cuando Arango iniciaba sus estudios de Derecho en la Universidad de Antioquia.
“Había personas a las que no les gustaba que don Leonardo dejara entrar a los nadaístas al salón, porque siempre parecían enguayabados, con la cara lavada; pero a él nunca le importó. Hubo días que dejaba el café solo para ellos. Para que hablaran de poemas eróticos, porque eran tremendos. Se sentaban con un tinto y muchos cigarros y hablaban de lo que odiaban, o sea, de todo”.
“El hombre solo tiene sus dos pies, sus dos zapatos rotos y un camino que lo conduce a ninguna parte”. Con esas palabras consiguió los adeptos, apóstoles, como llamaría alguna vez; amigos como Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar, Eduardo Escobar y muchos otros con los que no se sentó en Versalles pero que desde el anonimato usaron la bandera de la causa perdida y que usaron la poesía por primera vez en Colombia como una rebelión contra las leyes y las formas tradicionales, contra los preceptos estéticos y escolásticos que se venían disputando infructuosamente la verdad y la definición de la belleza.
El Nadaísmo se inició en Medellín, pero como buena enfermedad viral, se transmitió a todas partes de Colombia. La mesa de la esquina superior al lado de las escalas en Versalles fue el primer escritorio de los manifiestos, los poemas y los textos para criticar y denunciar, o para la queja de un grupo de jóvenes que, en ese entonces —como hoy—, donde las ideologías estaban en bancarrota, usaron el arma más vulgar: la lengua en el aire y la tinta sobre el papel. “No dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante será examinado y revisado”, escribió Arango en su Primer Manifiesto de 1958 en Medellín.
En ese rincón del salón Versalles nació el movimiento literario filosófico más importante del país, catalogado como el movimiento de vanguardia más influyente de América Latina por sus aportes literarios y sociales, que dejó una mella de revolución y cambio en un país que se disputaba entre el bipartidismo y la guerrilla.
Un aporte social entre letras de jóvenes que no querían y abandonaban la imagen de hombres y mujeres establecida por el sistema. Una revista publicada, innumerables textos, libros y más centenares de adeptos en silencio siguen en la búsqueda del Nadaísmo, con la premisa de que no lo encontraremos nunca porque como lo dijo Arango, las definiciones limitan. El contenido es vasto, es un estado del espíritu revolucionario y excede toda clase de previsiones y posibilidades. El Nadaísmo es eso y todo y nada, es un “quehacer histórico del hombre que vierte su existencia sobre fines ultraterrenos o terrestres, según recaiga su elección en la tierra o en el cielo; una lucha de valores por conquistar una preeminencia en el más acá, o en el más allá”. Quizá buscando en Otra Parte encontremos algo más, más remoto y cubierto de tiempo que hable de nada.